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Claudio Bertoni, poeta chileno:
"En mi poesía no hay distancia, está recargada de sentimientos, de fragilidad"

Por Aldo Perán
La Tercera, Sábado 6 de febrero de 2016


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Claudio Bertoni recuerda últimamente sus días en el Instituto Pedagógico, cuando entró a Filosofía. Entre sus profesores de primer año recuerda a Antonio Skarmeta, a Scarpa, pero sobre todo al ayudante de este último, Ronald Kay, a quien considera una mente prodigiosa. Resulta inevitable que rememore a Rodrigo Lira, a quien vio un par de veces, siempre fuera del Pedagógico y quien es uno de sus compañeros de generación. La primera vez fue en el primer encuentro de arte joven en el Instituto Cultural de Las Condes. Leyeron esa tarde Bertoni, Diego Maquieira, Raúl Zurita, Carlos Cociña y Kay. Lira estaba entre el público, repartiendo hojas con sus poemas. En una segunda oportunidad, su pareja de entonces invitó a Lira a su casa una tarde, luego de que éste insistiera una y otra vez sobre su interés por conocer al autor de El cansador intrabajable. Andaba con un suéter salmón comprado en la ropa usada y fumaba cigarrillos Advance, que tenían un distintivo del mismo color. “Entonces Lira comenzó a hacer una reflexión en torno al cigarillo, al color salmón, a la ropa usada, todo muy equilibrado e inteligente”. Una última vez se encontró con él en Grecia esquina Salvador. Lo vio angustiado. “Lira es el poeta de mi generación que más me gusta”, dice antes de ir por una segunda taza de té verde. El poeta recuerda sus días en el Instituto Pedagógico a propósito de la reforma educacional y de la gratuidad universitaria. “La gratuidad al final le va a subir los bonos a Bachelet. Hace tiempo que dejó de sonreír”.

Concón, lugar de residencia de Bertoni desde hace 40 años, cuando regresó desde Inglaterra, ya no es una pequeña localidad. Los autos, el asfalto y las infinitas señaléticas, los supermercados, los restaurantes de sushi y comida fusión, además de cafeterías y, sobre todo, edificios. Edificios de 20 pisos o más, marcan el pulso del desarrollo. Molesto por la nueva urbanidad que pone a prueba su hábito de trotar por las mañanas o simplemente caminar por la avenida principal tratando de evitar a los perros, el poeta se prepara para volver a Santiago antes de que termine la locura veraniega, como remarca una y otra vez. Sin embargo, tiene motivos para estar al mismo tiempo contento, tanto por la segunda edición de su  Antología  como por la reciente reedición de sus libros  Sentado en la cuneta y  Una carta, publicados en un solo volumen por Alquimia Editorial.

Libros prácticamente imposibles de encontrar, formaron parte de la antología  Dicho sea de paso, publicada por Ediciones UDP hace 10 años. Hoy tienen un tercer aire, semanas antes de que el poeta cumpla 70 años el próximo 11 de febrero.

Publicó Sentado en la cuneta en la mítica editorial Carlos Porter.
— Esa fue una idea de Roberto Merino, quien por ese entonces trabajaba en APSI. Merino vivía con Carlos Altamirano y me pidieron el texto. Una secretaria de APSI lo pasó a máquina y luego Fernando Balcells, Merino y Altamirano dieron con Sentado en la cuneta inicio a su editorial Carlos Porter, que a su vez era el nombre de la calle en la que vivían.

¿En qué momento comenzó a escribir esos poemas?
— No lo recuerdo. Puedo recordar el día que murió mi mamá, pero la verdadera memoria se apodera de uno y no hay nada que hacer. Creo que eran finales de los 80, y entonces se apareció en mi cabeza la calle de mi infancia y juventud, Cirujano Videla, y la canción Whatever Will be, Will be interpretada por Doris Day. Comencé a escribir poseído por la necesidad de recordar cada detalle, recordé muchas cosas y a personas con las que jugaba o compartía en esos años, pero no puedo recordar cuándo comencé a escribir el libro y cuando lo terminé.

¿Modifica mucho sus libros?
— Modifiqué  Sentado en la cuneta  para la antología de la UDP y también para una recopilación que publicó la U. de Talca. Sin embargo, en esta nueva edición opté por el texto original ¿Por qué? Un poema de Ginsberg dice que tu primer pensamiento es el mejor pensamiento. Corregí una y otra vez, desde la publicación del libro en 1990, y leí hace unos meses las tres versiones, pero definitivamente me gustó la primera. Vi que había perdido algo, obsesionado por depurar sus imperfecciones, pero me di cuenta que un buen poeta como Ginsberg tiene textos bellísimos y otros que son pésimos, y sin embargo todos esos poemas conviven bajo el aura de su genialidad.

¿Qué ha perdurado en usted desde que se publicó este libro?
— La madurez del poeta sucede cuando te das cuenta de que aquello que pasa por tu oído funciona. Digo esto porque soy un poeta que escribe de a oídas, vocalizando, que todavía graba frases. La literatura es para mí desde un boleto de micro hasta  La divina comedia. Escribí un poema que dice “Perro culiao/me hizo cambiar/de vereda”, y que expresa mi manera de relacionarme con la calle. Es algo que dije en algún momento, que me lo dije a mí mismo. Algo de eso hay en  Sentado en la cuneta. Es la conciencia del tiempo. Escribí ese título porque es lo que hacía por las tardes y noches. Sentarme en la vereda a hablar huevadas.

¿Cuál es la actualidad de Sentado en la cuneta?
— Es un poema que debería leer cualquier persona interesada por la vida en comunidad. La calle Cirujano Videla fue una experiencia social. La vida de barrio que ha desaparecido. Pasaba todo el día en la calle, pasaba metido en las casas de los vecinos. Mis hermanas tenían amigas que pasaban las tardes en mi casa y mis padres me mandaban a dejarlas, de la mano, sin permitir que les pasara algo. Hablo en este poema de un bus que se echó a perder y se transformó en una especie de living. Las viejas tejían adentro y nosotros, los cabros chicos, hacíamos flexiones de brazos. Esa era nuestra comunidad. Yo empecé a leer cuando me cambié de barrio y en la nueva calle no pasaba nada.

En Una carta aparece una voz melancólica, más que nostálgica.
— Soy una persona sumamente melancólica, y tiño toda mi obra con eso. En  Una carta  hay una fuerza melancólica enorme que corresponde a la pérdida de una persona. No hay, en ese sentido, un poeta más lejano a Elliot que yo. En mi poesía no hay distancia, está recargada de sentimientos, de fragilidad. Lo serio que hay en la poesía es la escritura de la verdad y me olvido finalmente de lo demás. Ya no valen, después de eso, un Ignacio Valente o cualquier crítico literario. Me alejé del centro y me instalé en la periferia, por lo que la crítica me resulta, a estas alturas, inmune, irrelevante. Vicente Huidobro leía poemas de sus contemporáneos para saber cómo se enfrentaron a las complejidades de su tiempo. Por eso me aburre la ficción. Jamás se me ha ocurrido empezar a escribir a partir de lo que comente un crítico. El poeta no debe acomodarse a la voluntad del trabajo. La poesía no es hija de la voluntad. En este sentido, mi relación con la literatura es de pura necesidad: escribo porque me alivio. Voy a la literatura, a la escritura, porque la necesito.



 



 

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