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Huellas sangrientas sobre la urbe
"Whitechapel" de Camilo Brodsky

Por Guido Arroyo

El título de este libro se debe al nombre del paupérrimo barrio londinense donde a fines del siglo XIX Jack el Destripador asesinó a once prostitutas. Pero como sentencia  Brodsky: “Las ciudades se vuelven/ universales bajo el agua y el relámpago” [1]; entonces Whitechapel no es el único escenario sino una alegoría de varias zonas de peligro, y Jack no es el único asesino en serie que aparece pues también deambula por los poemas Andrei Chikatilo, el ruso impotente que asesinó y violó a más de cincuenta personas en los últimos años de la Unión Soviética. De ahí que las citas biográficas e históricas sobre estos criminales abunden, como también lo hacen “Los Epígrafes”, como los llama el autor, que van desde cartas de Juan Emar, letras de la banda El cuarteto de Nos y dichos de Foreman, el médico de color con pasado delictual que en la serie Doctor House termina volviéndose el mejor discípulo del famoso y adicto matasanos.

Esta constelación de referentes, sumada a una escritura con tintes de “color local” -que para Sartre no era sino la experiencia de pobreza que poseía un escritor- conforman una obra desmarcada de la añeja visión elitista de la poesía “culta”, que perturba por su capacidad de rozar la crueldad sin restar calidad poética y hondura temática. Si bien una lectura a vuelo de pájaro hace pensar que la criminalidad es el tema central, los límites de la representación del horror a lo largo de la historia y los contextos políticos atingentes donde ha sucedido -como el nazismo materializado- son los órganos en los que radica el funcionamiento de la escritura de Brodsky. En su dermis están las anécdotas de los asesinos en serie y los residuos biográficos que como medalla de vino aparecen de tanto en tumbo en la superficie textual.

La historia del asesino en serie Chikatilo en varios poemas abordada (algunos extraídos directamente de Wikipedia), opera como una peculiar fachada narrativa por la doble vida que poseía el apodado Carnicero de Rostov, quien había aprobado con honores estudios de Lengua y Literatura rusa, Marxismo e Ingeniería, además de ser miembro destacado del partido -es lógico a cual me refiero-. La referencia hacia aquel personaje tensiona las interrogantes sobre el devenir de aquellos bolcheviques en remojo, porque al naturalizar el ritual del asesinato: “Matar/ es tener la llave de una puerta”[2], la culpa que las sociedades concentran en la figura de los asesinos bestiales, se contrasta con los actos horrorosos de xenofobia como el Holocausto, tensionando así qué sucede tras esos acontecimientos y cuáles son sus incidencias.

El poeta conjetura sobre aquellas problemáticas al parafrasear aquella premisa tristemente célebre de Theodor Adorno, en uno de los poemas de la serie Las intolerancias: “Después de Auschwitz/ nadie escribe en lo absoluto// sólo juntan huesitos/ de judío y ellos/ arman por sus lado las/ secretas plegarias de su vida”[3]. En esas plegarias -que son parecidas pero no iguales a las de los familiares de las victimas que dejaron los serial killers protagonistas del libro- se centra el debate sobre la posibilidad de representar el horror sucedido por la tecnificación de la muerte que generó el nazismo. Brodsky más que indagar en los precarios registros del Holocausto, en aquellas imágenes pese a todo[4] donde según algunos filósofos se halla un chispazo de verdad[5], considera que la posibilidad de representación a la que están condenadas las imágenes occidentales[6] pierde su validez en aquel período histórico pues sólo quedan huellas de asesinatos disipadas que guardan en si la fetidez de sus autores: “los Aliados obligaron/ a los pueblos alemanes/ colindantes con los campos/ a lavar el cuerpo muerto del judío/ limpiar a homosexuales y gitanos/ quemar los rastros de los comunistas/ (…) // Los alemanes lloraron/ como niños y después/ vomitaron borrachos/ sobre los restos de la Obra”[7].

Siguiendo con el debate sobre la representación que cruza y tajea los versos de Whitechapel, la limpieza exigida por los Aliados no pudo ni podría ser tal pues la Obra sigue allí, presente y acechante cual punzante cuchillo ensangrentado. Como plantea Jean Luc Nancy en La representación prohibida[8], ya en la instrucción que recibían los oficiales nazis (SS), ocurría un desborde de la representación en el momento en que les enseñaban cómo apilar los cuerpos muertos para incendiarlos evitando sostener cualquier tipo de contacto. Lo que los SS deben ver es el acero de su propia mirada[9], generando un marco de “suprarrepresentación” en el cual sucede la ejecución, pues parafraseando a Nancy la cuestión de la representación en los campos no es otra que la representación de un rostro -cuyo destino casi inexorable era la ceniza- que ha perdido la representación y la mirada, el cual guarda en si la expansión del exterminio como una reducción cabal del sentido.

Entonces el contraste entre esos actos y los actos de los serial killers radica en que en los cruentos hitos de la historia post industrial, el horror ha llegado al límite de su representación y los cuerpos han perdido su condición humana; en cambio, en las actos de los asesinos seriales los cuerpos masacrados y sus restos han guardado en si un sentido perturbador e igualmente terrible, pero que pese a todo los ha mantenido ligados a su condición humana.

El acto de los llamados criminales dan cuenta también de otro proceso, la posibilidad de narrar tras los des-marcos legales que posee el victimario y el significante de su anverso, el cazador, el detective o policía que busca con mayor ahínco al asesino cuando escapa de la ley[10], de su ley vuelta búsqueda. Como plantea Ricardo Piglia citando al ya citado Benjamin “El contenido social originario de las historias de detectives, (…) es la pérdida de las huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad. En un sentido, podríamos decir que la figura del detective nace como efecto de la tensión con la multitud y la ciudad”[11]. El detective entonces, funciona “dentro de los sistemas de vigilancia y de control. Es su réplica y su crítica”[12], y de igual manera lo es el asesino en serie en la medida que devela esos sistemas y los transgrede, ya sea por un secreto motivo perturbador como en el caso de Jack, o debido a traumas personales como en el caso de Chikatilo.

Esas transgresiones terminan decantándose en un espacio donde las huellas de los asesinos se van perdiendo como el palimpsesto de un caracol. Nuevamente a diferencia de los cruentos períodos de la historia, en los que la narración trágica siempre es capturada por los vencedores o por los consensos, la pugna entre los anónimos asesinos y sus cazadores resiste con terrorífico romanticismo al anonimato que generan las ciudades modernas.

Pero aunque las ciudades se vuelvan iguales bajo la lluvia, siempre hay una diferencia que radica en cómo las representamos, en cómo vagamos por sus cementerios e iglesias. Eso queda demostrado con las diferencias entre Jack el destripador y Chikatilo. Al mencionar el caso de una de las primeras prostitutas que asesinó, Larisa Tkachenko, Brodsky escribe: “nunca fue Whitechapel/ para Larisa// sólo estaba el frío/ de novela/ que todos echamos/ sobre la blanca Madre Rusia// y los dientes/ el destrozo de/ los genitales el/ cuchillo// en fin/ la vida misma”[13]. La interpelación al lector cuestiona la sutileza con que nuestros prejuicios construyen un imaginario, ese frío de novela que suponemos aunque de ese frío seguramente tengamos apenas la idea de unos tipos de ojos claros bebiendo vodka para palear el frío. Para Larisa esa diferencia es mucho más compleja que un spot publicitario, pues da cuenta de la violenta vida misma develada en el asesinato. Se trata de la miseria reproducida como vórtice de la que no escapa la vieja URRS pues Larisa nunca conoce más que el hielo tan lejano al Whitechapel mediatizado donde operó Jack el destripador, tensionando nuevamente la tácita cortina metálica que afilaba a uno y otro serial killer.

Estas desigualdades que resuenan como ecos de lágrimas o de gotas chinas, son las que el poeta retrata sin exagerar pero cayendo a ratos en cierto retoricismo, el cual logra matizar con logradas imágenes poco comunes (decir bellas sería contradictorio) y estrategias recurrentes como encabalgamientos y cortes dispares. Whitechapel se inscribe en un grupo de obras como Criminal de Jaime Pinos, o el premiado film Tony Manero de Rodrigo Larraín, que al retratar sicópatas transgresores de la legalidad, parecen afirmar que los perturbadores asesinatos se deben a la violencia simbólica de las sociedades donde se originan. Esta obra logra poetizar, desde ese extremo, qué significan las tensiones políticas y éticas sin caer en la criminalización que vemos en los programas policíacos de la TV, sino va allende la precaria luminosidad de la pantalla, intenta deconstruir los actos de muerte en la que la representación -pese a todo- posee un lugar trascendente.

En otras palabras, Brodsky reconstruye la escena del crimen sólo para observar detalladamente la mirada del criminal, desmenuzar sus miedos o su barbarie antes que los medios capturen su mirada de culpable perpetuando un círculo de desigualdad. Esa disidencia, aceptable o no, se mantiene punzante en este libro como si tras la sangre de las letras hubiera un corvo afilado, porque como todas las ciudades se vuelven universales tras el golpe del relámpago el barrio Yungay es a veces Whitechapel y debajo de sus terrosos poemas está la historia de nuestro país: sus muertos, sus asesinos impunes que deambulan por las calles grises… Como vuelve a sentenciar Brodsky en los últimos versos del libro: “Ahí va el crimen escondido de nuestras carnes su/ prosodia a la deriva/ chocando con las piedras mínimas costeras/ de septiembre”[14].

* * *

NOTAS

[1]  Brodsky, Camilo. Whitechapel. Editorial Des-Kapital. Santiago: 2009. p. 70.

[2]  Brodsky, Camilo. Op. Cit. p. 21.

[3]  Op. Cit. p. 39.

[4]  Como sugiere en su libro homónimo Georges Didi-Huberman: (Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Trad: Mariana Miracle. Barcelona: 2004. Ediciones Paidós.

[4]  Op. Cit. p. 54.

[5]  Huberman cita textualmente (p 79) una traducción de la sexta Tesis de la Historia de Walter Benjamin, en la que el pensador alemán también plantea que: “Sólo tendrá el don de avivar la chispa de la esperanza en el pasado el historiador que esté firmemente convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros frente al enemigo si este triunfa. Y este enemigo no ha dejado de ser el vencedor”.        

[6]  Pues se nos dice que somos hechos a imagen y semejanza de Dios

[7]  Op. Cit. p. 54.

[8]  Nancy, Jean-Luc. La representación prohibida. Trad: Margarita Martínez. Amorrortu editores. Buenos Aires: 2006.

[9]  Nancy, Jean Luc. Op. Cit. p. 57

[10]  Tal como lo hicieran Jack el destripador y Chikatilo que estuvo impune por más de veinte años, pues la policía se negaba que un serial killer podría nacer de su sociedad comunista, menos un correcto militante.

[11]  Piglia, Ricardo. El último escritor. Barcelona: 2005. p. 81.

[12]  Op. Cit. p. 82.

[13]  Op. Cit. p. 38.

[14]  Op. Cit. p. 99.

 

 

 

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