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Las puntas
de las cosas, de Camilo Brodsky
Por Thomas Harris E.
Reseña aparecida en revista Mapocho
Nº 61, Primer Semestre de 2007
A los poetas jóvenes
les digo:
ya envejecerán.
Camilo Brodsky, Las puntas de las cosas
Las puntas de las cosas es el primer poemario de Camilo
Brodsky (1974), poeta que se ha tomado su tiempo en publicar,
y, al hacerlo, el lector puede comprobar que el cómo y el porqué,
textuales y vitales, de esta demora no son otra cosa que paciencia
y experiencia, acumulación por disminución de un libro
que asombra y atrapa, fundamentalmente, por su transparente opacidad.
Me explico: si la poesía es fundamentalmente asunto de literariedad,
de significantes sobre significados, acá las texturas
de los diversos poemas y del libro completo han sido desgastadas del
vitral que supone la palabra que pide atención sobre sí
misma, con el fin de dejarnos ensartados, punzados, con ese punctum
del que habla Barthes en Sobre la fotografía y que constituiría
la picadura, el alfilerazo, que nos infiere desde la zona menos esperada
una fotografía (texto), ya sea del álbum familiar, o
de ese otro álbum incierto, acervo común de quien la
encuentra tirada u oculta por ahí, y que Brodsky recoge, acumula
y selecciona en su escritura de ese hipotético álbum
urbano o personal, que él relee y reconfigura exhibiéndolo
en los repliegues o desgarrones más (im)previsibles, que son
sus poemas.
Es decir, y sin engañarnos, el trabajo que se prevé
en estos poemas es el de una laboriosa resta textual, para que del
poema surja y aguijonee al lector en lo más fundamental y doloroso,
en lo más urgente y cotidiano, sin que por eso pierda la espesura
literaria que requiere un poema para ser no sólo un poema,
sino que un buen poema, una factura que aleccione sobre el lenguaje
y el estado de cosas, sin que quede banalizada por la necesidad de
una poesía de contingencias, de instantáneas casuales
o causales, de una declaración de principios de claridad. El
trabajo con un lenguaje depurado es otra práctica muy distinta,
una 'forma' que recuerda las disminuciones o sordinas textuales de,
por ejemplo, un José González Vera, que hace más
nítida la ubicación del significante en relación
a sus necesarias contemplaciones que devienen en imágenes portadoras
de un mundo que del hoy al hoy extrae lo notable (lo digno de ser
(a)notado) y lo cristaliza en poema. Doy un ejemplo concreto que demuestra,
creo, lo que intento exponer de mi lectura de este poemario: "lleva
20 minutos/ sentado en la silla/ con cubierta de baquelita/ en la
esquina surponiente/ del bar/ esperando". Es Brodsky más
Hopper (un pintor norteamericano que cobra cada vez más presencia
en nuestra lírica) pero sin citarlo como la mayoría
de los vates que lo incorporan en su experiencia, sino adueñándose
de su mirada, como en una metempsicosis de cuadro a texto, de país
desarrollado a país subdesarrollado, de ojo que ve a ojo que
lee la desolación del viandante reducido por una modernidad
a deshora y a la fuerza: "Como dicen en la calle/ que se ve
por la ventana/ ya pasó/ su cuarto de hora". En el
poema, como en muchos de este libro, el tiempo es devaluado a la espera
vacua, en el único locus posible para el desheredado
de la herencia material, cultural y afectiva de nuestra modernidad
a la carta: el bar, espacio donde las horas transcurren muertas,
como si las hubiesen entubado en una no tan aséptica sala de
la Posta de urgencias, pero sin urgencia, porque no es cosa de sanar
al enfermo, sino de mantenerlo con un mínimo de vida, para
que no se diga.
Un mínimo de vida -así como Vidas mínimas
de González Vera-. Esas son las preocupaciones estructurantes
de la poesía de Camilo Brodsky, pero con un mucho de urgencia,
como en la Posta de urgencia metonímica donde yacen todos sus
sujetos/pacientes, de una ciudad, Santiago de Chile, que Brodsky no
pretende fundar en extensas alegorías o épicas trasnochadas,
ya que el poeta tiene en claro que tanto él como sujeto de
la enunciación, como los sujetos de sus enunciados, son todos
sujetos agobiados por un estado de mediocridad y de esterilidad, por
lo menos para sus deseos y necesidad de erigir una utopía renovada
y atractiva que exorcice el fantasma del nihilismo; de una ciudad
que ya ha sido fundada por otras voces, y las de ellos ahora, y por
mor de sus predecesores tanto literarios como políticos -la
poesía de Brodsky es altamente política en la construcción
de sus enunciados- son ahora los dandys, y permítaseme el término
nada académico pero sí expresivo de nuestra jerga nacional,
"rascas", en una ciudad, como decía, estéril
para el deseo de cualquier nueva, inconformista y transgresora,
e iletrada, además, en su estatus cultural, situada en un país
enfermo del peor de los males: la desidia y el conformismo. Así
leemos en "dandy (ii)": "pasa el tiempo para el
dandy y su figura/ ya no es de niño o niña/ ahora se
le nota la guata/ la barba mal afeitada/ y cuando se agacha para recoger
una colilla/ se ve la raya de su culo en la frontera del bluyín".
El sujeto, decíamos, de la enunciación de estos poemas
que han tomado su tiempo en limarse, con la (im)propiedad que asume
todo poeta contemporáneo, sobre todo después de los
años '50, se abisma en su, como dice un poema de Teresa Calderón,
"(Autor)retrato", y así el arquitecto de esta desolación
y tedios vitales, tan de este momento, sin edulcorizaciones retóricas,
de estar aquí, se sitúa a sí mismo en su escritura,
que es más que una declaración estética, una
ontología desde el hacer objetos estéticos: es decir,
en una refracción del Ser o de ser casi fetal, pero
ya formado desde ahora y para siempre, y, por qué no, siendo
él mismo, como hombre, ciudadano y hablante, su propia ars
poética: mutatis mutandi: "soy el non plus
ultra del fracaso y me pregunto/ de qué hablan los poetas
cuando no hablan de sí mismos/ esas rosas son mentiras los
amores son mentiras las mentiras son mentiras/ son excusas de sí
mismos son excusas de sí mismos son figuras/ reflejadas en
sí mismos en sus cuerpos en sus dudas en sus glorias/ soy el
non plus ultra del fracaso y los poetas/ se desnudan como impúdicos
pendejos en sus textos/ se destazan a destajo se hacen vacas/ que
no mugen sólo pacen en los ganchos de la Vega". Primero
resuena algo de Pessoa y su conciencia de que la poesía no
habla de otra cosa que de las palabras que intentan nombrar las cosas
y no consiguen sino nombrar las propias palabras; pero en la evidencia
de la impostura de su, digamos, "temple anímico"
por citar al olvidado Pfaeiffer ("esas rosas son mentiras
las mentiras son mentiras") para, posteriormente, incorporar
ecos del más furibundo Lihn y su crítica contra la palabra
poética como portadora de construcciones sociales (mas no vitales,
recordemos el "porque escribí, estoy vivo")
y demoledor de retóricas precedentes, el heredero más
conspicuo de la "Metaironía" de la que habla Octavio
Paz en Los hijos del limo ("Soy el non plus ultra
del fracaso y los poetas/ se desnudan como impúdicos pendejos
en sus textos…"); y, finalmente, en la alusión al
mamífero rumiante que cobró un inusitado prestigio en
la poesía de fines de los '70, las vacas, que ya no "pastan
en el radiante logos", siquiera, sino unas nuevas vacas antilogocentristas
y derridarianas que cuelgan, como en un primerizo y notable poema
de Waldo Rojas de Agua removida, "pacen -destazadas- en los
ganchos de la Vega".
Es curioso cómo la ira del sujeto de estos textos sigue manteniendo
una contención que yo diría es su marca ya registrada
desde estas primeras "puntas de las cosas", y el
resultado es una poesía notablemente crítica de la lírica,
la crítica y las cosas mismas, sin ser tremendista ni vociferante:
"así como benditos son los pasajeros de la vida/ benditos
tres veces benditos los que esperan en su propia esquina/ el paso
quedo de la muerte y su mochila informe de desidias": hay
también espacio y lugar para, si no la autoconmiseración
o la absolución de estos males (d)enunciados, un gesto subyacente
que se incorpora en el texto que redime, invocando a la piedad. A
fin de cuentas: ¿Dónde y cuándo se abrieron y
para quién las grandes Alamedas?
Las puntas de las cosas, estructurado en un "Prolegómeno",
cuatro partes numeradas con signos romanos y un "Epílogo",
funda una voz personalísima y necesaria: la del outsider
que no se complace en rasgar vestiduras ni rascarse sus propias heridas
para exhibir con este gesto neurótico llagas textuales: sólo
-y no es menor- construye la imagen de un microcosmos en el que no
reconocemos ya sea como los dandys "rascas" pasmados en
la desidia o los filisteos que denuncia, por ejemplo, aquel muchacho
que degolló en la salida de la misa en la Catedral de Santiago
a un sacerdote, y que fue estigmatizado como "punky" o "satánico"
por la también 'chanta' prensa que nos (des)informa y aliena
día a día, en la excelente balada "el evangelio
según san Rodrigo (balada fragmentaria del cristo de orias)":
"¿Y a qué viene ahora tanto asombro y tanto
grito?/ A mis veinticinco de mirar y andar/ me parece que se están
pasando/ que cortar el cuello de una cabra/ o una oveja del rebaño/
no es el día del juicio ni el final/ de una historia que empezó
en el sur". A fin de cuentas, la catástrofe ya se
ha hecho cotidiana y como tal hay que incorporarla en los nuevos poemas
de los jóvenes vates. No por nada Brodsky cita a Roque Dalton
de su poema Taberna conversatorio esa certeza, ya vislumbrada
por los años '60, de un poeta que sería el mártir
de una guerrilla que se degradaba: "Los antiguos poetas y
los nuevos poetas/ han envejecido mucho en el último año:
es que los crepúsculos son ahora aburridísimos/ y las
catástrofes, harina de otro costal".
La poesía de Camilo Brodsky se me antoja en una línea
de filiaciones asimiladas y réplicas de poetas como Raymond
Carver, Bukowski y Auden, entre los mayores, los universales, y de
sus más cercanos, en una corriente soterrada, injustamente
mal criticada o mal leída o no leída, o bien sin santos
en la corte del Reyno de Santiago de Chile, pero que sigue siendo
metonímica y burocráticamente Chile, como la de la escritura
de Guillermo Valenzuela, Víctor Hugo Díaz (Premio Neruda
2004), Jesús Sepúlveda, Carlos Decap o Juan Zapata,
todos poetas que si bien comenzaron a publicar en dictadura fueron
leídos o mal leídos o no leídos en la llamada
transición, y en la ahora llamada democracia, y que tienen
una significativa impronta ética, política y crítica
(esto lo veo, sobre todo en Camilo Brodsky en la que se me aparece
como la más conmovedora y lograda sección de su libro,
el bíblico poemas "ramas de olivo"): una poesía
que no transa, que sabe que su lugar en el discurso público
chileno actual sigue siendo el de las bajas tiradas, libros autoeditados
o de editoriales aún alternativas, que han seguido el proceso
de muchos de sus predecesores que conocieron la cosa pública
poética en las autoediciones, esa estrategia que definió
una poética marginal y sotto voce que ha dado los nombres
más importantes de la poesía chilena de las últimas
décadas del ya aparentemente lejano, pero tan presente siglo
xx.