Proyecto Patrimonio - 2017 | index | Claudio Bertoni | Autores |
La lujuria zen de Claudio Bertoni
Por Leila Guerriero
Publicadas en El País, 9 de agosto de 2017
.. .. .. .. ..
— Entonces preferirías no escribir.
— Absolutamente. Si no escribiera estaría feliz, porque querría decir que estoy tranquilo. Mi relación con la literatura es de absoluta necesidad. Yo busco la página cuando me pasa algo.
La casa del poeta Claudio Bertoni, en Concón, una pequeña ciudad balnearia a 20 minutos de Viña del Mar, Chile, es legendaria por lo austera: un cuadrado con techo de chapa que era el galpón donde se guardaban los trastos de una vivienda que ocupaban sus padres. Tiene dos habitaciones, una cocina y un baño. En la sala hay un desorden bestial que se conecta de mueble en mueble como un sistema de vasos capilares por el que circularan tazas, pedazos de cartón, ropa, libros. Junto a una heladera pequeña hay un cubo de madera sobre el que apoya algo que llama “el skype”, un dispositivo de conexión a Internet al que sucumbió porque su pareja actual, que vive en Viña del Mar, viajó a Francia por dos meses y esa fue su manera de comunicarse.
— Chuta, preciosa, aquí vivo. Para mí es una lucha el aseo, la comida. La cuestión cotidiana es difícil. No es que a Claudio le cueste y sea un poco desordenado. Es peor.
Es delgado, el rostro juvenil cubierto de pecas. Habla muy rápido, en un tono dulce, utilizando inflexiones chilenas —huevada, querí, culiao, chuta— que parecen desprendimientos de lo que escribe, como aquel poema de Jóvenes buenas mozas (2002): “¿Existe / algo más rico / que caminar detrás / de un buen poto?”. Bertoni ha dado cientos de entrevistas y en casi todas ha vuelto sobre los mismos temas: su devoción sacra por el sexo y las mujeres, la forma en que todo lo hiere mucho, la forma en que la literatura es un drenaje de la angustia y el deseo.
—Pero me fui cabreando con las entrevistas. Leen dos libros y preguntan tres huevadas, porque en mi obra hay un espacio muy grande del eros. Pero el eros y el sexo y el amor ahora significan cualquier huevada, y para mí no hay nada más serio que eso.
En su texto ‘Soul & Zen’, publicado en Deslizamientos (Ediciones Universidad Diego Portales, 2016), el periodista y escritor chileno Álvaro Bisama dice: “Bertoni es tal vez el poeta chileno más lascivo de nuestro frágil presente. Pero es una lujuria en cierto modo zen: el deseo como un camino a la iluminación”. La frase podría condensar el estado de paradoja en el que Bertoni escribe —y vive—, enamorado a la vez de la carne y de un dios ciego al que quisiera arrancarle una verdad a golpes. “Debo irme de lo húmedo / no quiero lamer una concha más en la vida / no quiero tener ni siquiera lengua / no quiero chupar a nadie más nunca”, escribe el mismo hombre que escribió: “Dios exagera. / Nos muestra / el sol y la tierra / Después / nos mata”. Ahora, a las 10.30 de un día apacible y azul, desde su casa no se ve el océano Pacífico aunque está muy cerca, a pocas cuadras de la parada del bus que toma cada día para ir a Viña a ver a su mujer. Desde hace un tiempo su rutina es ir a esa ciudad a última hora, regresar a Concón temprano. Y, si todo sale bien, lograr su aspiración máxima: no hacer nada.
— Los momentos más maravillosos de mi vida los he pasado acá, sin hacer nada. Sin leer siquiera. Bueno, tú dime, porque si me pongo a hablar me voy para todos lados.
Pero nada impedirá que se vaya para todos lados: que hable del Papa y de Amy Winehouse, que describa una tarde de sexo de 1970 con la misma seriedad con la que habla de Simone Weil, Pavese, los místicos. Tiene 72 años. Aparenta más de una década menos, no toma aviones desde 1969, viajó mucho hasta volver a Chile en 1976 y quedarse en Concón, de donde no ha vuelto a salir. Tiene una obra formada por más de 20 libros, exposiciones fotográficas, 700 cuadernos y 800 casetes grabados que todavía no revisó.
—Yo volé harto hasta que en un momento tuve un vuelo que creí que la huevada se acababa y me iba a morir y dije: “Ni cagando, el cielo es pa los buitres”. El 14 de enero pasado sentí una presión en el pecho, fuerte. Y yo, con mi cabeza hipocondriaca, en un mes y medio me hice 16 electrocardiogramas. Esto es un padecimiento. Lo ha sido siempre y con la edad ha ido creciendo una conciencia exacerbada de nuestra fragilidad.
— ¿Cuando eras chico también tenías este miedo?
— No. El miedo apareció después y es casi lo único que hay ahora. Pero a los 16 años estaba repleto de deseo.
Antes de Concón era distinto. Vivía en Santiago con sus padres, Bruno y Berta, con sus dos hermanas, y era un chico callejero y feliz que chapoteaba tempranamente en la lascivia.
—Me pasaba en la calle con mis amigos y me encantaban las minas.
Era un niño acuciado por el deseo, lanzado a un porvenir que parecía seguro: sería abogado como su padre, tendría esposa, hijos. En todo caso, no parecía ser el germen del hombre que iba a escribir el poema final de un libro llamado Harakiri: “Alma / es la / suma de / los peos / de los gusanos / que lo devoran / a uno”. La familia se mudó a Ñuñoa, otra zona de la capital, y allí siguió la vida tal como había sido. Pero a sus 16 se fueron a Providencia, un barrio de clase media, y algo cambió.
— Yo no me quería ir de Ñuñoa. Así que me pasé encerrado. Un día pasó un vendedor de libros de la editorial Pomaire. Yo pedí las Analectas, de Confucio, novelas de Graham Greene. Ahí empecé a leer.
De sociable y callejero pasó a raro introvertido. Conoció a una chica de 14, Cecilia Vicuña, y empezaron a noviar. Leyeron a Hermann Hesse, a los surrealistas. Años después, con otras dos parejas, formarían el colectivo artístico llamado Tribu No, pero por entonces eran críos que se deslumbraban leyendo a Artaud y a Henry Miller. En el último año del colegio ganó una beca para vivir con una familia en Estados Unidos y terminar los estudios allá.
— En Denver. Cuando volví de allá, lo único que quería era seguir viajando. Volví multiplicado. Antes de irme creí que la vida era como una carretera asfaltada y que había que seguirla. Pero entendí que ganarse la vida es perderla, como decía Henry Miller. Me anoté en Filosofía, pero estudié un año y dejé.
— ¿Tus padres nunca te preguntaron por qué?
— Pasó la cosa más extraña que hay, que es como loable. Nunca me preguntaron.
— ¿Y cuándo empezaste a escribir?
Menciona un diario que llevaba en el colegio (en verdad, comenzó a tomar notas en Denver y nunca se detuvo), pero se desvía y cuenta que en 1967 decidió irse en barco con un amigo a Londres. Sea como fuere, antes de ese viaje ya había publicado poemas en la revista mexicana El Corno Emplumado. Esa vez no pudo entrar a Inglaterra —él y su amigo fueron rechazados en la frontera— y al regresar a Chile siguió en casa de sus padres con un plan simple: no trabajar, viajar como pudiera. Entonces Cecilia Vicuña se fue un tiempo a Estados Unidos y Bertoni tuvo una de las dos experiencias más violentas de su vida.
— La otra fue lo que me pasó en 1998.
La versión resumida podría decir que un día ella le escribió una carta de amor que incluía una frase escueta: “Me acosté con Sergio”, un poeta al que ambos conocían. Pero el relato —una versión llena de electricidad y dolor— le toma más de 20 minutos y algo en él contempla aquel momento como si aún estuviera sucediendo.
—“Me acosté con Sergio”. Yo era una persona equis antes de leer esa línea. Y fui otra persona después. Me fui a verla. Golpeé la puerta, apareció la Cecilia. La abracé. Y me salió un chorro de sangre de las narices. Es la cosa más violenta que me ha pasado en la vida, saber que mi mujer se acostó con otro. Yo me cago de la risa cuando dicen: “¿Tú no tienes dignidad?”. ¿Dignidad? La gente que habla de dignidad en el amor no tiene idea de lo que es querer a alguien. No sé cómo hay poetas que pueden decir que el amor es elegante. Por favor. El amor es un montón de pichí con un montón de huevadas.
El desamor —y más tarde la decadencia y la muerte— parecen haberlo impactado como una ola gigante y pútrida impactaría sobre una playa virgen: como una sorpresa llegada desde el infierno. En 1972 se fue a Londres con Cecilia Vicuña, gracias a una beca. Vivieron en el taller donde ella trabajaba. En las mañanas, él robaba botellas de leche de las casas vecinas y, una vez vacías, las usaban para orinar dentro y no tener que subir al baño en el tercer piso. En 1973, por Beau Geste Press, publicó su primer libro: El cansador intrabajable. Ya por entonces había empezado a tomar fotos y en 1974 realizó su primera muestra en el Royal College of Art. Y entonces Cecilia se fue con un gringo bisexual llamado John.
— Me fui a la casa del John. Pero no me abrían. Me senté y me puse a mirar las ventanas. Al final, me abrieron. Volvimos al taller y ahí me dijo que se iba a quedar con John. Estábamos en una mesa llena de frascos, y tiré todo. La única cosa violenta que hice en mi vida. La historia se acabó y me fui a Francia.
En Francia conoció a otra mujer, Brigitte. En 1976, con Chile en dictadura, volvió porque le dijeron que su madre no aguantaba sin verlo. Su intención era hacer una visita.
“La violaron y la afeitaron y la durmieron y la horadaron y le abrieron los brazos y le introdujeron tubos y le dieron sopa tibia y le dieron sopa mala y le partieron el cráneo y la inflaron y la dejaron boquiabierta con los labios quebrados y la desnudaron y la vendaron y la operaron y le pintaron de rojo el cuello y la embistieron y la olvidaron y nos la devolvieron”, escribe en Rápido, antes de llorar, que recoge sus cuadernos entre 1976 y 1978. Cuando llegó de Europa su madre estaba bien, pero poco después tuvo un aneurisma. La internaron y, en ese libro, Bertoni cuenta la hospitalización y la muerte, que lo cambió todo. Un día fue a una librería de saldos y compró La vida silenciosa, de Thomas Merton.
—Un libro acerca de la vida cenobítica, un libro técnico acerca de la vida de los curas. Y me encantó. Yo dije, chucha, esto puede ser.
Pensó en Concón, pensó en el cuarto de los trastos de la casa de Concón.
—Y me vine aquí. Yo tengo mi asceta al lado de mi libidinoso. Si no me impactara tanto la belleza de las mujeres, yo estaría supertranquilo en un monasterio. Lo que más me gusta en el mundo es no hacer ninguna maldita huevada. Para mí el non plus ultra es salir a la puerta, mirar y estar contento por que haya luz.
Pero lo que sucede más a menudo es que despierta y siente que el vacío le hunde el pecho como una araña enloquecida.
Si hasta llegar a Concón había publicado un libro, allí, de a poco, el ritmo se aceleró. Publicó Sentado en la cuneta (1990), Ni yo (1996), De vez en cuando (1998), y siguieron, en aluvión y entre otros, Jóvenes buenas mozas (2002), Harakiri (2005), Dicho sea de paso (2006), Rápido, antes de llorar. Cuadernos 1976-1978 (2007), ¿A quién matamos ahora? Cuadernos 1972-1973 (2011), Adiós (2013), Antología. 1973-2014 (Lumen, 2015), Sentado en la cuneta. Una carta (2016), Nadie muere (2017), y planea, para este año, tres más.
—Pero soy un vago, un flojo. Tengo 700 cuadernos que no he tocado. Tengo 800 casetes. Mi producción se multiplicó de una manera monstruosa.
Su producción incluye no sólo poesía sino fotos, sobre todo de mujeres, muchas de ellas desnudas. Mientras pasa las páginas de Desnudos (2015), que reúne imágenes tomadas entre 1973 y 2008, dice:
—Esa es la Brigitte. Esa es la Malva. Esa es la Mónica. Cuando yo vine a Chile debí haber vuelto con la Brigitte. Pero ya estaba con la Mónica. La relación con la Mónica duró 10 años. Todas mis relaciones fueron largas, con todas me llevo bien.
Sin embargo, en el final de todas esas relaciones él parece haber sido siempre la parte rota. Ha hecho del registro del síndrome de la pena de amor un género, drenando, de las fuertes inseminaciones de dolor, poesía. En Una carta, donde habla del fin de la relación con Mónica, escribe: “Es demasiado para mí. Verse desparramado de ese modo. Verse tragado de ese modo. Eso es indecente”. En Adiós, de 2011, relata la hecatombe que produjo el final de la relación con Malva.
—Cuando la conocí ella tenía 16 años o 17. Un día me subo a la micro y de pronto alguien se sienta al lado y era ella. Le dije: “Perdona, ¿te puedo hablar? Me gustaría tomar una fotografía de tu cara porque eres muy hermosa, y si quieres voy a tu casa con tu mamá y tu papá”.
La relación fue, durante más de un año, casta. Fotos, paseos por Santiago. En un momento dejó de serlo y, tiempo después, ella se fue con otro.
—Cuando me di cuenta de que se había ido, ahí me quise morir. El síndrome de privación es el de las drogas pesadas. Y ahí me vino la huevada. Lo de 1998. Insomnio, desmayos, miedo. Es el infierno.
“Quiero que sufras. No mucho. Pero que sufras”, escribe en Adiós. Y más adelante: “Despertar cuesta, levantarse cuesta, tomar desayuno cuesta, vestirse cuesta, andar en micro cuesta, andar por la vereda cuesta”.
— Todo eso me duró hasta 2003. Tuvo que ver con la Malva, pero también con la soledad. Uno no está hecho para esto. Tuve una especie de sensibilidad extraempática, veía las vidas de las cajeras de supermercado, de los choferes de micro, y me parecían monstruosas. La gente vive vidas que ni tú ni yo soportaríamos cinco minutos. Mis últimos cuadernos son como unos rasguños, unos jirones, unos aletazos. Yo he meditado mucho. Pasar por la vida a toda velocidad como un imbécil, no. Tienes que darte cuenta de qué pasa, y para eso te tienes que quedar tranquilo. Pero por otra parte, cada vez me importa menos estar aquí. Mi viejo murió a los 100 años. Yo hallo humillante eso. Del pañal para adelante, no. Una de las cosas que me asustan es que no sé cómo matarme, técnicamente.
Descartó varios métodos porque presentaban riesgos para él (quedar en un limbo vegetativo) o para otros: no se perdonaría dejar una postal salvaje a quien lo encontrara.
—Escribir me importa un pico. Hay caballeros chilenos de extracción modesta, que son morenitos y andan con sus señoras, y tengo la sensación clarísima de que esos seres son como la sal de la tierra. De chico, cuando me escapaba de las clases, no iba al cine. Iba a la catedral. Uno de los días que fui había un cura joven en el púlpito. Estaba cantando. De pronto me di cuenta de que había una serie de personas que estaban escuchando su canto, gente muy sencilla. Caminé hasta el fondo, llegué hasta el altar, y toda esa gente estaba murmurando la melodía, con un “mmm”, y era hermoso, y era gente pobre, viejitos y señoras gorditas. Me quedé como extasiado. Y entonces, mientras veía a estos seres y escuchaba ese murmullo que ascendía, sentí…
Mira hacia el techo como desesperado, intentando hacer pie en un final feliz imposible.
— Hay un verso de Nerval que tradujo Luis Cernuda, y dice más o menos “al cielo el Señor alzó sus flacos brazos… y el cielo…”.
La voz se vuelve un susurro estrangulado, horrendo:
—“… y el cielo estaba vacío”.
Bertoni apenas respira y tiene los ojos repletos de lágrimas.
—Fue como si hubieran agarrado una placa de aluminio y me la hubieran dado en la nuca. Me vino un llanto como si me salieran unos aerolitos de cemento. Me mordí la bufanda y me fui detrás de una columna a llorar. Eso fue lo que me pasó.
Que el cielo estaba vacío.