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La decadencia como una de las bellas artes:
Arthur Schnitzler cambia de siglo

Por Roberto Brodsky
Artes y Letras de El Mercurio. Domingo 6 de Abril de 2003

 


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La publicación de las nouvelles del último período del escritor vienés por parte de la editorial El Acantilado ofrece una ocasión imperdible
para acercarse a un autor cuya actualidad se renueva cada fin de época. Sin ser una excepción, la nuestra también parece
darle la razón a Schnitzler

Hay quien atribuye al escritor judío-vienés Arthur Schnitzler la muerte de Stanley Kubrick, el célebre director de Lolita, 2001 Odisea del espacio y La naranja mecánica, entre otros portentos visuales. De acuerdo a esta hipótesis, la nouvelle Relato soñado (Berlín, 1926), habría sido la causa profunda del mal que doblegó al cineasta norteamericano meses antes de que la película Ojos bien cerrados fuera presentada mundialmente al público. Adaptar el relato de Schnitzler, se argumenta, fue para Kubrick lo mismo que para Flaubert escribir Bouvard y Pécuchet: es decir una muerte lenta con el más adorable de los venenos, el de la propia obsesión por dar una imagen nítida del mal.

Sea o no verdad, lo cierto es que filmar el desacomodo erótico de una sociedad tal y como Schnitzler lo describe en el ámbito de la Viena finisecular, constituyó un proyecto largamente acariciado por Kubrick. De esto hay abundante testimonio en los homenajes documentales que siguieron a la muerte del cineasta, y sólo queda asombrarse de que fuera el matrimonio de Tom Cruise y Nicole Kidman, los actores protagónicos del filme, el que terminara arruinado en la vida real. Sólo en Hollywood la gente se separa después de unas cuantas semanas de rodaje. Ni el libro ni la película ofrecían esa posibilidad. Es más: uno y otra llevan a pensar que Kubrick y Schnitzler coincidían, con casi cien años de distancia, en ese elemento central de la trama. Para ambos, y esto puede ser motivo de especulación crítica, en la urdimbre de las relaciones humanas sometidas a la presión del erotismo no existe salida, sólo puertas soñadas que se encuentran al final como dos paralelas imaginarias en un horizonte que es precisamente la imagen de la enfermedad.

Es posible que de aquí provenga la enorme actualidad de Schnitzler: su obra está hecha con la materia más sensible y alucinatoria de los deseos, miedos y engaños que hoy son el argumento de nuestra incertidumbre individual. El hombre de fin de siglo transita hoy como ayer una tierra en disolución, entregado a una inestabilidad que ni el dinero, ni el estatus social ni la pertenencia a un núcleo logran estabilizar. La pulsión destructiva se presenta como algo múltiple que amenaza en cada esquina. Mucho se ha escrito sobre el carácter de ese hombre sin atributos, frágil, vanidoso y corrompible a la vez, pero nadie como Schnitzler profetizó su ascensión al trono vacío del siglo veinte. En el caso de Relato soñado, por ejemplo, las convenciones del entorno obligan al héroe a una firmeza ilusoria que le reporta una pálida imagen de su libertad. Al otro lado del río yacen los fantasmas de sus deseos más ocultos, y llegado el caso preferirá negarles satisfacción a dejarse aniquilar por ellos. Tal como dice el mexicano Juan Villoro en un ensayo dedicado al autor vienés, incluido en el volumen Efectos personales (Barcelona, 2001), el burgués schnitzleriano sabe que lo más próximo a su verdad es también lo más inaccesible. "Esta tensa paradoja desata su drama: la represión de los impulsos autoriza sus exaltadas fantasías. Cuando sabe que no hizo nada dañino y comprueba 'la nulidad de sus aventuras', regresa con su mujer. Su temporada en el infierno adquiere la confusa cualidad del sueño".

La novela es ese sueño en la exquisita y decadente capital del imperio austro-húngaro, tanto como la película de Kubrick es su socías en el Nueva York opulento y distraído del fin de milenio. El diálogo final de Relato soñado es elocuente en este punto. Tras exponer el descalabro de una relación que osa asomar la cabeza a las leyes del afuera, donde Nietzsche acaba de dar muerte a Dios y los ídolos sexuales de Freud van del diván al living, Schnitzler escribe:

"-¿Qué vamos a hacer, Albertine?
Ella sonrió y, tras una breve vacilación, repuso:
- Dar gracias al Destino, creo, por haber salido tan bien librados de todas esas aventuras... de las reales y las soñadas.
- ¿Está segura? -le preguntó él.
-Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda.
- Y que ningún sueño - suspiró él suavemente- es totalmente un sueño".


Atributos de un pornógrafo

La melancolía de la escena transcrita no le quita fuerza a la resignación con que Schnitzler, médico de profesión, procura sanar a estas almas transitoriamente desbordadas por sus instintos. La precariedad del vínculo es lo único rescatable del éxtasis. Esa tristeza se proyecta y parece caracterizar el espíritu de la época, tal como Jean Baudrillard la describió: estamos en el día después de la orgía. Y habría que agregar: todavía. En efecto, desde la Viena de fin de siglo, es Schnitzler quien se anticipa y nos dice que después de desabrochar el último botón vendrá la ansiedad por recuperar algo del temple que se perdió.

¿Significa esto que estamos ante la presencia de un escritor moral? Sí, en la medida que Schnitzler acomete su extensa obra - hecha de dramas, escenas teatrales, relatos breves, nouvelles, ensayos y memorias- desde la apariencia vana de un conversador de café, un coleccionista de viajes y un seductor incurable, pero dispuesto eso sí a lavar los trapos sucios a la vista de la edulcorada sociedad vienesa que constituía su personaje principal. Lo anterior expresa una paradoja, precisamente la que el autor vienés encarna como hijo de la burguesía ilustrada en la bullente capital europea de fines del siglo XIX.

Nacido en 1862, hijo de un médico laringólogo y especialista él mismo en trastornos de afonía (intentaba curar con hipnosis a sus pacientes, e incluso desarrolló un tratado sobre el tema), Schnitzler vivió su vida en medio de un dilema personal y artístico que marcaría su agnosticismo religioso y su liberalismo político. Colocado como estaba entre una integración social de signo católico con vagos ecos antisemitas y un origen judío cuya ley mosaica no lograba interiorizar (Kafka, su coetáneo y enemigo desde los lindes de Praga, hablaba de "torpe judaísmo" en referencia a sí mismo, algo con lo cual el joven médico habría estado de acuerdo), Schnitzler escapa de ambas tiranías sin moverse de su lugar. Por lengua y tradición, pertenece a eso que Claudio Magris ha llamado la cultura judeo-alemana, aquella que dio cohesión y solidez a la moderna noción de Europa, y que luego sería barrida por el terror de los nazis. De hecho, el joven Hitler paseaba su silueta de pintor fracasado por la ciudad del imperio durante los mismos días en que Schnitzler gastaba su tiempo en la bohemia del café Griensteidl, observando el mundo con el desplante de quien se sienta a la mesa a coleccionar fracasos para sus historias. Compañero de ruta de Hofmannsthal y Karl Krauss, de quien se apartaría en la madurez, y contemporáneo de Freud, Wittgenstein y Schönberg, la producción de Schnitzler podría ser leída en clave común con cualquiera de estos gigantes de la Viena Cacania, al decir de Musil, pero aun así lo suyo adopta una deriva propia donde la forma concreta del caos es su fundamento. Técnicas como el monólogo interior en La señorita Else (Leipzig, 1924) o la elipsis cinematográfica en las escenas sexuales de La ronda (Leipzig, 1903) constituyen hallazgos que le valieron a Schnitzler más problemas que celebridad, con lo cual queda dicho el carácter singular de su creación. Respecto a La ronda, por ejemplo, un drama dividido en diez cuadros que a manera de espejo multiplica la búsqueda de placer sin hallar nunca la respuesta adecuada, no es exagerado decir que tuvo el raro privilegio de consagrar a Schnitzler como un autor pornográfico, sin serlo realmente. En breves escenas o cuadros donde dialogan maridos, actrices, soldados, esposas y condes, el sexo iguala a los hombres en su búsqueda de placer y a las mujeres en su astucia para obtener provecho de él, por sobre consideraciones de clase y posición social. Impreso inicialmente en 200 ejemplares para sus cercanos y amigos, el texto dotó a su autor de una mala fama que alcanzó su punto álgido en 1906, cuando tres años más tarde se publican las Memorias de una prostituta vienesa, de Mutzenbacher, texto que se le atribuye erróneamente al autor de La ronda. Por ese mismo período, el de las primeras obras, Schnitzler publica El teniente Gustl, un monólogo interior que deja al descubierto la ruindad de un oficial austríaco y los peligros de la disciplina corporativa. Acto seguido, el Ejército imperial le retira al autor su condición de médico militar. Para colmo, la edición de La ronda es prohibida en Alemania. Ojos bien cerrados es la respuesta que Schnitzler recibe a sus cuadros de época, primero en Viena, luego en Munich y finalmente en Berlín, donde tras muchos escándalos y postergaciones La ronda tardará dos décadas en ser representada. Pero incluso entonces, socialistas e intelectuales bien pensantes condenaron su estreno. Acusada ante los tribunales por alentar la decadencia moral de la nación, sólo en 1921 La ronda pudo pararse en los escenarios sin ningún bullicio exterior. Pero para entonces Schnitzler ya se había hartado de defender lo que estaba escrito para divertir, moralizando de paso a sus lectores con un principio de realidad tan inobjetable como puede serlo una ficción. En consecuencia, toma la decisión de prohibir él mismo la obra, evitando con ello servir de menú para las rivalidades políticas que se azotaban en torno a ella. Además, ya la guerra se había llevado al emperador Francisco José y su trono yacía en ruinas, en un proceso de decadencia irremontable.

Situado entre dos mundos, y a diferencia de su colérico compañero de mesa Karl Krauss, el Schnitzler maduro no tenía tiempo para protestar ni acusar a nadie. Lo que buscaba era documentar esa caída, y a ella se abocó.


Hombres y mujeres

De ese esfuerzo, y cuando ya bordeaba los sesenta años, nos ha llegado parte de su mejor período, gracias a las traducciones del español Miguel Sáenz publicadas por la editorial barcelonesa El Acantilado. Además de los ya citados Relato soñado y La señorita Else, la serie de títulos se completa con El regreso de Casanova (Berlín, 1921) y Apuesta al amanecer (Berlín, 1927). En todas estas nouvelles un mismo trazo impersonal y distante perfila el carácter maleable de personajes que ruedan cerro abajo, hacia un pozo profundo, buscando asir alguna brizna de hierba que los sujete a la vida, al aire sin manchas que va quedando atrás en la misma medida que persisten en su orgullo y voluntad individual.

Es una de las antípodas clásicas de Schnitzler: frente a las leyes causales y al determinismo, el individuo levanta su libre albedrío en un acto de afirmación soberana. Ante esto, el narrador no juzga ni interviene: simplemente agita los dados y registra las consecuencias de la partida. El resultado es que el sexo fuerte termina debilitado, sorprendido en sus propios engaños como el alférez Kasda de Apuesta al amanecer o un avejentado seductor que busca borrar su fama para así suscitar el amor de una muchacha en El regreso de Casanova. Más que patéticos, los varones schnitzlerianos son víctimas inconstantes de la propia vanidad, y aun cuando acceden a la conciencia de sus errores, no son capaces de enmendar el rumbo. A lo más, se retiran a un silencio invernal en brazos de la mujer coraje, sea ésta legítima esposa o una cocotte alquilada.

En cuanto a ellas, a las mujeres, se podría escribir un libro aparte con los hallazgos del autor: jóvenes enloquecidas como Else o durísimas como la Leopoldine de Apuesta al amanecer son variantes de una misma certeza respecto a la superioridad vital del sexo débil, y que en la Albertine de Relato soñado adquiere su faz más compleja y múltiple. Esto se hace visible a través de los distintos encuentros que cruzan el camino del héroe durante su aciago recorrido por una Viena fantástica y fantasmal. Primero está Marianne, la solterona con ribetes histéricos que lo recibe en la casa de su padre desahuciado; luego la encantadora Pierette con la que se topa en un negocio de disfraces donde Fridolin ha ido a parar en busca de una capa de monje; y finalmente la sensual baronesa Dubieski que aparece suicidada en la morgue sin que el personaje sepa a ciencia abierta si se trata o no de la enigmática prostituta que le ha salvado la vida la noche anterior en la casa de los ritos orgiásticos. Para peor, la ignorancia unívoca de los hombres frente a la duplicidad de las mujeres se concentra en el episodio final, cuando el héroe vuelve junto a su mujer, Albertine, que es todas esas mujeres que él ha cruzado y ninguna a la vez. La prueba es que Albertine le narra al marido un extraño sueño donde él era crucificado al calor de una tensa ceremonia donde ella se entregaba a muchos hombres sin ninguna culpa del placer.

En todos estos casos, es la cadencia de Schnitzler, precisa y aséptica al mismo tiempo, la que otorga realidad humana a la decadencia. Por lo mismo, si hoy alguien cree estar inventando algo nuevo en la materia, tendría que hacer como Kubrick: ir al siglo que se fue y darse cita con el más francés de los escritores alemanes, el Proust vienés que, al igual que él, pensaba que sin una pizca de vulgaridad no habría nada que creer.




 

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