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Bertoni time machine

Por Álvaro Bisama
Revista Qué Pasa, 7 de abril de 2011

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Por el palacio de la memoria de Claudio Bertoni se pasea Igor. Igor sólo lleva calzoncillos en la cocina de la casa que comparten en Londres. Igor es actor. Igor es ruso-norteamericano, violinista y boxeador. Igor saca pecho y hunde el estómago mientras anda así, en ropa interior. Esa ropa es roja. La imagen es ridícula o preciosa porque Igor es famoso por sólo una escena. Esa escena puede ser un mito, otro de los cuentos chinos de la bohemia inglesa o sudaca de los 70 con la que se cruzó Bertoni y que ahora habita ahí, en su cabeza. Pero es verdad. Lo ha comprobado. Bertoni ha visto la película mil veces por el cable. Ahí está Igor: el ruso loco en calzoncillos rojos es quien aprieta el botón de la bomba atómica en Doctor Strangelove, de Kubrick; Igor, desde el fondo de la pantalla, es quien destruye al mundo.

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Bertoni tiene 65 años y vive en Concón y es fanático de la música negra y es uno de los poetas más leídos de Chile. Alguna vez fue hippie y fundó algo llamado la Tribu No. Alguna vez tocó conga. Esa conga la fabricó un amigo de Talagante llamado "Pan con Queso" y estaba hecha de cuero de mula y tuvo que venderla como si fuera brasileña a un francés, por necesidad. Alguna vez tuvo que desmentir que estuvo en Piedra Roja. En 1976, cuando murió su madre, volvió a Chile, después de casi una década dando vueltas de modo intermitente por Estados Unidos y Europa. Casi no salió más de la casa de verano de la familia: se recluyó en la provincia. A veces, va a Santiago a ver a su familia. No tiene hijos. A veces, realiza exposiciones fotográficas, edita libros de poesía, concede entrevistas, vuelve sobre el terreno inquietante de su propio paisaje. Ahí, es un testigo insomne de su entorno, anotando compulsivamente lo que le pasa, tomando fotos, recogiendo escombros y cachureos en la playa. Se consagró a esas anotaciones, a esa acumulación de objetos, a esos cuadernos: supo habitar los rincones de la memoria como si fueran las habitaciones de su única casa posible.

Para muchos, sus libros son esenciales, al punto que la gente se acerca en la calle y le habla. Los lectores de Bertoni son justamente esos lectores que la poesía ha dejado de lado: ciudadanos anónimos, hombres y mujeres que dan vueltas entre las fuentes de soda del centro y las micros ("liebres", les dice), escolares que copian sus poemas en cuadernos, fanáticos que averiguan su dirección y aparecen a veces en la puerta de su casa para conocerlo.

Hasta hace unos años, entender su lugar era casi sencillo, Bertoni era un poeta o artista visual que usaba de modo intermitente los temblores de su biografía. Así, había días en que, con libros como Jóvenes buenas mozas ese límite se borraba un poco. Mal que mal, era imposible no sospechar un lazo entre las imágenes afiebradas de su voyeurismo fotográfico y los pequeños poemas pornográficos donde se detallaba el pulso de un deseo que no daba tregua. Se hacía insoslayable leer en esas anotaciones de muerte, que eran el centro de Harakiri, las señales de la crisis mental que casi le voló la cabeza a fines del 99. Gracias a eso, se construía una especie de personaje: Bertoni como un asceta lascivo, un místico apartado del mundo, experto en encontrar epifanías en el lenguaje cotidiano y los objetos que éste describía.

Eso funcionaba bien hasta hace un par de años. La publicación de Rápido antes de llorar por Ediciones UDP lo cambió todo. Ahí, en sus diarios de fines de los 70, narraba la muerte de su madre, la vuelta a Chile desde París, el entorno gris y amenazante de la primera parte de la dictadura, que se colaba entre el recuento de sus lecturas, sus aventuras eróticas y la narración detallada del luto silente de una familia de Ñuñoa. Pero no era todo. Lo importante era que el libro obligaba a releer todo su trabajo anterior, el que era -desde ahí- susceptible de ser entendido como meros destellos de una obra monumental a la cual Bertoni se había consagrado desde casi siempre: los 500 cuadernos y 700 casetes donde se había dedicado a la anotación exhaustiva de sí mismo y de su entorno, en una novela interminable y total que sugería a su propia vida como la única aventura posible.

-Yo soy un músico que escribe. Soy un blues singer, un cantante de blues -dice.

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-Mis amores son las mujeres y la música. Cuando le hago la foto de una cara a una mina, para mí vale el día o el mes. Si lo pienso, mi vida ha sido estar detrás de las mujeres. Ha sido lo más importante. Me fui a Londres por la Cecilia. Me fui a París porque estaba la Brigitte. Me vine a Chile porque me encontré con la Mónica, que me tuvo loco diez años. Todo lo que hice, si quieres llamarlo así, fue por amor. Ahora, lo que me mantiene es la literatura, escribir.

Bertoni dice eso en Concón. A quién matamos ahora, su último y flamante libro, es la edición de sus diarios del año 1972 y 1973, que en dos semanas más publicará Ediciones UDP. Bertoni los pasó en limpio y viajó en el tiempo. Se dio cuenta de que su letra había cambiado: está cada vez más grande y espaciosa; el patio de la casa se volvió Europa; recordó cosas de golpe mientras transcribía; salvó momentos. Por lo mismo, el libro es una máquina del tiempo demoledora, tanto para él como para los lectores: una descripción detallada de los últimos años de la UP. Su trama -la vida del autor- es sencilla. Bertoni abandona Ñuñoa -y a una novia adolescente que es su vecina- para seguir a su pareja, la artista Cecilia Vicuña, que se ha ido becada a Londres. Pero el viaje, en vez de ser idílico, se vuelve feroz. Los diarios no sólo relatan el lento declive de la relación de pareja, sino la novela del hambre en que viven, robando libros y comida, sobreviviendo con lo mínimo, pendientes de un mundo que está a punto de explotar. Así, se detalla el fin de la guerra de Vietnam, el asesinato de un edecán de Allende, el esnobismo y la inclemencia del under londinense. Por el libro desfilan, además, un hámster llamado Herbie; un ratón que roe la pieza de Bertoni en Annancy y la sombras ominosas  de Octavio Paz y Nicanor Parra, su poeta favorito, alguien que metió "tan hondo -y en tan mala hora- la pata", dice, al recordar el té que Parra se tomó junto a Pat Nixon, en 1970.

-Escribo por necesidad. Me deshago, me alivio de las cosas. Los cuadernos son guías. Por lo mismo, Matías Rivas me hizo un gran favor en hacerme ir a Europa de nuevo al querer hacer este libro. La memoria es una gran cosa: el acto de rescatar -dice.

El volumen termina con el golpe de Estado de 1973 y, en uno de sus momentos más brutales, Bertoni describe un ritual mágico con el cual Vicuña le hace vudú a Aylwin y Frei, a Pablo Rodríguez y Sergio Onofre Jarpa. No es un gesto al azar. "¿A quién matamos ahora?/ Silencio/ ¿A Eduardo Frei?", se preguntan iluminados por la luz de las velas, en el taller donde viven de modo ilegal. Es la prefiguración de la tragedia que se viene, un manotazo al aire tratando de exorcizar todo antes de que se vaya al diablo. -Llegué a la casa y creí que la Cecilia estaba haciendo un sahumerio, porque nosotros nos comíamos una hamburguesa a la semana y cada vez que lo hacíamos poníamos incienso, porque eran caras y había que celebrarlo. Yo creí que era eso y no, era un rito para matar a estos sujetos de la dictadura. Estábamos al borde: mi familia era gente de izquierda. Mi madre era militante comunista, andaba con Corvalán de arriba a abajo. En mi calle, a tres casas de la mía, vivía Sergio Onofre Jarpa y venía la brigada Rolando Matus y yo temblaba como una hoja, con diarrea porque alguien les fuera a decir a estos cuicos que más allá vivía una familia de comunistas y ellos llegaran y arrasaran con todos nosotros.

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"Lo mejor del mundo underground europeo es la idea que teníamos de él en Latinoamérica", anota Bertoni. Así, el recuerdo de los diarios sobre Europa es casi siempre preciso e inclemente. Y doloroso. El libro describe la precariedad de las relaciones entre arte y compromiso político, entre realidad y deseo, entre obra y vida.

-De ahí, lo único que me quedó fue el hambre. Nosotros no comprábamos pan normal, comprábamos pan de anteayer. Comprábamos fruta dañada. Comíamos eso y no era una semana, fue todo el tiempo que estuvimos ahí. Por lo mismo, sientes que nunca puedes entrar en ese lugar. Inglaterra era algo infranqueable -dice Bertoni.

Por lo mismo, se aferra a su diario porque la escritura es lo único real mientras carece de pudor en su desarraigo y pobreza, en su perplejidad y paranoia, en su miedo y odio: "De noche vivimos rodeados de talleres vacíos de artistas ingleses, holandeses, peruanos, argentinos, checoslovacos. Y rodeados de las escaleras que los unen (...) Sólo un pintor sabe, y no debería saber, que vivimos aquí, silenciosa, ilegalmente. Si lo supiera un estrangulador (vivimos a pasos de Whitechapel Road) sería nuestra ruina (...) Con una sudamericanita y un chileno flaco. Nos darían por todos lados. Nos darían de hachazos. Nos descuartizarían. Y lanzarían nuestras presas por la ventana. Y se revolcarían hasta el amanecer y saldrían desnudos embetunados de sangre y nadie se enteraría de nada".

En este cuadro, sólo se salva el blues. "La música es un delicioso interminable tallarín", anota Bertoni en A quién matamos ahora. En las páginas del diario, suena Aretha Franklin. La voz de Aretha es la luz que impregna el recuerdo: ilumina los rincones del taller de Whitechapel donde duermen clandestinamente con Vicuña o de la casa donde se cruza con Igor, con la mujer de Marlon Brando, con otros artistas perdidos, mientras avanza el 72 y se desploma el 73; mientras roba botellas de leche o aparece después de la medianoche a comer lo que les sobra en un restorán chino, mientras lee y esquiva el hambre, mientras teclea la máquina y piensa en novelas, en un poemario; mientras afina la propia voz y siente el aire frío de una extranjería irremediable.

Mientras, no desea estar ahí y anota: "Terminaré con una enfermedad mental. Estoy aquí, pero vivo en Chile".

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"Preferiría mil veces vivir en La Calera que en Londres", dice Bertoni mientras se pasea por el patio de su casa en Concón, a la hora en que cae el crepúsculo y una brisa helada cruza las calles de arena. Nunca ha vuelto a Europa e Igor es un fantasma que aparece en sus libros y, de cuando en cuando, en la televisión por cable. Su rutina es sencilla, sin estridencia: escribe y transcribe. Pasa a su voz de ahora lo que estuvo anotado en la letra de otro tiempo. Ya no toca música; hace unos años atrás entraron a robar y se llevaron el equipo y los parlantes, se llevaron los discos, se llevaron la conga con la que acompañaba a James Brown cuando lo escuchaba. Por ahora, Bertoni escribe. Rescata recuerdos, acumula, salva las cosas. Los cuadernos están ahí: su vida completa.

-Es literatura desde un boleto de micro hasta La divina comedia, así como cualquier lugar donde haya una letra. Mis últimos cuadernos están casi listos, están impregnados de su tiempo. No sabes el gusto haber salvado esos recuerdos de los archivos. Todo está corregido en la cabeza. Nunca he estado en mejores relaciones con el lenguaje que ahora.


 

 

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