Claudio Bertoni pertenece a ese tipo de poetas fundadores de su propio territorio, el de un outsider que envejece en la vida retirada, al borde de la playa. Su espacio es una ínsula ficticia en la que se erige como gobernador perpetuo, al mismo tiempo rey y único vasallo, y desde su precariedad o desde sus desechos despliega un tipo de literatura nada imprecatoria, donde la épica y el temple solemne están erradicados, no así el agridulce lamentar de un sujeto que menosprecia el mundo si bien aún se aferra a su paraíso en ruinas, aunque esté en alquiler.
Cumple, como ha declarado en una entrevista, "Una existencia legítima", la del ciudadano carente de responsabilidades, sin profesión, horarios ni jerarquías que soportar, un civil peripatético preguntándose a cada paso Ubi sunt?, qué fue del rasquerío cotidiano, de las amadas perennes o fugaces que resplandecen o naufragan lejos, de los seres de un día, de la fundación incesante de recuerdos inservibles. Este magma demasiado abundante para ignorarlo pasa a constituir un código poético, aunque a veces por exceso de reiteración se vuelve retórico, si bien no deja, en sus mejores momentos, de perturbar, desestabilizar y atraer a quien se asoma a él y lo asimila a través de la lectura.
En esa pararrealidad es un maestro de lo intransitivo a la manera de Jorge Teillier y sus lares, o Adolfo Couve y su Cartagena invernal, o Jonás y su vida y muerte en El Tabo. Se trata, en todos ellos, de un menosprecio parcial del mundo con el que siguen conectados, a su pesar, por medio de las necesidades de la sobrevivencia.
Bertoni no pretende transformarse en poeta nacional o ser vocero de algún sector de la sociedad —a duras penas representa su propia voz—, ni encarnar oficialismo alguno a menos que se vuelva deseable alcanzar la oficialidad de los márgenes, de la disidencia, por supuesto
sin quererlo ni buscarlo. En este sentido lo peor que puede ocurrirle es la fama, la notoriedad, volverse figura pública, sobreexponerse. Sus libros de poesía, diez, desde El cansador intrabajable (1973) a Harakiri (2004), incluyendo la reciente antología Dicho sea de paso (2006), publicada por Ediciones Universidad Diego Portales, constituyen una poética en la que su emisor aparece como una mezcla de Joseph K con el extranjero Meursault, y con no pocos rasgos de Bartleby, el escribiente protagonista de la nouvelle del mismo nombre de Herman Melville, un oficinista abúlico que ante cualquier orden de su jefe responde con un lacónico "Preferiría no hacerlo". Bertoni se parapeta detrás de un sujeto lírico, una voz anónima que debe soportar las presiones y las etiquetas de la vida social y los rayos tardíos del sol. Un caminante, un merodeador que habita las orillas y aparece por los arrabales, chileno, soltero, sin profesión y con aire de mala vida. "Hijo de mí', como señala Antonio Gil en su novela del mismo nombre, a propósito de Diego de Almagro, sin amo ni patrón, pero con un destino; es un recolector de desechos y escombros (nadie se los disputa, claro está), que deja olvidados temporalmente en la penumbra para regresar después por ellos y reciclarlos, adelgazándolos en la estructura, con frecuencia epigramática, de sus versos.
En medio de este deambular construye una bitácora. una poesía de paso y al paso y su figura oscila entre el flaneur, el vago afrancesado y metafísico, cuyo paradigma son los malditos Baudelaire y Rimbaud. y el clochard, el viejo del saco, un homeless en busca de amparo, después de extensas jornadas de ver y andar, en su refugio de la playa, para reordenar los cachureos recogidos y armar el diario de sus días antiheroicos.
Nunca llegarás a nada, podría haber sido la sentencia de sus progenitores; también pudo caber perfectamente en su libreta de comunicaciones la siguiente advertencia: "Va camino del fracaso", como anotó un profesor de Liverpool en el informe de notas de John Lennon, cita que recoge Floridor Pérez en su poema "Reprimenda en tiempo de rock para mi hijo cuando lo echaron del liceo".
Al gesto lírico suma su condición de fotógrafo y artista visual, escultor de objetos inverosímiles, como Horacio Oliveira, un voyeur, un veedor, que no despliega una mirada fiscalizadora, sino contemplativa; al mismo tiempo caminante de calles y rincones desde donde extrae materiales de (des)construcción para regresar a sus orillas.
En estos desplazamientos se topa, o bien los busca, con personas y objetos, en especial mujeres a quienes intenta conquistar con la mirada de un amante virtual y emboscado, sin identidad, bajo el acicate del deseo inconfeso, un presunto implicado en situaciones de admiración y/o seducción que suele imaginar. Se pasa películas con ellas, la mirada es la erección del ojo según el siquiatra Lacen, las posee por control remoto, se vuelve su caballero andante efímero; el impacto dura hasta el entrecruce azaroso con otra que revitaliza y oxigena el asma en que cae con frecuencia. A lo lejos se destaca una muchacha entre la multitud, otra sube a una micro, más allá una tercera muestra el borde de su ropa interior, o un tatuaje enigmático se balancea sobre una de sus pechugas. Se trata de una visión no exenta de morbo, entre la antipoesía y el garabato. Las fotografía y expone sus imágenes (Claudio Bertoni "Desnudos en el Musco Nacional de Bellas Artes" 1998. "Chilenas" Galería de Arte Cecilia Palma. 2004), a la manera en que el pintor Balthus las retrataba o el fotógrafo David Hamilton las recubría con filtros y situaba en atmósferas evanescentes.
Bertoni asume también, como otro de los rasgos de su propuesta literaria una poética sobre la inutilidad de hacer poesía, ya que a menudo cuestiona su ejercicio literario, tornándose interrogativa, aunque sin desembocar en una metapoética. Sabe, eso sí, o más bien quiere creerlo, que deja una huella marcada con un palo reseco en la playa, un reguero de palabras, semejante a la escritura trazada con spray en los muros, las frases sofocadas o estridentes de las letrinas del Estadio Nacional, la literatura rupestre urbana, depositada, tras una tarea de selección, en libretas de apuntes y cuadernos escolares.
El autosabotaje del hablante es otro rasgo de su conducta lírica, la hiperconciencia de sus limitaciones —"Monólogo, me esmero en llenar el vacío en que moldeo mi voz"—, en el decir de Lihn; también ofrece la descripción de sus minucias, de su fragilidad existencial, el ensimismamiento y la comprobación de que el cuerpo, que envejece a cada segundo, es el único y el último refugio, a la manera del hablante nerudiano de "Ritual de mis piernas". En el despertar costino lo esperan sus días de agenda vacía, hello emptiness, el desasosiego del nonsense en medio de una pesadilla estancada, los días grises que pasan, al borde de la playa o de la ciudad, a la espera de un signo que venga del océano, y no aparezcan sólo los restos odiados y amados que bota la ola, sino algo que lo catapulte a algo, tal vez una alquimia del verbo y del objeto horrendo, tan imprecisa como tenaz.
Para esta misión, o antimisión, escoge recursos expresivos como el epigrama, el chispazo verbal ingenioso, el recuerdo, los datos ínfimos de la memoria, aunque el impacto no siempre se cumple, pues lo amenaza el peligro de la reiteración, de la circularidad manoseada, hasta dar, al fin, con la ráfaga deslumbrante, con la cachetada metafísica, en medio de, por ejemplo, un constante escamoteo del uso de las imágenes y las metáforas, tomándose su escritura en la palabrería testimonial de un peregrino, que se parece a ratos a un informe jurídico, un escrito siquiátrico o pedazos rotos de un diario.
Maestro de la ironía y del escepticismo de donde surge, no obstante, la indesmentible búsqueda de una vida más bella, o tal vez menos fea y latera. Bertoni posee rasgos de un poeta maldito autositiado en su tranquila desesperación. Su pregunta tan esencial como implícita es: ¿Qué se busca cuando se anda detrás de algo?
Bertoni no viaja, huye, pero quizás no sabe de qué. Mientras tanto camina, escribe, toma fotos, se pasa rollos, publica. En suma, resiste y persigue.
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Bertoni, el perseguidor
(Se alquila paraíso en ruinas)
Por Mario Valdovinos
Publicado en revista Caudernos, Cuadernos N°60 (2007)