Adelanto exclusivo:
Carlos Cerda
y su última entrega
Por Carolina
Andonie Dracos
El Mercurio, 3 de Abril de 2005
"El espíritu de las leyes"
reúne todo el material que estaba trabajando el escritor antes
de fallecer.
La llegada del nuevo milenio le
prometía a Carlos Cerda un largo período de bonanza.
A principios de 2000, la novela "Morir en Berlín"
se publicaba en Estados Unidos con tal éxito de crítica
que meses después HarperCollins quiso comprar los derechos
en inglés de toda su obra, además
de sacar una versión bilingüe de "Una casa vacía".
En octubre, el escritor afinaba los últimos
detalles de la carrera de Literatura que dirigiría en la Universidad
Diego Portales desde 2001. Ya había terminado el volumen de
relatos "Escrito con L" (que lanzaría ese
año), y lo entusiasmaba la creación del conjunto de
ensayos filosóficos "Seis personajes en busca de un
lector" que presentaría en 2002.
Sin embargo, el 19 de octubre de 2001 experimentó su último
quiebre y, pese a su férrea resistencia, el cáncer logró
torcerle la mano. Pero la porfía de su inventiva pudo más:
"Escrito con L" tuvo al mes siguiente un lanzamiento
póstumo en la Feria del Libro de la Estación Mapocho;
la carrera que había soñado sigue funcionando y, si
bien su desafío ensayístico no llegó a puerto,
en la lucha diaria contra la muerte se estaba fraguando una nueva
apuesta, en definitiva, su proyecto vital.
"El espíritu de las leyes" es fruto de un
deseo y una voluntad. Carlos Cerda quería ver publicada toda
su producción y en un solo sello, Alfaguara, donde se encontraban
prácticamente todos sus títulos (salvo algunos textos
aparecidos en antologías o editoriales extranjeras).
La
obra total
Antonio Martínez, editor general de Alfaguara, recuerda que
a fines de 2000, Carlos Cerda había pensado en "El
espíritu de las leyes" como una nouvelle. También
estaba la idea de unas memorias, pero no era mucho más lo que
se sabía. "No teníamos idea de qué se trataba
el
libro, sólo contábamos con su nombre, que ya estaba
listo desde el contrato, y con las dudas que tenía Carlos respecto
a qué podía escribir que no le interrumpiera la muerte".
Cuando su viuda, la filósofa y pintora Mariana Herrera, llamó
a Martínez para decirle que en el computador de Carlos había
un material que quería entregarle, el editor nunca imaginó
lo que iba a descubrir: "Era una telaraña de cosas, de
archivos que ocultaban otros. En ese mapa encontré un índice
y le pedí a Carlos Orellana que trabajara en el conjunto, ya
que a su profesionalismo se sumaba el que conocía a Cerda mucho
antes de que lo publicara en Planeta, desde el exilio en Berlín
Oriental".
"Nosotros teníamos la impresión de que dentro
de esos escritos había una suerte de plan que contemplaba la
interrupción. La suya era obvia, en algún momento iba
a morir, y en la estructura del libro se asume ese corte como parte
del proceso narrativo, porque el protagonista es un editor que encuentra
una serie de carpetas a las que tiene que dar forma, unos escritos
cuyo origen está en el Congreso Nacional, que en 1973 pasa
a ser la Oficina Nacional de Detenidos durante unos años, y
después, el Ministerio de Justicia".
A "El espíritu de las leyes" hay que ingresar
con el ánimo y la claridad de quien pretende resolver un misterio.
Esto, ya que la obra es una sumatoria de pistas -muchas de ellas falsas-
que tanto evocan como exhiben, haciéndonos creer que prima
lo irresuelto, pero demostrándonos, a fin de cuentas, que las
claves siempre conducen a lo circular. Lo que no es extraño
si se piensa que en la producción de Carlos Cerda hay temáticas
constantes -como la pérdida y el quiebre-, guiños permanentes
-la prosa kafkiana, el teatro de Brecht y de Ibsen- y batallas inclaudicables,
como la de los derechos civiles, la vida republicana y la justicia
social.
El volumen se divide en tres partes. La primera contiene una Advertencia
firmada por C.C., quien entrega a los lectores un libro heterogéneo
que no es de su autoría. Este editor también escribe
el Prólogo, donde clarifica cómo llegó a sus
manos todo ese material disperso, incluidos los relatos finalistas
del concurso convocado por el taller literario "La utopía
del ciudadano", que funcionó en el Congreso antes de su
clausura.
La primera parte finaliza con "Mutación", nouvelle
inconclusa de la secretaria del Senado Cristina Artemisa, y que es
rescatada por el "ex parlamentario" Dantón Aparicio
una vez que el Congreso se transforma en la Oficina Nacional de Detenidos.
La segunda sección de "El espíritu de la leyes"
contiene la nouvelle "Café Vienés", donde
Bertolt Brecht, el absurdo y la precariedad de una grotesca 'troupe'
dejan de manifiesto el escenario del margen y de las resistencias
cotidianas. Se trata de un proyecto antiguo, que Cerda venía
trabajando desde el exilio, pero que nunca publicó.
Cierran la entrega los que podrían haber sido los cuentos
finalistas del taller "La utopía del ciudadano".
Así, en condicional. Porque en el computador de Carlos sólo
estaba consignado el título de esta tercera parte. De ahí
que Martínez y Orellana se aventuraran con los que, a su juicio,
eran estos relatos: "Pusimos los textos no incorporados en 'Escrito
con L', más uno o dos inéditos en el país.
Aquí ejercimos realmente el trabajo de editor respecto a la
búsqueda y descubrimiento de una obra. Se puede suponer que
estamos en presencia de una inteligencia mayor, en el sentido de dejar
algo escrito que obliga a un editor a que lo encuentre y lo publique
a varios años de su muerte, una especie de Napoleón
de la literatura".
Planteamiento
surrealista
Para Carlos Orellana, los materiales de "El espíritu
de las leyes" componen una suerte de mosaico representativo
del trabajo de Carlos Cerda. "Su planteamiento era surrealista.
Temas como la dictadura o la represión, que había mantenido
a lo largo de su obra, aquí están tratados desde otra
óptica. Es una lástima que no pudiera terminarlo, porque
de repente cuesta imaginar cómo habría ensamblado todas
las piezas".
A juicio de Orellana, la segunda y tercera parte son perfectamente
autónomas. "Creo que la idea que tenía en un primer
instante le dio material para escribir una cierta historia y la dejó,
después tomó la misma historia, pero desde otro ángulo.
Probablemente, al final él podría haber ensamblado todo,
ya que Carlos era una persona extremadamente rigurosa. Recuerdo que
cuando editamos en Planeta 'Morir en Berlín' -la novela
del exilio que quedó como documento literario bastante excepcional-,
él suprimió unas 100 páginas, siguiendo un consejo
que le di, y convirtió ese material en dos cuentos que aparecieron
después en 'Primer Tiempo'. Él tenía ese
perfeccionismo a la hora de escribir".
"El espíritu
de las leyes"
Carlos Cerda
Editorial Alfaguara
207 páginas
* * *
"El
espíritu de las leyes"
Carlos Cerda
Presentamos un avance exclusivo de la primera
parte del volumen, la nouvelle "Mutación".
Mutación
1. RELATO DE ARTEMISA
El timbre que convoca a las sesiones sonaba con insistencia desde
hacía más de veinte minutos. Cristina Artemisa, secretaria
del senador Arístides Castilla, advirtió la anomalía,
pues tiene sus oídos y sus nervios habituados al timbrazo reglamentario
de diez minutos, y aunque adjudicó los adicionales a un desperfecto
de la instalación eléctrica, dejó el oficio cuando
terminó la página número cinco, lo retiró
de la máquina, separó las hojas de los calcos y salió
de su oficina para averiguar que ocurría. A la anormalidad
del timbre se sumó otra de la que se percató al abrir
la puerta: la clientela electoral que esperaba pacientemente en la
antesala había desaparecido como por arte de magia. Abrió
una segunda puerta y salió al pasillo. Le sorprendió
aún más comprobar que estaba completamente desierto.
Y no sólo aquél al que daba su oficina, sino los siguientes
que recorrió con la esperanza de encontrar al menos a un guarda.
Sus pasos, a pesar de las alfombras, resonaban con un eco que volvía
desde los otros pasillos. Era su taconeo reiterado con ritmo de latido,
multiplicado, amplificado de manera creciente, al punto que resultaba
tan alarmante como el timbrazo sostenido. Aun cuando vio que la puerta
del ascensor estaba abierta, usó la escalera para bajar al
primer piso. Los corredores que conducían a la sala de sesiones
estaban también desiertos. Se detuvo frente a las puertas de
los comedores porque le sorprendió verlas cerradas y trató
de abrir una de ellas, pero ésta hizo resistencia; tuvo la
impresión de que la manilla había sido siempre un mero
adorno y que esa puerta enorme de caoba tallada no se había
abierto nunca. Cuando se cansó de su tentativa, caminó
apresuradamente hasta el corredor que conduce a la sala de sesiones.
Llegó frente a las pesadas cortinas que protegen las puertas
de la sala y en el momento en que iba a correrlas para alcanzar la
puerta y, luego, el interior del hemiciclo, advirtió que algo
había entre la puerta y las cortinas, pues éstas delataban
un movimiento que era rítmico como el latido en que se había
transformado el eco de sus propios pasos. Era evidente que ella también
había sido presentida, porque una mano abrió de golpe
el cortinaje púrpura y Cristina Artemisa vio que, apoyado en
la puerta y con un gesto de indescriptible abatimiento, un hombre
se llevaba el dedo a la boca en señal de silencio. La misma
mano con que el hombre había corrido la cortina buscó
en la penumbra la suya, que ella retiró con repulsión,
instintivamente. El rostro del hombre no expresó malestar,
pero se sumió más profundamente en su gesto desconsolado.
Entonces Cristina vio que los ojos del hombre brillaban en la semipenumbra,
y que ese brillo tenía como origen unas lágrimas que
no alcanzaban las mejillas sino que persistían en los ojos,
anegándolos, transformándolos en un agua turbia, en
unas cuencas vacías de visión. Acostumbrada a la oscuridad,
reconoció al hombre y sintió miedo. “Quiero salir”,
dijo, “Déjeme”. Sintió entonces que las órbitas
vidriosas la miraban con pena. “Quiere entrar”, dijo el hombre, “ésta
no es la puerta de salida”.
—Ya lo sé —contestó Cristina. Sólo quería
saber por qué sonaban los timbres. Ahora quiero irme.
—No es posible —dijo el hombre.
—¿Por qué? —preguntó Cristina buscando el borde
del cortinaje.
—Todas las puertas están cerradas.
—¿Ha visto a los guardas?
—Se han ido. Yo vine a buscar mi paraguas. Los timbres empezaron a
sonar cuando intentaba abrir la puerta de mi oficina. Pero usted ve,
están todas las puertas cerradas, todos se han ido y yo necesito
mi paraguas.
Las palabras del hombre tranquilizaron a la secretaria. En medio de
la anomalía era normal que un hombre anduviera buscando su
paraguas. Se sintió más segura y le habló en
tono sereno.
—Yo quería tomar una taza de té. Pero no sólo
las puertas del comedor están cerradas. Tampoco hay guardas.
O si los hay no he podido ver a ninguno.
—Lo sé. Ni guardas, ni público, ni colegas. La Casa
está vacía.
—Podemos llamar por teléfono a la guardia –propuso la secretaria—
vamos a mi oficina.
—No creo que tenga sentido. Lo más probable es que la puerta
de su propia oficina esté cerrada.
—No puede ser. La dejé abierta. Vamos.
El hombre le siguió sin convicción, por simple cortesía,
en silencio. Usaron el ascensor, que cerró sus puertas sin
dificultad y las volvió a abrir en el segundo piso. Esta reiteración
de la costumbre hizo pensar a Cristina que, por ser ya más
de las cinco, era también explicable que el público
se hubiera retirado. Sin embargo, los timbres seguían sonando
y aun cuando pudiera ser aceptada como normal la total ausencia de
parlamentarios, resultaba inexplicable el hecho de que también
se hubiesen ido los guardas. La segunda manifestación de normalidad
(pudieron entrar sin dificultad en la oficina del senador Castilla)
terminó por devolverle la calma. El hombre, sin embargo, se
dejó caer en un sillón con el mismo gesto abatido.
—Usted no entiende —dijo—. No podemos esperar mucho
de esa llamada.
La secretaria sonrió pensando que se trataba de una broma,
levantó el auricular y discó. Luego colgó y tranquilamente
dijo: “Está ocupado. Tenemos que esperar”.
—¿No se da cuenta de que esto es muy extraño? —dijo
el hombre.
—Es extraño, sí. Pero no muy extraño.
Ya ve usted que no todas las puertas están cerradas. Sólo
lo están las que habitualmente cierran los guardas antes de
retirarse.
—¿Y cómo explica usted que se hayan retirado?
—No sé. Tal vez porque es bastante tarde.
—¿Y por qué siguen sonando los timbres?
—Eso no me extraña. No es la primera vez que ocurre. Están
revisando toda la instalación de señales.
Volvió a marcar sin éxito. Sin dejar el auricular, abrió
un cajón de su escritorio y sacó una caja de chocolates.
—No puedo ofrecerle café. El hornillo no funciona —dijo, extendiéndole
la caja.
El hombre tomó un chocolate, deshizo el envoltorio plateado
y se lo llevó a la boca mientras la miraba con gesto sorprendido.
—Es curioso —dijo para sí, intentando esta vez una sonrisa
en el momento de dejar el envoltorio en el cenicero.
—¿Qué es curioso?
—Que usted no entienda lo que pasa. Se sorprende al ver un par de
irregularidades pero no comprende que esas irregularidades son la
manifestación normal de lo que realmente ha pasado.
—¿Y qué cree usted que ha pasado?
—Intente de nuevo —dijo el hombre con un tono desesperanzado.
La secretaria tomó otro chocolate y volvió a extenderle
la caja.
El hombre la rechazó con un gesto e intentó sonreír
por segunda vez.
—Llame por favor. Si cree que todo esto es normal, entonces llame
para que alguien nos saque de aquí.
—Sigue ocupado— dijo en un suspiro la secretaria después de
marcar—, pero esto también es normal. Lo sé porque gran
parte de mi trabajo se reduce a hacer llamadas. ¿No tiene calor?
Puede sacarse el abrigo.
El hombre se puso de pie, desabotonó su sobretodo y luego colocó
su bufanda amarilla, el sombrero y el abrigo sobre un sillón.
Hecho esto, se sentó como si no hubiera nada que esperar, tomó
una revista que había sobre el escritorio y comenzó
a leer.
—¿Leyó la entrevista al Presidente? —preguntó
la secretaria mientras marcaba el número de la guardia.
—Sí —contestó el hombre.
—¿Qué le pareció?
El tipo se encogió de hombros y el gesto indiferente se reflejó
también en su rostro.
—Dice lo que tiene que decir. Pero él no está obligado
a creer en lo que dice ni nosotros a creer que él cree lo que
dice. La entrevista misma no es, si usted la lee con cuidado, una
mera entrevista. En
verdad, casi ninguna lo es. Quiero decir que no sólo el Presidente
tiene el derecho a no creer en lo que responde. También el
periodista está en su pleno derecho a no creer en lo que pregunta.
Pero esto carece de importancia. La suerte ya está echada.
—Es usted demasiado pesimista. El diputado Urquidi dijo ayer en el
comedor que “no hay mal que por bien no venga”.
—Me parece una irresponsabilidad muy propia del diputado Urquidi —dijo
el hombre, molesto.
—¿Cree usted entonces que pueden pasar cosas graves?
El hombre la miró con ojos compasivos.
—¿No se da cuenta que ya están pasando?
La secretaria sonrió para evitar una discusión con su
acompañante y se concentró nuevamente en la llamada.
Esta vez se alegró.
—Aló. ¿Con la oficina de guardia del Senado?
—Está equivocada. Ésta no es la oficina de la guardia
del Senado.
—Aló, aló. ¿Con quién hablo? Yo marqué...
—Usted habla con la guardia, sí. Pero con la guardia de la
Oficina Nacional de Detenidos.
—¿Qué? Yo quiero hablar con la guardia del Senado. Marqué
el anexo 232.
—Este es el anexo 232, efectivamente. Usted habla con la guardia de
la Oficina Nacional de Detenidos.
—¿Desde cuándo tienen ustedes ese número?
—Desde hoy.
—¿Podría decirme, por favor, cuál es el nuevo
anexo de la oficina de guardia del Senado?
—Supongo que es el mismo. Lo que pasa es que en el Senado funciona
ahora la Oficina Nacional de Detenidos.
La secretaria, con un gesto alarmado, le indicó al hombre que
se acercara y colocó el auricular de tal manera que éste
pudiese escuchar la conversación.
—¿Con quién hablo? —preguntó la secretaria con
tono molesto—. No puedo perder mi tiempo en bromas de mal gusto.
—Esto no es un broma, señorita.
—Yo estoy llamando desde el Senado. Soy la secretaria del senador
Arístides Castilla. ¿Puedo hablar con su superior?
—Usted, señorita, habla con un oficial de carabineros. Yo soy
el superior en este recinto.
—Señor oficial —la secretaria intentaba controlarse—, le ruego
que me explique. Estoy aquí con un señor... con un señor
parlamentario...
(El hombre hizo un movimiento de cabeza afirmativo, satisfecho estiró
la mano y tomó un chocolate, como si le causara verdadera complacencia
la alarma de la secretaria).
—...y queremos salir. Se ha hecho tarde y todas las puertas están
cerradas.
—¿Qué hacía usted en el recinto?
—Estaba trabajando. Soy funcionaria, ya le he dicho. Soy la secretaria
del presidente del Senado, señor, —agregó con molestia,
subrayando cada palabra, ya a punto de gritárselas.
—Entonces ha sido un error y usted debe disculparnos.
Pensamos que el edificio había sido completamente evacuado.
—¿Evacuado? ¿Ha ocurrido algún accidente? ¿Estamos
en peligro aquí adentro? —la secretaria miraba con alarma al
hombre e instintivamente había empezado a olfatear y a mirar
hacia el corredor a través de la puerta abierta de su oficina,
tratando de encontrar indicios de alguna calamidad.
—No ha ocurrido ningún accidente ni están en peligro.
Pero la situación es incómoda para ustedes, pues no
puedo abrir el edificio sin orden de la superioridad.
—Yo puedo llamar al senador Castilla si usted cree que él,
en este caso...
—No vale la pena, sería inútil. El señor Castilla
ya no es Senador.
La secretaria lanzó una carcajada y dirigió luego una
mirada cómplice al hombre que, pegado al articular, seguía
la conversación sin aparente sorpresa.
—Me alegro que tome las cosas así —dijo el oficial—. El Senado
y la cámara de Diputados han sido clausurados. El comando central
operativo de las Fuerzas Revolucionarias, por orden del presidente,
se ha hecho cargo del recinto y a partir de mañana funcionará
allí la Oficina Nacional de Detenidos.
—Eso no puede ser —dijo la secretaria, que ya no reía.
—¿Le parece? Yo he estado ahí esta tarde, a cargo de
la evacuación y considero que el edificio se presta admirablemente
para este objeto.
La secretaria miró a su acompañante con el mismo aire
desolado que éste tenía y se sorprendió al ver
en su rostro un gesto de serenidad, una sonrisa leve, casi complacida.
—Cuelgue —dijo el hombre— ¿No se da cuenta que esto no tiene
sentido?
—¿Y cómo podremos salir de aquí? —gritó
la secretaria al auricular.
—Podrán salir a más tardar mañana. Yo trataré
de obtener una autorización para sacarlos durante la noche,
pero no puedo asegurarle que tenga éxito. Le ruego que llame
dentro de una hora.
El oficial cortó la comunicación y la secretaria se
quedó mirando al hombre con los ojos asustados. Lo que más
la desconcertaba era la serenidad de éste y el hecho de que
su aire abatido se hubiese
transformado en esa sonrisa irónica, aunque no menos desesperanzada.
—Me parece que ha entendido... por fin —dijo el hombre dejando la
revista sobre el escritorio.
—La verdad es que no entiendo absolutamente nada —dijo la secretaria
poniéndose de pie y comenzando a caminar nerviosamente por
la oficina—. En lugar de mirarme así podría explicarme
lo que ha pasado.
—Lo primero que hay que entender, señorita Artemisa, es que,
como le ha dicho el oficial, estamos en un edificio que, hasta hoy,
probablemente hasta hoy a mediodía, fue el Senado de República.
A partir de mañana, la información fue muy precisa,
este edificio será ocupado por una Oficina Nacional de Detenidos,
organismo que, según todos los indicios, es de creación
reciente. Este tipo de cambios, imprevistos, sorpresivos, violentos
o como usted quiera llamarlos, se producen, por lo que
sabemos, cuando en un país ha estallado una revolución.
Que esto haya ocurrido finalmente es algo que, en mi opinión,
no puede sorprender a nadie. Todos sabemos que nuestro país
tiene un Presidente cuya condición de revolucionario, entusiasta
y confeso, nadie podría ignorar. Yo interpreto las cosas así:
mientras usted escribía ese... —el hombre hizo un gesto vago
con la mano señalando la máquina de escribir.
—Ese memorándum sobre la nueva ley de pensiones, montepíos
y jubilaciones.
—Bien, ese memorándum; y mientras yo buscaba mi paraguas, se
ha producido lo que hace mucho todos esperábamos, con más
o menos inquietud, con mayor o menor desánimo. Tal vez si hubiésemos
tenido conciencia de que aquello que se espera como una desgracia
casi inevitable viene de esa forma, es decir, cuando los que han esperado
y temido están ocupados de un memorándum o de encontrar
un paraguas... quiero decir que la persistencia en nuestras insignificantes
o normales ocupaciones mantenía las cosas en una apariencia
de normalidad, pero no disminuía en lo más mínimo
los peligros. No debe sorprendernos que aquello que con señales
tan elocuentes se anunciaba nos encontrara ocupados en las insignificancias
que han hecho posible una catástrofe evitable. Las fuerzas
revolucionarias, como ellas se califican, han tomado el poder...
—¿Cómo?
—Por asalto. Y su primera medida ha sido la disolución de los
Partidos políticos, del Congreso, de los otros poderes públicos.
Es exactamente lo que se hace en estos casos. Por eso nada de esto
me sorprende. Lo que sí me asombra es que una calamidad que
se venía anunciando a gritos nos produzca, una vez desencadenada,
alguna dosis de desconcierto y, perdóneme la franqueza, en
su caso, incluso de sorpresa. Es probable que tengamos que pasar la
noche en un edificio que momentáneamente no es nada. Esto me
produce, si me permite la expresión, una suerte de asombro
poético. Esta Casa ya no es el Congreso, no es aún la
Oficina Nacional de Detenidos, los
pasillos están desiertos y suenan timbres convocando a una
sesión que jamás tendrá lugar. Le concedo que
lo de los timbres es, como usted me ha explicado, un simple desperfecto
de orden
técnico. Un desperfecto que no era suficiente para fundar temores,
pero tampoco para sembrar esperanzas. Mis temores no se basaban en
ese desperfecto, pero sí en su confianza en que nada grave
estaba ocurriendo. Por eso me explico, en último término,
su sorpresa. Usted se dedicó a coleccionar signos de normalidad.
Esa falla en el sistema de señales, el ascensor que funciona,
la puerta de su oficina que se abre, sin reparar en que en un nuevo
contexto incluso esos signos de normalidad en los que apoyamos nuestra
confianza ya no tienen el sentido que les asignamos.
—No estoy de acuerdo —dijo la secretaria.
—No se trata de estar de acuerdo. Se trata simplemente de abrir los
ojos y ver.
—Lo que creo es que estamos en lo que fue siempre mi oficina. En esta
máquina he escrito durante quince años. Ésta
es mi chaleca y ésta es mi cartera. Sé de memoria el
orden de los portafolios que hay en ese estante. Ésta es mi
oficina y la de al lado es la del senador Arístides Castilla.
Éste es el Senado y si algo anormal ha ocurrido me parece cualquier
cosa, pero que no tiene significado poético. Sé también
quién es usted y perdóneme... prefiero que no entremos
en ese tema.
—¿Y qué es lo que usted propone?
—Bueno, no sé... Habría que hacer algo práctico
¿no?
—Es una buena idea... irrealizable.
—¿Por qué?
—Mi paraguas puede estar en la oficina del sótano o en el comedor
o en la sala de lectura. Esas puertas ya están cerradas. Y
buscar mi paraguas es la única cosa práctica que puedo
hacer aquí.
—En todo caso, yo también tengo algo que hacer si es verdad
que a partir de mañana ésta no será más
mi oficina.
—¿Y qué es eso, si no es una indiscreción preguntarle?
—Sacar mis cosas, por ejemplo. Mis papeles, mis cartas, mis cajas
de chocolate, el té, unos tejidos... mis cosas.
—Supongo que puede sacar sus cosas sin que le moleste mi presencia.
—Su presencia no es lo que me molesta. Si hablo así, si estoy
un poco nerviosa, usted comprenderá que no se debe precisamente
a su presencia. No se ofenda, pero me parece que han pasado cosas
más importantes que su presencia en mi oficina.
—Concedido.
—Y si me permite, voy a empezar a ordenar mis papeles. Puede seguir
leyendo esa revista. También, si lo desea, puede comerse otro
chocolate.
La secretaria fue primero a un armario de donde retiró dos
carpetas, una celeste y la otra amarilla. Las puso sobre el escritorio
y comenzó a revisarlas con rapidez. Sacó una tercera
carpeta, ésta también amarilla, y buscó en ella
con la misma dedicación, como cerciorándose de que no
faltaba nada.
El hombre no volvió a tomar la revista ni se sirvió
un nuevo chocolate, sino que se dedicó a observar atentamente
los movimientos de la secretaria. Cuando ésta hubo ordenado
en una cuarta carpeta lo que debió parecerle lo más
importante, sin dejar de observarla, el hombre le hizo una pregunta
que la sobresaltó.
—¿Usted cree que no nos van a revisar al salir?
—¿Y por qué nos tendrían que revisar?
—Imagínese que el Senador Castilla estuviese detenido. Es,
además, lo que me parece más probable.
—No entiendo por qué
—Porque supongo que todos los parlamentarios de la oposición
han sido detenidos. Las detenciones deben ser innumerables. Piense
un poco. ¿Cómo se llama ahora este edificio?
—Oficina Central de Detenidos.
—Oficina Nacional de Detenidos. Ese es el nombre exacto que dio el
oficial.
—¿Quiere usted decir que esto será desde mañana
una cárcel?
El hombre lanzó una carcajada.
—Me parece demasiado lujoso como lugar de detención. Lo que
está claro es que aquí funcionarán sólo
las oficinas, el aparato burocrático de la razzia. Aquí
no estará el senador Castilla.
—Y si está detenido, dónde cree usted que....
—En la cárcel o en algún lugar especial creado para
ese efecto. En estos casos se recurre primero a recintos privados
y fácilmente aislables. Regimientos, escuelas, teatros, estadios.
Si los detenidos son tantos que esos sitios no dan abasto, entonces
las soluciones comprenden también lugares abiertos pero absolutamente
aislados. Una isla, por ejemplo. Un pueblo entero previamente evacuado
puede servir también para este efecto. La verdad es que ahora
no he pensado en el caso del senador Castilla en particular, a quien,
como usted sabe, aprecio sobremanera.
La secretaria guardó un minuto de reflexivo silencio antes
de preguntar:
—¿Y usted cree entonces, que nos revisarán cuando salgamos?
—Estoy seguro, y no diga “cuando salgamos”, diga “cuando nos saquen”.
—Pero no nos detendrán, ¿verdad?
—No estoy seguro.
—¿Y eso de qué depende?
—De muchas cosas. En primer lugar, de que no le encuentran nada comprometedor
entre sus papeles.
Cristina Artemisa miró las carpetas y luego al hombre como
si vacilara antes de hacer una confesión.
—Puede quemar los papeles comprometedores. Tenemos el tiempo y los
materiales —dijo el hombre, dejando una caja de fósforos sobre
el escritorio.
—Es que son cosas de mucho valor para mí.
—Siempre lo que se quema es de valor. En estos casos, uno se olvida
por completo de todas las cosas que no lo tienen. Yo en su lugar no
correría riesgos.
—No —se resistió la secretaria—. Son cosas que no quisiera
quemar.
—En estos casos, lo que se quema es precisamente lo que no se hubiese
querido nunca quemar.
La secretaria abrió una de las carpetas y se quedó mirando
los papeles como si sopesara su efectiva peligrosidad. El hombre,
que la observaba con cierta conmiseración, vaciló antes
de hacer la pregunta.
—¿Me puede decir qué contienen esas carpetas?
—Apuntes. Algunas ideas. Un par de capítulos.
—¿Una novela?
—Sí.
—¿Escribe usted novelas?
—Trato. Son borradores.
—Y esos capítulos ¿pueden comprometerla?
—Me temo que sí.
El hombre retiró los fósforos del escritorio, sacó
un cigarrillo del bolsillo interior de su chaqueta y luego de encenderlo
propuso:
—Si usted quiere, yo puedo intentar...
—¿Qué?
—Sacar esos papeles.
—Pero para usted también es un riesgo.
—Es distinto. Usted sabe que a mí no me toman muy en serio.
Las personas como yo tienen ciertas ventajas en estas situaciones.
En el peor de los casos, me quitarán su novela. Pero a mí
no me
van a detener.
—Yo no estaría tan segura.
—Yo estoy seguro. Los conozco. Me puedo imaginar la confusión.
Ellos también van a pensar que estoy loco.
La secretaria bajó la cabeza para evitar los ojos del hombre.
Luego quiso ocultar su nerviosismo tomando las carpetas y entregándoselas
con gesto decidido.
—Esto es. Espero que pueda sacarlas. Es usted una magnífica
persona. Créame.
—Pero si le creo —dijo el hombre lanzando una carcajada—. Le creo
y pienso que no tiene que hacer cumplidos. No los necesito.
—¿Y cómo puedo recuperar luego esa carpeta? —preguntó
la secretaria sin salir de su confusión.
—Le daré mi tarjeta. Podrá venir a buscarlas a mi casa,
si tenemos suerte.
El hombre sacó su billetera y de la billetera una tarjeta de
visita que le extendió a Cristina Artemisa con gesto galante.
Ésta la tomó y leyó lo que muchas veces había
leído:
DANTÓN APARICIO
Ex Parlamentario
En la tarjeta no había dirección ni teléfono
algunos.