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Debe estar agonizando por la poesía otra vez: Reducciones de Cristian Cruz.

Por Ricardo Herrera Alarcón
Carahue, septiembre de 2008

¿Qué te pasa, / otra vez enfermo de poesía? (“Acerca de Tu Fu” (Li Po))


“Felices escrituras” dice Enrique Lihn en el epígrafe a Reducciones, tomado por Cristian Cruz de su Diario de Muerte. Pero Lihn sabe que no son felices escrituras las de Rojas y Hahn. No lo son en el sentido que están permeadas por la calva y nadie puede escribir desde la felicidad de la muerte, así como nadie envía mensajes desde el mas allá o escribe “desde la muerte”: son felices, nos quiere decir, por la forma en que se resuelven: la felicidad de la textualidad, la felicidad del lector frente al texto logrado. Pero quizás Lihn se refiere también a otra cosa: son felices porque son dos textos escritos desde el país de los sanos y no (como su propio Diario de Muerte o Poemas Renales de Jorge Torres, o Veneno de escorpión azul de Millán) desde la inminencia, la sufriencia del desahuaciado que desde la otra vereda o país de los enfermos envía y recibe mensajes de sus “verdaderos conciudadanos”. Por eso en el poema La mano artificial nos dice que “el papel se llena de signos como un hueso de hormigas”. Es ese quizás el peligro de escribir “sobre la muerte”, pero que los buenos escritores han sabido sortear, cuando ella te roza, te toca y se aleja “como una buena maestra”: pienso en Los sonetos de Gabriela Mistral o en Réquiem y El Sol Ciego de Díaz Casanueva.

Pero se puede escribir desde la felicidad de morir? Quizás. Así como podemos imaginar a alguien dichoso que pone fin a sus días. Teillier lo dice bien en relación a Esenin: cruzó un bosque y lo que vio al final “tal vez era demasiado desagradable o demasiado hermoso para seguir viviendo del mismo modo”.

Pero Cristian Cruz  no es un aparecido en estas lides y sabe saltar todos los problemas que conlleva la tamaña misión de escribir sobre este tema: Reducciones es de esta manera, la continuación de un trabajo poético enraizado en nuestra tradición poética, lo que para algunos un defecto, para nosotros una virtud: los epígrafes de Lihn, de Molina Ventura, Pablo de Rokha o Robert Browning nos sirven para situar su poética. También Celán, aunque no esté explicitado, y toda la poesía chilena y universal que Cristian a masticado y digerido en los años que lleva “en el ambiente”. Ya sus libros anteriores Pequeño país (2000), Fervor del regreso (2002), La fábula y el tedio (2003) los organiza como unidades cerradas de sus obsesiones y, en muchos casos, de su nostalgia, palabra a la que no teme. La unidad del texto se transforma en una constante en cada una de sus entregas: así la provincia y el entorno familiar simbolizado en la territorialidad de su “Pequeño país” o el paisaje devenido en desastre y los cazadores en Fervor del regreso; así el mundo de los bandoleros, los pendencieros, los outsider de un lejano oeste donde se cruzan los “fantasmas literarios” del poeta en el territorio del desencanto y el vacío en La fabula y el tedio; así la camuflada, “la zorra que merodea la alambrada”, en estas Reducciones.

Cruz llama a la muerte “camuflada del profundo aroma” en el primer poema del texto, con la certeza que a través del canto poético se le puede vencer: “Quien vivo se encuentre y traficando la noche/ haga de su sombra su propio canto/ quien muerto se halla y sus parientes lo hagan traficar en las fotografías/ entregad la mirada cantando/ para derrotar a la desidia y a la muerte”. Este tono esperanzador y elegiaco a la vez es el que cruza la mayoría de sus textos hasta llegar a “La aldea de Kiang después de la muerte”, poema de la esperanza y el reencuentro. En Reducciones se dan cita el enfermo que agoniza, el corazón de la fosa que se jacta a la distancia del Ego, “ese odiado aliento” que “por temporadas se hospeda en casa”, terminando el poema (“Por las venas ya la respiro”) con una cita de Pezoa y su “Tarde en el hospital”. Deambulan también el Presidente suicida “que reaparece en su mármol” para arengar nuevamente a la multitud (“El que fue”), el hecho de reducir una tumba para hacerla habitable nuevamente mientras “pareciera que en ese rescoldo/ que en ese bracero apagado/ la tumba cantase aún/ y todo allí adentro” (“Reducción”). El poeta muerto por quien “las nubes deshechas sangran” (“Canción de las nubes por el poeta muerto”), el hospital donde muere la madre, el cuerpo que pasa flotando sobre el río y que es nuestro propio cuerpo visto desde la orilla. En “Nada dura, nada queda” es un poeta quien asemeja la vida a un poema corto donde pasamos “entre la noria y el corredor” y “citas de tercera” pero con la certeza (nuevamente la certeza y la esperanza) de que por lo menos “aves de algún pasaje de mi vida/ traerán su voz y eso basta”: la voz de quienes lo amaron antes de caer “a la trinchera final”. Está presente también el anhelo de resucitar en “Canto último”, la necesidad de eternidad aunque sea en el amor entre la amada y el gusano en “Metro cuadrado”. “Trapecista calcinado” instala la duda frente a la ultratumba: quizás no hay nada después del “ronroneo de la nada magullando nuestra puerta”:

“Porque esta forma de respirar
fue la insistencia de remar y remar
por la carencia y la sorna.
Se sucumbe entonces porque el bramido cruje en los vidrios
y el acento que le dimos a la vanidad
se recuesta como el enfermo que llevamos dentro.
Maquillemos el dolor de sabernos perecibles
en dos o tres palabras dadas para entregar la fe.
Palabra proscrita porque se muere irremediablemente”

El texto final de esta primera parte (“Yo soy mi pastor”) es un poema notable en el cual el sujeto poético declara su santidad y su inmortalidad, a pesar de estar en una caja donde todo le falta. Es así como se lleva a su entorno, lo atesorado y logra vencer a la muerte: “Momifico mis libros entonces/ me llevo a mi gato su ronroneo fino/ a todo lo anterior le sumo la aldea y el vino, / yo soy mi pastor, nada me faltará”. Es el suicida, en fin, que opta por la muerte y en esa opción está su victoria:

“Yo arreo mi carne
soy mi pastor nada me ha de faltar
yo arreo mi carne
y estas piltrafas en las que estoy convertido
arreo gusanos, hedor, estío
arreo los rezos, floreros, los lirios
soy mi pastor nada me ha de faltar.
Yo arreo mi carne
estas piltrafas, gusanos y hastío
arreo la bala, la cuerda, el vacío
ahora que estoy muerto
ahora que estoy desprovisto”.

Poeta que no le teme a la nostalgia (como tantos) y como ejemplo de ello está la segunda parte de este libro titulada “La aldea de Kiang después de la muerte”, que dialoga con el poema de Tu Fu, pero en este caso es un regreso desde el averno, desde “ese lugar donde nadie lleva nombre” (Poema IV). Kiang puede ser cualquiera de nuestros países chamuscados, quemados, destruidos y nosotros los muertos de una  Comala/Kiang que deambulamos entre el mito/la supervivencia/la re re realidad que apenas soportamos porque el ser humano no soporta tanta poesía: ”Después de vagar en el averno// El muerto vuelve a casa/ simula estar bien y sonríe para sus hijos que esperaban este regreso/ Su esposa recoge sus lágrimas echadas en tierra/ y lo recibe con un canto y el vino rastrojeado de los odres” ( Poema I). En la aldea todos se reúnen y preguntan  por sus seres perdidos, pero es aquí que en el poema V se nos revela que en este espacio también todos están muertos cuando “ambos cadáveres sostienen por un instante su amor/ y enjuagan sus bocas con el vino de Kiang/ “Estamos todos muertos, tú regresaste del averno/ y la aldea al igual que yo te esperábamos”/ entonces los animales y las gentes ya desaparecidas/ dormían en sus chozas”. ). La aldea de Kiang es también un poema del amor por las cosas atesoradas en vida y un poema de la convicción que en el recuerdo y sus afectos todo puede sobrevivir. En la honestidad todo puede sobrevivir. Es así como se nos advierte en el poema XI sobre el propio averno, sobre los peligros de una vida en la impostura del hacer cotidiano y la impostura también de la palabra poética: “Tú que yaces vivo y deleitándote/ que aún no formas tu pequeña aldea/ y que has visto en las palabras una forma de escalera/ En cuyos peldaños colocas candados en vez de llaves”. Pero a pesar de la muerte, a pesar de ser la casa una  “choza calcinada” que “aún estando muertos (…) habitamos susurrando”, La aldea de Kiang se abre a la esperanza, a la supervivencia por sobre el despojo y la precariedad y se transforma en un canto por las cosas perdidas, por el terruño, el lar, el hogar. La nostalgia aquí no es una pérdida, es una recuperación del pasado y una apuesta por el futuro, se transforma, en palabras de Bengoa, en una “ontología de la nostalgia”, aquella que nos hace mirar hacia la comunidad perdida para reencontrar nuestra esencia, nuestro presente, nuestra modernidad. Por eso en el último poema  se les dice a los habitantes de Kiang (nosotros mismos quizás): “No importa que estemos muertos/ ya hemos ascendido con la humareda de la choza/ y bajado con la tortuosidad de las lluvias// canta el estanque, canta el morral/ la arquitectura de ustedes sentados a la mesa,/ los voy a levantar hermanos de Kiang/ como quién levanta los tesoros y los muestra al firmamento”.

Así sea.

 

 

 

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