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NO ES EL CONDE DE LAUTREMONT, ES CAMILO BRODSKY

Por Guillermo Valenzuela

En el poema Anotaciones al margen: días de lluvia, Camilo Brodsky cierra con la siguiente línea: “Las ciudades se vuelven universales bajo la lluvia y el relámpago”. Esta aseveración, tan normal en apariencia pero extraordinaria por el efecto de cohesión visual que nos ofrece de las ciudades en general, se produce porque nos permite verlas con total perfección cinematográfica, y porque el dato que aporta a la imaginación, es un dato propio del mundo del horror, de la fijación que produce el horror. Detrás de la propia utilería de la naturaleza, encontramos la escena del crimen perfectamente diseñada. Podríamos decir, que no hay mejor crimen que aquel que se perpetra bajo la lluvia y el relámpago. Es lo que sofoca la vida a modo de aullido criminal detrás de cada esquina, de lo que dejamos atrás huyendo rápidamente pero que se vuelve pesadilla y nos inculpa como lectores en esta capilla blanca, Whitechapel, metáfora de la adicción sublimada por la sangre. Pero de lo que se trata realmente Whitechapel, una vez establecido su clima de sangre impecablemente derramada, es en términos más abiertos, de las tormentas de la historia, de las tormentas sociales y de las tormentosas relaciones que sus personajes tienen con la vida cotidiana en estos pagos. No voy a detenerme en cada uno de ellos, porque el catálogo de sus personajes nos deja con una superlativa sensación de vastedad, es haber pasado en décimas de tiempo versificado por la Biblia, el Talmud, alguna crónica de la revolución bolchevique, un recorte de prensa relativo a Gein, el manifiesto de Marx, las Maras, un solo de Coltrane, Gesualdo, entre otros teloneros temáticos que animan esta velada criminal que tiene como trasfondo, la propia noche del país, que busca y necesita erradicar con metáforas su propio horror. En este sentido, la metáfora es en Whitechapel una oscura forma de hacer justicia sobre las claudicaciones propias y tal vez sobre la fría cobardía del otro, en un tiempo de transición que se ha guardado la verdad, porque al igual que el horror, siempre es más cómodo no mostrarla o disfrazarla con el espectáculo. Creo que en este caso Whitechapel también es un libro sobre la autocensura, puesto que apela a abrir políticamente las limitaciones creativas de un género, en este caso la poesía, que hábilmente le sustrae con mucha gracia policíaca, el botín más preciado de la novela negra: sus cadáveres y victimarios. Otra cosa que llama la atención en los personajes de Whitechapel, es que fácilmente podrán ser percibidos por el lector como una hermandad abierta, diversa, violenta, pero lúcidamente hacinada por la mano diestra de Camilo Brodsky, que como experto sanguíneo en las barracas de Auschwitz, en cada texto va creando este extraño ghetto multicultural que destruye finalmente sus afinidades como en una guerra de carteles. Creo que uno de los aspectos fascinantes de este libro estriba precisamente en esta explosiva  mezcla de tipos humanos, manejados como un haikú cortopunzante, como un navajazo que corta la respiración de quien lee. No se puede dejar de lado de ningún modo, para terminar, la inteligencia del libro, sus concisas y variadas erudiciones, el humor agazapado que a veces nos da la impresión de estar frente a un beatnik enloquecido, que cambió el budismo zen por los asesinatos en serie.

Pero en el fondo, creo que no es otra cosa que el viejo sueño de Lautremont, la famosa máquina de coser sobre la mesa de disección, que la verdad sea dicha no es una imagen canónica del surrealismo; la máquina de Lautremont es, por si no se han dado cuenta, como el libro de Camilo Brodsky, Whitechapel, una impredecible y perfecta máquina de tortura. 


The Grape, postrimerías del 2009.

 

 

 

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