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mama Marx
una lengua trabada (o los encajes del oficio)

Carmen Berenguer, LOM Ediciones, 2007, 132 páginas

Por Gonzalo Arqueros
Publicado en REVISTA DE CRÍTICA CULTURAL. N°35, junio 2007


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Diría que éste es un libro al que le ocurre el nombre. Un nombre formado por apenas dos palabras, pero dos palabras que resuenan ilimitadamente. Dos palabras cuya resonancia lechosa recorre vertiginosamente los intersticios, los suelos y las cámaras del oído, y también del ojo, que es este libro. Porque mama Marx está conformado por la trama de un material visual y sonoro, está hecho tanto de imágenes y miradas, como de sonoridades y escuchas.

Me tienta decir que se trata de un libro formado con los remanentes producidos por la acumulación casi ilimitada de las sonoridades de una lengua. Un libro hecho de los amontonamientos de material verbal encontrados en el habla y la escritura, o en las hablas y las escrituras que obsesivamente transitan la mano y la oreja.

Pero pienso que mama Marx no sólo procede de este horizonte material y activo (performativo), que no es mero afluente de este cursus habitual del habla y la escritura, sino que tanto proviene como se dirige hacia él. Que se incrusta en él hasta quedar encajado, incómodamente engastado en la corriente, en los ritmos y la modulación lexical de esa corriente.

La serie, digamos, antropológica, geográfica y cartográfica de sus partes, va dibujando el mapa de una situación, el plano de una especie de estado de lengua, un estado de habla, de escritura y de mirada.

Anticristo, Oscuros campos de la República, Puente del Arzobispo, Filigrana. Estos cinco nombres trazan una secuencia en la que me parece ver restituido temáticamente uno de los motivos principales de la escritura de Carmen Berenguer, sería éste: el orden del cuerpo como inscripción y mediación al mismo tiempo irrisoria y espectacular.

Me refiero al cuerpo en su acepción emblemática y ya monumental, de soporte, de "superficie de inscripciones". Pero también al cuerpo sorprendido en la caída de esa monumental acepción que lo erige en figura heroica, cuando el emblema mismo se transforma en espectáculo. Es decir, cuando en su transformación espectacular, lo épico es recuperado como pérdida, como límite de un saber del cuerpo, como caída y recomposición de su cifra.

Esa cifra, ese "saber al límite" (que también es un saber del límite), es, creo, lo que el libro acumula y reordena obsesivamente en su escritura. Una escritura también al límite, pues, no sólo todavía conserva los términos de un lenguaje que sitúa el cuerpo como soporte de marcas, trazas y travestimientos, sino que ella misma se sitúa en el límite que conforma el vano o la apertura de una virtual ventana.

En este vano, la oscura geografía de la República se extiende en capas superpuestas a la traza de la ciudad y sus hitos, ya no monumentales, sino ridículos, irrisorios en su espectacularidad. En su condición de sórdida pantalla vacía, quemada y ciega. En la ambigüedad irredenta que media entre el ejercicio de la escritura, ser baleado en la tele, y arrastrar desperdicios y papeles mecanografiados en un carrito de supermercado, para ofrecerlos luego como la más brillante y sofisticada mercancía. Como si todo fuese motivo de oferta en un escaparate que prolifera y se expande ilimitadamente, como la imagen atávica del océano en movimiento.

La imagen del sujeto ante el paisaje marino, puede ser en principio equiparable a la del sujeto ante el escaparate, sin embargo, sabemos de sobra que terminará siendo eclipsada por ésta última. No sólo por la transformación de la naturaleza en mercancía, sino para que el espesor de la naturaleza se reproduzca en la mercancía como una página de la historia natural.

Y el escaparate entonces deviene gabinete arqueológico, vitrina de fósiles, caja sellada de tiempo; depósito de temporalidad congelada y detenida en imágenes y posturas paradójicas; en álbum de fotografías encontradas. En este sentido el libro puede ser leído también como la página de una colección de sellos, de billetes, de estampillas e improntas. Pero sólo en cuanto este mismo ejercicio de lectura remita primeramente al lector y en el caso específico de mama Marx al sitio de la escritura. Su gabinete, su taller.

Ese sitio que se desdobla y reproduce en el libro como lugar de un lector/espectador, lugar, en realidad, de la lectora/espectadora. Lugar de la lectura y la escritura, del ojo, la mano y el oído, es decir, del cuerpo.

Imagino a la escritora ante la ventana, en ese sitio limítrofe y umbrátil, hojeando una colección de marcas, poniendo toda la atención en el "mata sellos" de las cosas. Y espiando a través del párpado cristalino abierto sobre la Plaza Italia, que tanto es un borde como un centro, tanto es el mundo como su representación, tanto una letra como la escritura. Y tengo en mente un breve pasaje de Walter Benjamín sobre Las flores del mal, que me parece figura nítidamente lo que quiero decir: "Baudelaire, dice Benjamín, habla hacia el bramido de la ciudad de París como quien le habla a la rompiente".

Se trataría sin duda, en mama Marx, de un habla desde la orilla, de un habla al límite, que se alimenta y modula en el bramido y el fragor de ciudad y rompiente. Un habla sorda y delirante en su elocuencia dirigida sobre el ruido, un habla sin retorno, o más bien, con un retorno inesperado y sin habla. El retorno de una pura lengua desmembrada, un lengua surgida en la mezcla con el bramido que lo propaga, añadiéndole un significado oscuro.

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La textualidad de Carmen Berenguer, el habla de mama Marx se aventura sobre la rompiente hasta la filigrana, haciéndonos pasar por el desamparo de textos articulados como aperturas de campo. Relatos de escenas mínimas a las que sólo se pudiera acceder visualmente, pero con una mirada que sin embargo no quiere responder totalmente a la visualidad. Pienso en el ejercicio de "mirar con las palabras", en el entremedio de la imagen y la imagen de la palabra, en el oscuro corredor que separa por la espalda lo visual y lo visible de la letra. Pienso que Carmen Berenguer trata las palabras como si éstas fueran ojos y al ojo, lo visible, como si fuera una palabra.

Un tópico, un lugar común entre otros, como la serie reiterativa de acciones que conforma la pesada trama del oficio. "Los encajes del oficio", como dice la autora, la serie de adornos finamente tejidos, calados, plegados y volados, pero también los ajustes, medidas e incisiones. Lo que calza y lo que no calza en el oficio, lo desajustado y forzado, lo cubierto y lo descubierto entre falsos y plegaduras. Lo disimulado con mallas y redes, pero también lo expuesto con marcas casi invisibles, a saber: la filigrana que el mismo texto ha ido bordando y que nos deja como un rastro de sugestivo y engañoso oropel.

Serán esos los fantasmas y los puentes, los planos atravesados sobre la corriente de la escritura y de la lectura. Los segmentos para ir de una a otra orilla, los instrumentos con que se interrumpe y se vacía la continuidad, a la que, a primera vista, el libro parece apostar. Sería también lo intempestivo de los relatos elaborados en formas coloquiales ya trivializadas en el montaje de la letra. Formas desarticuladas de la circulación y recompuestas a la fuerza, en la fuerza matricial de la casa desde donde se escribe, en la idea más simple de casa, emblema de laboriosidad, de orden y economía universal. Escena primaria de la acumulación, imagen al mismo tiempo del cobijo y del desamparo.

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Los ritmos disímiles y los giros de tiempo que imponen los "momentos" en el libro: los lugares comunes, los verbos, los ritmos del observatorio doméstico..., sugieren una relación con la lengua y la escritura que tiende a la destitución de las mediaciones, pero al mismo tiempo a su reconstrucción en los lugares comunes que son el libro y la casa, el cuerpo y la ciudad. Una lengua trabada. Un habla a propósito desviada, o reenviada hacia la disolución. Un habla contenida plenamente en el desvío, en los desvíos de la lengua y una sensibilidad adiestrada en el borde carneo, eréctil, de las palabras, una sensibilidad que responde al tacto de la letra.

*

Diría que este libro tiende a vaciarse por el nombre, como si el nombre fuera un agujero, un atajo, una puerta del fondo, una entrada de servicio por donde secretamente se evaden la autora y la escritura, exponiéndose ella misma al torrente, Joggitig jogging por la lengua local.

Aunque probablemente me equivoco, pienso que tal vez tiene sentido pensar que este libro es, como su nombre, una obra trabada en los encajes del oficio. En el doble sentido de la palabra encaje, pues, siempre hay un término que sale sobrando, siempre hay un doblez de más o de menos.

Mamá, sin acento, es mama, una forma familiar de referirse a la madre, pero también se transforma en una acción, en el acto de mamar y en el nombre de la mama, de la teta. No estaría bien decir teta Marx, y sin embrago mama Marx... lo dudamos, pero es Marx, porque está escrito con mayúscula, y si no lo hubiera escrito así, entonces no sería Marx, aunque todos sabríamos, como en realidad sabemos, que de todos modos se trataría de Marx. Marx, que es algo así como nuestra gran madre (una gran teta) nuestra ma-marx-cita. Nuestra lengua. Alguien diría: un padre travestido. Un padre vestido, desvestido y revestido, todo eso y quién sabe qué más.

Me gusta la idea de no saber nada de mama Marx. No sabemos si se trata de la mamá de Marx, o de una madre Marx, o una hermana de Marx, madre ahora. No saber si marx mama, ni de quien mama, ni a quien mama o se la mama. ¿Quién mama? Marx mama. ¿A quien mama Marx? ¿Y de qué Marx se trata? ¿Cuál de ellos está mamando ahora?

Pero no es él, sino la, quién mama. No es el Marx, sino la Marx o, lo que es lo mismo, es un marx degenerado. Un límite, pero no para Marx, sino para todo aquello que ese nombre significa. Como mamá, para nosotros la primera y más precaria palabra, la más fundamental en su inmensa pequeñez. Y también, probablemente, el último nombre invocado hacia la nada.

Leo mama Marx como una rompiente de los nombres, una especie de línea en que toda figura se disuelve o se invierte quedando en ella la lengua trabada entre lo irrisorio y lo espectacular.

 

 


 

 

 

 

 

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una lengua trabada (o los encajes del oficio)
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