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EL CANSADOR INTRABAJABLE

Por Gonzalo Maier
Revista quépasa Nº1958, 17 de Octubre de 2008




Sencillamente no da tregua. Con su sexto libro en cuatro años, con tres nuevos proyectos y una prodigiosa facilidad para cambiar de tema, Claudio Bertoni rescata su primer libro. Uno escrito en 1973 y que, a estas alturas, parecía leyenda. Aunque también de pokemones, consagraciones y fotografías conversó con Qué Pasa.

1. Huele a consagración
Generalmente sucede sin ninguna pompa. Sin fuegos artificiales y lejos de los diarios. Era 1988 y a Enrique Lihn un cáncer le comía los pulmones. En los pasillos del hospital, mientras ardía la campaña previa al plebiscito del Sí y el No, Nicanor Parra y Claudio Bertoni se saludan. Y así, como en una triste cumbre improvisada, el autor de Poemas y Antipoemas se acerca a Bertoni y le dice que le gustó El cansador intrabajable. Casi sin proponérselo, Lihn, Parra y Bertoni protagonizan una extraña y fatal antología de la poesía chilena, un exquisito dream team que sólo tendría dos sobrevivientes.

Veinte años después, Claudio Bertoni posa para las fotos con gracia. Sugiere poses y se presta como un modelo entregado. Bertoni, desde hace unos años, se graduó como el poeta más leído entre los que nunca leen poesía y -peleando el trono con Parra- como el poeta chileno vivo más leído a secas. Bertoni, como un extraterrestre en el mundo de los versos, agota ediciones y se convierte en personaje. Bertoni, resumiendo, es el tipo que escribe como habla, que se deslumhra con las lolitas y que vive preso en la misma serenidad zen que rebalsan sus poemas. En él -en sus libros y en vivo y en directo- está la coloquialidad de Parra -sin ser parriano- y la cotidianidad -sin casarse con él, tampoco- de Lihn. Aunque, para ser justos, en Bertoni también despunta la sensualidad de Kavafis y la agobiante tradición del haikú.

El cansador intrabajable, el primer libro de poemas que Bertoni firmó en Inglaterra durante 1973, por años circuló como mito y luego, gracias a Las Ediciones del Ornitorrinco (1986), como un texto marginal que no tardó en desaparecer. De seguro su condición de mito tiene que ver con eso: con la inevitable dificultad para encontrarlo -se lo nombraba siempre y muy pocos lo han leído- como por ser una fuente inagotable que nutre la trivia bertoniana. Dicen que lo escribió en un pequeño departamento londinense que compartía con Cecilia Vicuña, que lo hizo básicamente robándole poemas a sus cuadernos, que la edición fue artesanal y que tardó meses porque la guillotina de la prensa se echó a perder, porque durante la espera Bertoni filmó películas experimentales en donde hacía de exhibicionista o de víctima de un vampiro, porque se lo envió a Cortázar y recibió sus felicitaciones y, finalmente, porque llegó a Chile sólo con una copia del libro. El resto terminó disperso -aunque parezca chiste­ entre la ex Yugoslavia y México.

Pero que en 2008 se reedite -corregida y aumentada- la versión de la que Bertoni dice estar orgulloso, está lejos de ser casual. De hecho, podría ser un síntoma más de la consagración fulminante que se apodera, desde hace unos años, de su poesía. "Yo me doy cuenta de algunas cosas que antes no pasaban, como que me saluden en la calle", cuenta.

-¿ Y sientes que te estás consagrando?
-Yo no sé qué huevá significa estar consagrado.

-Se parece en algo a que te saluden en la calle...
-Sí, es lindo. La otra vez iba a cruzar una calle y una señora se me acerca y me pregunta si puede cruzar conmigo. Yo le digo que sí, y me dice que sus amigas se van a morir cuando sepan que me había tomado del brazo. Otra vez en el metro una niña me quedó mirando y todo era tan evidente que me acerqué y le dije que me disculpara, pero que no me acordaba de haberla visto antes, y ella me dice que no nos conocíamos, que leía mi poesía.

2. La cama de dos
Bertoni usualmente -y desde 1976- se despierta en Concón. Al sur de Concón. En una pequeña calle de tierra perpendicular al mar está su casa -tres ambientes, muy pocos metros cuadrados, un desorden irremediable- y, desde hace poco, su nueva cama. "Me costó un ojo de la cara", cuenta feliz. De hecho, la portada del libro que la Universidad Diego Portales publicará en unos días, lo muestra ahí, echado en ella. "Es de dos plazas, la otra era una cosa así", dice juntando las manos. Las camas, ya se sabe, siempre han sido una parte importante de la galaxia bertoniana. Y si algo impulsó públicamente a la poesía de Bertoni fue precisamente la sencillez para hablar del amor y del sexo. En ese mismo universo de versos lascivos fue que Bertoni dio con Jóvenes Buenas Mozas (Cuarto Propio, 2002), quizá una de sus mejores compilaciones -a fin de cuentas sus libros son eso, la reunión de poemas dispersos- que celebra la admiración callejera de encontrarse con una chiquilla buenamoza y no hacer más que mirar. Son poemas que, tal como sus fotos, sólo observan. Miran e indican como lo hace el zen, sin pretender más que entregar el parte policial de una minifalda que se cruza intempestivamente con el ojo bertoniano.

"A mí los pokemones -cuenta Bertoni haciendo un upgrade de la lolita local- me dan lo mismo, me gusta que hagan lo que quieran, que se pinten el pelo de todos colores. Aunque lo hallo un poco patético también. Algunos piercing son terribles, a veces se los ponen en la nariz y parecen mocos de plata. Y la promiscuidad me parece mal, sobre todo en este país culiao en donde los curas todavía creen que es pecado usar condones. Eso lo hallo delicado. Quedar embarazada te cambia la vida. Y ni hablar del sida".

Una buena noticia: al parecer el acento erótico de la poesía de Bertoni aumenta con el tiempo. El cansador intrabajable, siendo su primer trabajo, es quizá el menos erótico. Hay poemas -basta leer "Malta Morenita"- que indican con profesionalismo el camino que más tarde tomarán sus versos, pero en general el volumen, que llegará la próxima semana a las librerías, no entra al sendero al que nos tiene acostumbrado. Bertoni se reclina en su silla y dice que sí, que no sabe por qué pasa eso, que seguramente era porque había vivido menos.

Otra buena noticia: queda mucho. Los poemas de Bertoni salen de sus cuadernos, unos chicos y de tapas de colores -él no usa libretas Moleskine ni nada parecido, sólo esos típicos de la enseñanza básica-, que se apilan, ordenados por fechas, en el comedor. Son casi 40 años encerrados en esas páginas. Dentro de ellos Bertoni escribe con una letra delgada, con tintas de colores y usando la hoja completa. Editándolos pretende publicar al menos un libro al año. Luego de El cansador intrabajable vendrán sus diarios en Londres, otro poemario y una recopilación con sus fotos. Eso descontando 600 casetes con poemas que, sospecha, no llegará a transcribir nunca.

3. La mudanza imposible
En Harakíri (Cuarto Propio, 2005) hay un poema que se llama como él, "Claudio": "Cásate con el rhythm and blues/ Cásate con la música gospel/ Y olvídate de una vez por todas/ de la Simone Weil/ de la Edith Stein/ de la Teresa de Ávila". No es un misterio que, durante años, Bertoni se haya dedicado a leer vidas de santos y que el resto de su tiempo lo haya gastado seriamente oyendo música. Jazz, para ser exactos. Bertoni, sentado frente a un ruma de revistas especializadas, cuenta que pese a que tocó en una banda durante los primeros años de los 70 y que hasta pasó por el conservatorio, nunca ha podido hacer de la música su vida. Bertoni, a los 62 años, confiesa que le hubiera gustado ser jazzista. "Aunque para mí escribir es como improvisar -dice-, si lo juntái y marcha bien, perfecto; si no, no".

De cualquier forma, pareciera que el fantasma de Simone Weil no lo deja suelto. Que lo persigue. Es como si quisiera hacer una mudanza definitiva y encerrarse en los discos de jazz, pero la sencillez de los místicos lo persigue. Bertoni dice que no sabe cómo lo hacen, pero que no puede escapar de ellos. Aunque tampoco de la fotografía. "Yo me levanto y si me pasa algo en el baño, tomo la cámara y saco una foto. Si cada vez que salgo llevo los pantalones puestos, pasa lo mismo con la cámara. Yo no salgo a hacer fotos". Acá Bertoni también improvisa. Cuenta que en la calle sólo estira la mano, o la pone a la altura de su cintura, y hace clic. Así, sin saber revelar un rollo y usando su cámara siempre en automático, hace ya 15 años ganó una, beca Guggenheim.

Para seguirle la pista al autor de Una carta, en cualquier caso, hace falta leerlo. Sus poemas funcionan también como un diario de vida a prueba de balas, como un infalible cuaderno de apuntes en donde intenta encerrar y consignar su vida. Por eso, cuenta, siempre suele ponerle fechas a lo que escribe. "A veces los editores me piden que las saque y yo no pongo mucho problema", cuenta, pero en este caso están. Al pie de casi cada poema dice el año y ocasionalmente la ciudad. "Me gustan las fechas -dice- porque aterrizan a los poemas, me gusta saber que Ginsberg escribió uno en los años 60 y poder pensar en qué estaba yo. Me agrada saber si el huevón lo escribió en Tánger o en París". Hoy, ya se sabe, Bertoni vive en Concón.

 

 

 

 

 

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