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Carlos Cociña lanza reedición de su mítico libro “Aguas servidas”
Oculista inexperto mete sus propios ojos en el alcantarillado

Por Leonardo Sanhueza
Las Últimas Noticias, Lunes 25 de Agosto de 2008


Publicada originalmente en 1981, la obra es una piedra fundamental de su generación y se sumerge en las oscuridades de su época con la engañosa frialdad de un tratado de oftalmología.

Uno de los secretos mejor guardados de la poesía chilena es el libro Aguas servidas, de Carlos Cociña. Desde su fugaz aparición en 1981, ha permanecido como una obra oculta, desaparecida del mapa y leída sólo por los más empeñosos detectives librescos.

Después de ese largo submarinaje, acaba de salir a las librerías una reedición del volumen, en la colección Amarcord de Ediciones del Temple, rescatándose así un título crucial de la llamada “nueva escena” literaria de fines de los setenta y comienzos de los ochenta, en la que Cociña figura como uno de los autores más originales y radicales junto a poetas como Gonzalo Muñoz o Raúl Zurita.

“Estamos ante un libro de una afectividad y una pasión soterrada, signos que parecieran decirnos nada, vueltas sobre un mismo eje, cuando en realidad nos lo dicen todo”, advierte certeramente el también poeta Héctor Figueroa en el prólogo para esta nueva edición, que, entre paréntesis, debiera postular al premio al prólogo más extravagante de la literatura universal.

Dividido en tres secciones, Aguas servidas se abre con una serie de poemas aparentemente protagonizados por el ojo humano, marcando la pauta de este libro que, con un tono seco y un lenguaje descriptivo, frío, cristalino, como de tratado de oftalmología, pareciera estar siempre diciendo una cosa por otra y encubriendo, bajo la asepsia médica del órgano ocular, una realidad más turbia, como las aguas servidas, en los planos individual y colectivo, o sea, en los sentimientos e historias de un sujeto y en las oscuridades de una época señalada por la mano militar, la muerte y el silenciamiento.

El propio Cociña, y todo lo que huela a emociones biográficas de un sujeto, intenta desaparecer tras ese blanco laboratorio de letras, anulándose el “yo” con denominaciones casi burocráticas –“quien escribe”, “el escribiente” o, sencillamente, “iriólogo inexperimentado”– o desapareciendo del todo, como en la segunda sección, compuesta por unas descripciones de instalaciones visuales pensadas, cual proyectos presentables al Fondart.

–Efectivamente son “instalaciones pensadas” –dice Cociña–. Los concebí como construcciones verbales, que sólo podían darse en ese soporte, y que sin embargo posibilitaban que su lectura las armara en la percepción de quien las lee. Inventos verbales, que se sabe que son redes imposibles, pero que quien las contruye, al leer, las hace posibles.

A la distancia, ¿cómo ves el soterramiento presente en tu poesía, que es esencialmente política y amorosa?
–En principio creí que se debía casi exclusivamente al hecho de estar en dictadura. Sin embargo ahora, sin desconocer lo anterior, creo que también tiene que ver con cierta desconfianza en los lenguajes, en la capacidad de comunicar e, incluso, en la de escuchar.

Esa desconfianza impulsa a entender la materialidad del cuerpo como único medio posible para relacionarse con el otro, con códigos no verbales, en primer lugar, y luego los lingüísticos. Aunque se molesten, la realidad puede existir sin palabras.

* * *

Intervenciones sanitarias

Cuando aún era un manuscrito, el título del libro no era el que terminó siendo, sino “Aguas potables. 1973- 1980”. El drástico cambio de “potables” a “servidas” se debe a una intervención ajena.

-Estando en su casa de Isla Negra -comenta Cociña-, a principios de 1981, le mostré a Nicanor Parra la copia mecanografiada del libro. Él lo leyó y me dijo: “No entiendo nada”. A la mañana siguiente, me dijo que se había equivocado, que no había encontrado el ritmo en la primera lectura y que ahora sí le gustaba, pero no el nombre. Le dije que era provisional y le pregunté cómo debía llamarse. Me dijo: “Aguas servidas”. Le pase el texto y una lapicera para que lo escribiera. Lo hizo arriba del antiguo nombre, el que luego taché. Esa página intervenida la usé como tapa y, en el colofón, puse “Título: Nicanor Parra”.



 

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