BERTONI, EL LENGUAJE Y LA DEMOCRACIA
Por Cristián Gómez O.
Case Western Reserve University
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Quien mejor ha definido la poética de Claudio Bertoni, según mi humilde opinión, debe ser Enrique Lihn en una brevísima nota que publicara en el fallecido diario La Época, en Junio de 1987. En esa ocasión, Lihn escribía a propósito de El cansador intrabajable II, ese libro de título tan feliz que alcanzaba en ese entonces su segunda edición. Recordemos al pasar que en ese minuto, Bertoni era aún un poeta con una obra escasa, miembro de la setentera Tribu NO (junto a Cecilia Vicuña y otros próceres del hippismo chilensis) y –de acuerdo a la versión de Lihn– un poeta todavía joven a pesar de la cuarentena etárea que el poeta ya había comenzado al momento de publicar el libro arriba mencionado.
Lihn definía en aquella breve nota algunos de los ejes elementales de lectura de Bertoni, a saber: la fobia ante cualquier pedantería, el alejamiento de toda solemnidad, un erotismo desbordante (expiado sólo en parte, agregaremos nosotros, por sus repetidamente fallidos intentos de engarzar con la meditación Zen, tema en el que profundizaremos más adelante), erotismo del cual leemos un registro poético cercano a la visualidad (no por nada el otro oficio de Bertoni es el de un avezado fotógrafo) haciendo uso para todo ello de “los ingredientes fecales del lenguaje”.
Si tuviéramos que detallar con más precisión esas unidades constitutivas del lenguaje de Bertoni, como le gustaba llamarlas a alguna de mis profesoras en los tiempos dorados de la Universidad de Chile, una época en que el estructuralismo todavía no estaba completamente pasado de moda, al menos para nuestras académicas, habría que sacar a colación la recreación principalísima del mundo familiar (padre, madre, hermanas, sobrinos, etc.) y el entorno de un mundo habitado por la clase media santiaguina (ñuñoína, si hemos de ser específicos), más allá o más acá del paso del autor por una Londres transmutada en telón de fondo de una buena parte de los poemas de El cansador intrabajable (2008, versión definitiva) y evocada en algunos fragmentos de su diario, Rápido, antes de llorar (2007). Pero el mundo de Bertoni no se acaba allí: la fugacidad de la experiencia amorosa, y en general de toda experiencia, pronto da pábulo para una preocupación religiosa que irá paulatinamente en aumento y que ocupará principalmente las páginas de Ni yo (1996) y Harakiri (2004).
Matías Ayala, en una reseña a propósito de este último libro, distingue entre dos grandes esferas en la obra de Bertoni. Una marcada por un tono vitalista y con la mano cargada al universo del erotismo y el deseo. La otra, la recorren preocupaciones filosóficas y religiosas como por ejemplo la existencia de Dios, la muerte, el sentido de la vida. Reconociendo él mismo la arbitrariedad de sus categorías, Ayala ubica a Harakiri dentro de esta segunda categoría. Pero tal como dice el reseñista, las categorías expuestas son permeables, porosas, y permiten la lectura heteróclita de los textos de Bertoni, muchas veces a caballo entre la pasión erótica y la sublimación de esta en la reflexión sobre el tiempo y/o lo divino. He allí, precisamente, una de las claves (si vamos a creerle por cuestiones operativas a la perspectiva autorial) del éxito editorial de Bertoni, un hecho que lo ha convertido en una figura reconocible de la poesía chilena, más allá del estrecho ámbito de circulación de esta última. Según confiesa el mismo poeta en diferentes entrevistas, no es extraño para él ser reconocido en la calle o recibir cartas de sus lectores. La explicación radicaría en la cercanía de su mirada con la del ciudadano de a pie, una especie de sentido común colectivo –logrado a través de un lenguaje “llano”, lo cual también habría que analizar– que permitiría la identificación casi inmediata del lector con ese yo unívoco que, para que el guión funcione, debemos equiparar con el mismo Claudio Bertoni de carne y hueso; mutatis mutandis, debiéramos olvidarnos de que estamos leyendo un libro de poesía, un artefacto literario (aunque la poesía no sea simplemente un artefacto literario: lo sé) con una retórica que es identificable y hasta cierto punto mensurable de un libro a otro de los firmados por su autor.
Teniendo en cuenta lo anterior, nuestra tarea sería la de leer Harakiri, por ejemplo, como un destilado de las preocupaciones de índole filosófica del individuo Claudio Bertoni Lemus, nacido en Chile en 1946. O No faltaba más o Jóvenes buenas mozas como una recopilación de “instantes”, como una suma de transparencias en torno a la vida erótica del autor y su mirada que roza en ocasiones un estado contemplativo que el goliardo quisiera inspirado en el zen, pero termina por lo común siendo el registro de la afasia y el rostro demudado del hablante ante la belleza terrena. Estos fracasos (permítanme llamarlos así) son en su reiterado intento de alcanzar la iluminación, por muy profana que ésta sea, el punto muchas veces cúlmine de una poética que en sus momentos más felices logra fundir en un solo haz de la mirada las categorías anteriormente descritas por Matías Ayala. Lo religioso en lo erótico, lo sagrado de (o en) los cuerpos de las chilenas, el matiz existencial de una cerveza bebida en el boliche de la esquina.
Si hemos intentado describir algunos de los puntos básicos de su poesía, no menos importante es adentrarnos en el lenguaje utilizado por Bertoni y que según algunos lo emparentaría con el coloquialismo utilizado por Parra. Aun cuando el desparpajo que lo lleva a apegarse de manera casi obsesiva al habla cotidiana (en un in crescendo que se ha acentuado a lo largo de su trayectoria literaria), le ha permitido a Bertoni dar cuenta acabada del cada día que pretende abarcar con su poesía, es el mismo poeta quien señala que “no todo lo coloquial es parriano” (entrevista con Leo Robles, en El ciudadano), alusión a esas diferencias de base que separan al antipoeta de su vástago irreverente. En otra entrevista, ante las alusiones hechas por otro periodista en torno a los mismos tópicos, Bertoni reflexiona brevemente al respecto, señalando que “Una vez a Parra le preguntaron por su literatura y él dijo que no escribía literatura, que escribía su vida. Yo creo que yo estoy más cerca de eso que Parra. He escrito mi vida no más. Como un diario de vida” (con Roberto Careaga). Efectivamente, las diferencias entre uno y otro son tanto del lenguaje como medio de expresión, como del mundo subsecuentemente representado. Una frase acuñada con lucidez para referirse a la poética parriana fue la que usara Iván Carrasco cuando la tildó como una poética de la impotencia expresiva, esto es, a grandes rasgos, un discurso siempre ancilar o dependiente de otros.
La poesía de pequeño dios, la poesía de vaca sagrada, la poesía de toro furioso, todas estas son condenadas en la poética nueva que intenta desbancarlas. La poesía del crepúsculo será reemplazada por una poesía del amanecer. La futuridad implícita en el “Manifiesto” de Parra es socavada –o morigerada– por su enraizamiento en aquellos discursos de los que bebe y critica. Parte de la performance del hablante de Bertoni consiste precisamente en una renuencia a manifestar su dependencia o su relación con otros discursos literarios y/o filosóficos, en su pretensión de escribir simplemente sobre su vida. O, en cualquier caso, a tratar aquéllos como cualquier otro de los componentes de su visión de mundo, como una anécdota más en el largo anecdotario que pretende ser su poesía. En ese sentido, la persona poética que se construye Bertoni para que sea su “vocero” al interior de su propio discurso lírico, depende mucho más del gesto autobiográfico que el sujeto parriano, inmerso en cambio en una hecatombe de los paradigmas que es su principal tarea deconstructiva.
Bertoni no. Bertoni recoge simplemente esa habla de la tribu para mantenerse fiel a ella, para agregarle o devolverle a una poesía como la chilena quizás (y sólo quizás) demasiado ceremonial, demasiado sacerdotal como la llamara en un minuto Roberto Bolaño, la fuerza del garabato y del insulto, de la rotería que vuelve a ocupar con orgullo su lugar en el poema, un aire popular que no es populachero ni demagógico y lo emparenta con otros como José Ángel Cuevas y Rodrigo Lira y lo aleja de otras figuras como Zurita o Martínez.
Puestas así las cosas, no podemos substraernos a la tentación de una mirada generalizadora sobre el conjunto de la obra de Bertoni ni del intento por desbrozar entre la vastedad de su producción. Una primera impresión, casi inmediata, tiene que ver con la frecuencia: de la primera edición de El cansador intrabajable (1973), hasta la segunda versión de ese mismo libro (1986), median trece años de silencio que no sé si podemos identificar o no (quiero decir: atribuirlos directamente) con la dictadura pinochetista, pero de seguro que la coincidencia es decidora.
Una vez producido el retorno a la democracia, al menos a esa democracia formal con que se ha regido Chile desde 1990, se produce una eclosión de publicaciones que se suceden unas a otras. Empezando por Sentado en la cuneta (de ese año, pero escrito en las postrimerías del gobierno militar) e incluyendo ese libro de fotografías tomadas por él y acompañadas de algunos de sus poemas –Chilenas, del 2009–, don Claudio Bertoni Lemus cuenta a su haber con diez libros, casi uno cada dos años. No hay en estas cifras ningún intento subrepticio de valorar esta obra producto de su mayor o menor frecuencia editorial. Sólo quiero constatar un hecho que es a estas alturas indesmentible. Con la llegada de la democracia, la presencia editorial de la poesía de Bertoni cundió al amparo de la amplia recepción crítica que tuvo la misma.
No deja de ser sintomático, me parece, que la poesía como discurso público en los años de la Concertación en el gobierno, haya girado en torno a figuras más que en torno a discursos, alrededor de personajes más que preocupándose de la escritura de los mismos. Si Efraín Barquero obtuvo el premio Nacional en el 2008, aquello no quiere decir que tal distinción tuviera ni la más mínima incidencia en el conocimiento público de su obra; con anterioridad, los premios de Gonzalo Rojas el ’92 y Arteche el ’96 eran cuestiones de mínima justicia que venían a poner no sé si en orden, pero sí a darle a estos premios un valor de consenso que pocos (hasta donde entiendo) han discutido. Pero Arteche siguió siendo pan de pocos y lo seguirá siendo con mayor razón ahora que está muerto. Tal vez si Gonzalo Rojas y Nicanor Parra sean los únicos autores que hayan escapado, gracias a su impacto en círculos extranjeros, a esta correlación nociva entre obra y autor, entre personaje y escritura y la dependencia flagrante de uno y otro; no es el caso, sin embargo, de un autor ineludible en la poesía chilena como es Armando Uribe Arce (premio nacional de literatura en el 2004). Tampoco Raúl Zurita ni Claudio Bertoni, en las antípodas el uno del otro, son ajenos a esta dinámica.
Durante algunos años de los noventa, tal vez al principio de la siguiente década, no fue raro ver a Armando Uribe, fumando su interminable cigarrillo precedido de su filtro característico, hablando y opinando en la televisión abierta y en programas del cable, sobre lo humano y lo divino, haciéndole honor a alguno de sus títulos, pero principalmente a ese que reza Odio lo que odio, rabio como rabio. Zurita, por su parte, hizo su estreno en gloria y majestad al hacer su discurso en la campaña presidencial de Ricardo Lagos, lanzar ese libro lamentable y creo que inexplicable para un autor de su altura como es Poemas militantes y recibir, al poco tiempo, el premio nacional de Literatura el año dos mil. Las críticas a la figura y la escritura de Zurita (atizadas por un tono grandilocuente en, por ejemplo, el prólogo que escribiera para la antología de poesía joven Cantares), todos estos hechos indisociables de la figura performática del autor, sus acciones de arte y la inscripción del dolor en su cuerpo a través de los episodios del ácido en los ojos y la quemadura de la mejilla y, muy a posteriori, en mil novecientos noventa y tres (pero asociado a la canonización ya señalada anteriormente), la escritura en grandes dimensiones en el desierto de la frase “NI PENA NI MIEDO”, visible sólo desde la altura. Zurita ocupó, cuando despuntaba el nuevo milenio, el rostro de la oficialidad en consonancia casi absoluta con el proyecto concertacionista, filiación que terminaría luego abandonando.
Bertoni, en cambio, venía a llenar el lugar del excéntrico (que si bien podría compartirlo con Zurita, la religiosidad y el tono ceremonial de este último lo ubicaban en otra esfera), quizás como un rezago de los años ochenta y los temprano noventa, donde compartía y compartiría tal papel con dos personajes de nuestra literatura chilensis, Enrique Lafourcade y Erick Polhammer. Aquí nos metemos de lleno en el terreno de la sociología literaria, teniendo la obligación de mencionar, dadas las características de los dos escritores recién mencionados, programas televisivos como ese clásico de la televisión chilena que era ¿Cuánto vale el show?, que contara con ambos escritores como jurados, aunque en distintos períodos [1]. A grandes rasgos, uno y otro se ubicaban en polaridades antagónicas en que el discurso racional era representado por Lafourcade, y el irracional, bordeando en lo meramente payasesco, en manos de Polhammer.
Ambos, sin embargo, confluían en lo siguiente: el alejamiento de la norma, en la extrañeza de su postura, si bien por la aristocracia del pensamiento y la palabra, en el caso de Lafourcade (cruzada que tomara en sus manos tanto en su participación como jurado televisivo, como en sus crónicas dominicales en El Mercurio), si bien por la mera excentricidad que Polhammer siguiera como libreto.
Bertoni entraría por este lado de las excentricidades, pero en un tono más concordante (al menos en apariencia) con el lenguaje de la tribu, lo cual es, desde el punto de vista autorial, una de sus mayores virtudes. Bolaño y/o sus palabras [2] son citados una y otra vez al referirse a (la poesía de) Bertoni, a su “retiro” en la localidad de Concón y recolección de zapatos abandonados por la marea (y no de cochayuyos) como ejemplos de su carácter, dicho con la peor de las brochas gordas, “alternativo”. Su proclamada y autoproclamada cercanía con el Zen no es óbice para la mirada del fisgón-voyeurista en busca de su satisfacción erótica. Creo, por el contrario, que son dos caras de uno y el mismo proceso. Como señala Claudia López con extrema lucidez al referirse a Chilenas
Entonces la imagen fotográfica no espejea, sino que atrapa a las chilenas en el interior de un poema que explica la oscura tentación que provoca un cuerpo sin conciencia de sí, y que más que amplificar el sentido erótico de la imagen fotográfica o del cuerpo capturado, lo anula determinando un sentido arquetípico de la mujer y la poesía, en la consumación de la tragedia y su conversión en alegoría, acercando a Bertoni a las formas (a)políticas de la Concertación o la Alianza, formas populistas de expresión que encubren el carácter autoritario de la hegemonía. Entonces si la política trata de lo que vemos y lo que podemos decir al respecto, esta forma ensimismada de hacer poesía, tan posmo, tan derechamente apolítica, se traduce en aquellas pajitas que en la adolescencia mantienen al sujeto encerrado, apartado del otro, con un cuerpo (social) inmovilizado y los síntomas de una práctica (erótica) social individualista. (2009)
Si seguimos este razonamiento y cambiamos algunos términos de la ecuación expuesta por Claudia López, básicamente “imagen fotográfica” por “poema”, veremos que la deuda de Bertoni en cuanto a las cuestiones de género sigue impaga. Su performance de macho en celo escudada por el uso del tan mentado lenguaje de la tribu, “los ingredientes fecales del lenguaje” como decíamos que decía Lihn, le ha venido como anillo al dedo al proceso de desmovilización política del lenguaje literario. Esto no quiere ser una acusación en contra de Bertoni; es simplemente la constatación de un hecho, la comprobación de dos procesos que se complementan (casi) involuntariamente. Tal vez se trate de un exceso de confianza en las posibilidades de acercar el lenguaje poético al lenguaje del habla cotidiano. Tal vez sea un escepticismo paradójicamente lindante con la ingenuidad en su afán de alejarse del primero. Como sea, la configuración del personaje de Bertoni en las dos últimas décadas y su establecimiento en la escena pública, rubrica una lectura que podemos hacer de Chile en lo que va corrido desde mil novecientos noventa hasta nuestros días.
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NOTAS
[1]En mil novecientos noventa y cuatro, Lafourcade y Polhammer coincidieron en el jurado.“¿Cuánto vale el show?” tuvo varios períodos de emisión, en un marco que va desde mil novecientos ochenta hasta el año 2007, saliendo y entrando de la parrilla programática del antiguo canal once, hoy Chilevisión.
[2] “Una especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas y cochayuyos”, de su cuento “Encuentro con Enrique Lihn”, de Putas asesinas.