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La violencia como alucinación
Entrevista a Camilo Brodsky

Por Valeria Tentoni

 

 

 

 

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El autor de Whitechapel (Das Kapital, 2011), Camilo Brodsky, ensaya en su libro distintas versiones del silencio condensadas por el crimen. Por título eligió un nombre que también aprovecha cierta escenografía –porque todo espacio donde se comete un asesinato deja de ser un lugar y pasa a ser decorado, mímica de lugar–, y por registro la sobriedad de las combinaciones precisas, a la que nos vemos forzados cuando intentamos mentar lo específicamente terrible. «El poeta en este caso / ni siquiera exagera», escribe.

«Matar / es tener la llave de una puerta», advierte después: en Whitechapel el poema es una instrucción hirviente para reventar cerraduras.

las versiones del silencio

el crimen transcurre como el habla
muta y cambia
se pervive

como mancuerna de la humanidad
adorna el puño
de hierro y piel

 

las sociologías

el crimen opera como la hermética forma de
/mantener el silencio social;
un pacto total y absoluto donde todos observamos
desde las páginas del diario hasta que entramos

Matar
es tener la llave de una puerta

- ¿Qué te atrajo del crimen como disparador poético?
- Más que el crimen en sí, a mí lo que me alucina es el tema de la violencia. Está detrás de eso, claro, lo de la partera de la Historia, pero es más también en el sentido de su pervivencia absoluta que me llama la atención, me marea incluso un poco a la hora de escribir. Esa cualidad de la violencia desatada como especificidad humana, desde el pequeño crimen pasional ―si es que hay crímenes pequeños― hasta la masacre planificada y el genocidio como implementación del desquiciamiento humano. Ahora, claro, está también el asunto del crimen y la hipocresía tras el crimen, la hipocresía tras el crimen del asesino serial, por ejemplo, que todos condenan, pero sin asumir que esas son las borras, los rastros intragables de una sociedad enferma, una sociedad que engendra criminales, que engendra Chikatilos, por ejemplo, pero que también engendra Videlas y engendra Pinochets. Y son los mismos que prohijan a Videlas y Pinochets, las élites detestables de cada país con sus medios de comunicación amarillistas, su obsesión fascista por la seguridad ciudadana y cosas así, los que más colaboran en la construcción social, por decirlo de algún modo, de esos otros pequeños monstruos. Porque es innegable que un tipo como Ed Gein es un monstruo de dimensiones infinitamente menores que un Hitler, un Stalin, o que cualquiera de las bestias que torturaban y asesinaban en la ESMA, Orletti, Villa Grimaldi o Londres 38, como el Tigre Acosta para ustedes o el hijo de puta de Krassnoff Martchenko acá en Chile.

Entonces para mí el asunto, a fin de cuentas, siempre tiene un poco más que ver con la violencia, donde el crimen es una de sus manifestaciones, quizás una de las más palpables, pero por ningún motivo la única. De ahí que en Whitechapel también se intercalan muchas de estas «versiones del silencio» y «anotaciones al margen», porque tanto el ejercicio escritural como el cotidiano de cada uno de nosotros están también plagados de pequeñas violencias, contra el otro, contra uno mismo, contra el lenguaje, contra el pensamiento. Es en esa cuerda donde más me muevo yo, o donde más me he movido hasta ahora al menos, y detrás de eso, claro, hay una opción y una lectura política, pero también, y creo últimamente que de manera central, hay una intuición, una forma de quedar pasmado frente a la violencia, que es lo que acaba por quedar en el texto como una mancha, o más bien como un tufo, una pestilencia que lo atraviesa todo. Son también, obviamente, las propias pulsiones violentas lo que acaba quedando ahí.

- ¿La poesía es, así, una versión del silencio?
- Debiera serlo, al menos en alguno de sus aspectos. Una versión de lo no-dicho, de lo que tratamos de escatimarle a la realidad, a esta realidad construida de manera tan unidireccional por los poderes del mundo, que no son solo los obvios, sino también los que hemos ido nosotros mismos construyendo, nuestros prejuicios, nuestras burradas, nuestras ignorancias. No sé si la poesía tenga o deba tener una función o algo por el estilo ―tiendo, la verdad, a desconfiar profundamente de los usos utilitarios del lenguaje―, pero sí me parece que está ahí para establecer algún tipo de vínculo con lo invisibilizado; alguna poesía al menos, la que me interesa a mí, por ejemplo. Y ahí cabe, cuando está bien hecho, todo, desde la revolución socialista hasta el nirvana, pasando por cada huevadita que nos pasa desapercibida porque estamos demasiado apurados o demasiado embotados.

- ¿Qué hace que detengas tu atención en algo y lo arrastres al poema?
- Es un poco lo que te decía antes, todo puede servir para echar luz en alguna zona oscura o bypasseada de la realidad, de lo circundante. Claro, yo en general además tiendo a trabajar más como montajista de fragmentos, como operador, recurro mucho al texto o al hecho histórico, a su registro; hago en ese sentido una poesía si se quiere más bien documental, con mucha cita, mucho elemento de la cultura, de los medios, del cine a veces, de la música. Me acomoda enormemente moverme ahí, en ese territorio de lo que está relativamente fijado en términos culturales, desde lo más pop ―en tanto popular y masificado― hasta lo que parece un poco más «ilustrado», por decirlo de alguna manera. No soy mucho de hacer malabares con mis traumas en ese sentido ―aunque igual los hago, es medio imposible no hacerlos en realidad―, sino más bien de registrar datos, de recoger y arrastrar al texto, como tú misma dices, elementos que ya están ahí, flotando, que están en la micro, en la calle, en los diarios, en tus lecturas, en la memoria y la experiencia individual y colectiva, que al final son los grandes dispensarios de los cuales uno se alimenta, aunque no se dé cuenta de buenas a primeras.

- En el poema «Las sociologías», arrojo, se establece una hipótesis: ¿Cómo fue conformada?
- Bueno, la verdad es que en cualquiera de nuestros países ―que son todos, a fin de cuentas― esa hipótesis es una realidad del porte de un buque, la muerte está ahí, a la vuelta de la esquina, y no es la muerte apacible, la muerte en paz, sino el desgarro de un cotidiano marcado por la muerte violenta, por el asesinato, por la usurpación. Uno está todo el tiempo a un paso de ser la noticia y no el lector de la noticia, por ponerlo de algún modo. A mí me pasó hace poco, concretamente, exactamente eso, porque al hermano de mi mujer lo asesinaron en la calle hace cosa de un año, le clavaron un destornillador en la cabeza volviendo de una junta con sus amigos, y ahí te das cuenta de que estás a un paso de ser el objeto ―y también el sujeto― de la violencia y la muerte violenta. Es muy difícil, por otra parte, en países y situaciones como las que nos han tocado, con largos períodos de terrorismo de Estado de por medio, con esa naturalización de la muerte que implican las dictaduras y la persecusión de porciones enteras de la población, no percibir que la fragilidad de eso que llamamos normalidad es absoluta, irrevocable. Y ahí te pueden matar como puedes acabar matando tú a alguien, si se da el caso. Por otra parte, hasta el más nimio de los crímenes está al otro lado de tu puerta, uno es un asesino potencial todo el tiempo, tanto por las propias pulsiones humanas como por la vorágine de la violencia, que ha copado cada resquicio de nuestras vidas, muchas veces sin darnos cuenta. De eso los gringos saben bastante, con su batallón de desquiciados dispuestos a abrir fuego en cualquier escuela de pueblo el día menos pensado. Entonces, al final, más que una hipótesis ese texto es una constatación, es asumir un dato de la causa que aunque parece medio descabellado es un poco la vida a la que esta sociedad, con su sistema de valores del todo trastocado, invertido incluso, nos expone todo el tiempo. Y te insisto, a la base de esto sigue estando la puta violencia en la que estamos sumidos, que en buena parte no es otra cosa que la violencia del capitalismo, la violencia de la miseria, de la guerra que los poderosos le han venido declarando a la humanidad desde hace siglos, conviertiendo la vida en casi en un bien suntuario, algo a lo que solo algunos pueden acceder de manera segura y confortable, mientras el resto transita por la angustia de no tener valor de cambio en un contexto en que todo es cotizable, incluso lo que debiera haber de más sagrado encima de este pedazo de suelo que caminamos. Entonces es eso, eso y el poder. Porque el matar es entrar en un mundo de poder también, el poder sobre la vida de otro, el poder del silenciamiento perpetuo y sin retorno, que opera también como metáfora, si tú quieres, del poder del silenciamiento social al que estamos sometidos todo el tiempo.

- ¿Qué libros de otros han cambiado tu propia manera de hacer poesía? ¿De qué manera?
- Cada huevada que leo modifica lo que hago, primero porque creo que es mejor ser agua que piedra, no le tengo especial afecto a la inmovilidad ni a la inflexibilidad, al menos textualmente; y segundo porque las lecturas son uno de los filones que me permiten seguir trabajando, que en definitiva alimentan el trabajo documental y de montaje. Yo tiendo a desconfiar de los discursos demasiado coherentes, sobre todo en poesía; la idea de encontrar una fórmula escritural, de ser fiel a una hipotética «voz poética propia», a mí es algo que no me convence mucho. Eso casi siempre termina en el autoplagio, en la comodidad de escribir, aunque sea de manera virtuosa, siempre lo mismo. Prefiero el ripio y los pasos en falso a la seguridad de una escritura funcionaria, aunque sea funcionaria con uno mismo; no veo el riesgo ni la búsqueda en esas formas que acaban por fosilizarse en su propio juego, y sin riesgo ni búsqueda la poesía no pasa de ser una versión de la carrera funcionaria, ese es el tema. Y ahí dejarse influir, dejarse arrebatar el texto propio, creo que es fundamental. Claro, tiene el posible inconveniente de no encontrar nunca un lugar textual, de estar siempre a la deriva de lo leído y lo vivido, pero me parece que a fin de cuentas lo que pesa es la posibilidad, al menos en mi caso, de rozar en la búsqueda la corriente ―te diría espiritual si no fuera algo tan equívoco― profunda de la humanidad, que se manifiesta de maneras distintas, diversas, que para nadie que es igual.

- ¿Cómo se conjuga la tarea de editar en Das Kapital con tu escritura?¿La edición es otra manera de hacer poesía?
- Más que otra manera de hacer poesía es otra manera de hacer política, de construir, aunque sea de manera mínima, contra-hegemonía. Y es también una forma de vivir, de trabajar, de ganarse la vida. Es otro lugar desde donde tratar de echar luz sobre lo invisibilizado. Un lugar, muchas veces, infinitamente más reconfortante que la escritura, por lo que tiene de externo, de estar hacendo con un «otro» concreto, sea el autor sean los lectores, que es algo que a mí me cuesta mucho visualizar en la escritura, porque lo siento ―al lector―, extrañamente, casi del todo fuera de la ecuación, no es algo que logre tener en cuenta cuando escribo. En ese sentido, más que interferir, acaban siendo cosas totalmente complementarias.     



 

 

 

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