Playas de Carlos Calderón Fajardo
Presentación de José Donayre
Carlos Calderón Fajardo, diestro narrador de lo simbólicamente sorprendente e inesperado —y a veces aun de lo crípticamente siniestro—, ha diseñado su más reciente libro como un espacio de lo dual, es decir, tal como lo sugiere el título Playas (Borrador Editores, Lima, 2010): el lugar de reunión entre lo firme (la tierra) y lo móvil (el mar). Pero, como suele ocurrir en la obra de Calderón Fajardo, lo obvio resulta ser una apariencia, incluso un disfraz que entalla la idea que subyace a la anécdota, al argumento como sustrato que, en este caso, huye de las imágenes más playeras y de calendario del solaz veraniego (arena blanca, mar azul, como refiere la melodía setentera). En este gran díptico que es Playas, el autor consigue un énfasis esencialmente metaficcional y metaliterario y, de paso, de ecuménica reflexión metafísica.
En la primera parte, llamada Del Mar Cercano, el lector está en arenas puramente narrativas: quince cuentos de factura casi clásica en su mayoría, no obstante las licencias que se toma para quebrar los principios básicos del relato literario, y jugar con las fronteras que dividen los tipos de ficción. En la segunda parte, más breve y con más textos (dieciocho), denominada La Playa de la Familia Mussolini, el autor nos ofrece el vaivén propio del mar: la metáfora de la existencia en movimiento más intensa y efectiva desde la experiencia literaria.
La primera parte tiene una clave de lectura poética muy efectiva y reveladora. Esta se encuentra al inicio y final del cuento «Punta Negra», segundo relato de esta sección. En el arranque, el narrador plantea la siguiente revelación encubierta de verdad de Perogrullo: Las aguas cubren el mar; y en el remate insiste con un giro de tuerca: El mar bajo las aguas. Y como un espejo que nos muestra una realidad semejante, pero diferente (pues la izquierda se vuelve derecha y viceversa, como indicio superficial de que otros cambios se suscitan en los estratos más profundos), la segunda parte de Playas nos presenta igualmente en uno de los primeros relatos, titulado Roberto Bolaño y su trusa negra, una clave de lectura igualmente iluminadora pero no en un registro poético sino más bien académico: «A Roberto Bolaño le gustaba intercalar en sus últimas colecciones de cuentos, textos de naturaleza no narrativa, con el evidente propósito de confundir las fronteras del género y fecundarlo». De esta manera, Calderón Fajardo, desde tales puntos de vista, nos obliga a releer (o por lo menos a repensar) la primera parte, y reanudar la lectura con más malicia y suspicacia, pues en cualquier momento, en este mar de corrientes subterráneas que es la segunda parte de Playas, es posible llevarse más de una sorpresa, ya que en esta sección de fluidez y flexibilidad hay un evidente propósito de confundir las fronteras del género [cuento] y fecundarlo.
En efecto, Calderón Fajardo en la segunda parte del libro se muestra como un agudo ensayista metatextual y metaliterario. Y lo hace con una profundidad y perspectiva poética elaboradora con inteligente soltura. Se trata de un afán inspirador sin artilugios ni rimbombancias. Solo hay puro buen gusto. Y lo mejor es que el dato erudito no es engorroso, pues prevalece la sabiduría literaria, insumo capital para que tanto el lector neófito como el iniciado accedan sin exclusión a sus respectivos niveles de comprensión, a fin de vislumbrar el mar bajo las aguas, y distinguir y disfrutar el evidente propósito de confundir las fronteras del género.
Con tal constatación, queda claro que Calderón Fajardo es un escritor perfectamente equilibrado, pues su obra se halla con exactitud entre lo que producen los narradores elementales y aquellos muy complejos y enrevesados. No es necesario conocer al francés Marcel Proust, a los italianos Alberto Moravia, Dino Buzzati y Cesare Pavese, al chileno Roberto Bolaño, a los británicos Edward Lear, James Graham Ballard y Julian Barnes, al francés Michel de Montaigne, a los estadounidenses Lee Smith, John Updike, Truman Streckfus (cuando está a punto de convertirse en Truman Capote) y Harold Brodkey, al indio de la India Rabindranath Tagore, a los alemanes Günter Grass y Thomas Mann, y al uruguayo Mario Levrero, para dejarse llevar por las olas y tumbos de estos grandes creadores o, al menos, esperar la resaca. En otras palabras: es posible acceder al pleno disfrute de Playas sin haber invertido en un buen protector solar, pues Calderón Fajardo ha reservado para el lector desprevenido un plan de contingencia para un goce literario tan fructífero como el que más.
Fiel a su estilo, Calderón Fajardo no cae en la ridícula tentación de parapetarse en su conocimiento narrativo. Por el contrario, en este libro se muestra particularmente dispuesto a acoger a los lectores más variopintos con todo el riesgo que esta decisión implica. Esta heterogeneidad en la propuesta del libro como en la proyectada recepción de la obra se funda de algún modo en el interés del autor por desarrollar de manera modular una gran arte poética cuya manifestación está en la segunda parte, pero que tiene las raíces muy bien puestas en el continente de la sección uno. Así, el díptico que ya es Playas se recrea desde su propia inmanencia ante los ojos del lector, y se decanta que esta colección de textos ha sido urdida con las más depuradas técnicas del buen contar.
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Hace casi dos años, en mayo de 2008, tuve ocasión de presentar un cuadernillo también titulado Playas, publicado bellamente por la Colección Underwood de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Aquella edición está compuesta por dos cuentos —«Playa Ballena» y «Punta Negra»— que resultan más que claves para acercarse y comprender al escritor completo y de lujo que es Calderón Fajardo. De lo que entonces escribí y leí, hoy, aún hoy, lo suscribo plenamente. Solo lamento haber omitido algunos aspectos que ahora tengo la oportunidad de referir. Pero antes de entrar en materia de contrición, conviene rescatar algunas ideas. Gracias a la técnica del copy-paste, estas ideas, antes puntuales y específicas (pues aluden a dos cuentos), albergan, tras una mínima intervención o reescritura, planteamientos que podrían dar luz de lectura al reciente libro de Calderón Fajardo.
En principio, «Playa Ballena» y «Punta Negra» son los cuentos con los que el autor abre el libro que hoy presentamos. Y en ellos, en realidad, o sea, en la honesta falsía literaria de estos dos actos textuales, está todo el potencial del libro. Y reafirmo que Calderón Fajardo muestra su absoluta condición de narrador que explora a sus anchas y sin obstáculos la continuidad mente-mundo. Pero lo más importante es que establece sus marcas literarias, y las brinda con la intención de afirmar su posición y desempeño de escritor transversal, en el espacio geográfico de la costa —la playa y el sol en su singularidad literaria—, y de autor intenso, ingenioso y versátil.
Tanto en su desempeño narrativo como en su manifestación ensayística, Calderón Fajardo apunta con cierta insistencia obsesiva hacia una reflexión sobre la vida con la vejez y la muerte como telón de fondo. En estos escenarios, el tiempo —en cuanto transcurso y percepción como experiencia íntima y personal— es el espíritu que articula el cuerpo de los hechos, en cuanto color, textura y temperatura.
En la mayor parte de sus textos y metatextos, Calderón Fajardo desafía con cierta porfía al lector. Y también le plantea algunas advertencias. Pero no es una invitación al vacío sino una participación que lo lleva a presenciar la resolución de entredichos, a ser testigo de excepción de desencuentros, y a confrontar lo verosímil literario con la idea antropológica de verdad.
Las treinta y tres playas de Calderón Fajardo, aparte de concretar un espacio más o menos definido o existente en esa delgada línea que separa el mar de la tierra, se cargan, por las características propias del autor, de cierto onirismo, de cierto halo de lugar fantástico o insólito propicio para la invención de una arquitectura narrativa que juega con los abismos de la verdad y las sinuosidades de la imaginación. Espacios de coincidencia, sin duda, para más de un argumento y, sobre todo, repito, para confundir las fronteras del género [cuento] y fecundarlo.
Para concluir, el gran díptico que es Playas resulta, más que una doble mirada ofrecida con talento e inteligencia, una decidida recreación de la metáfora milenaria acerca del origen, la pérdida y el retorno; un cúmulo de verdades ancestrales que recuerdan con macabra insistencia que el mar rechaza lo muerto; una audaz apuesta, a lo Thomas Mann, de que una playa es el espacio idóneo para confrontar la civilización con la barbarie, lo ficcional con lo real, lo bello con lo hórrido y lo eterno con lo efímero. Calderón Fajardo sabe muy bien de estas diferencias, y lo que estas ocultan desde su playera desnudez, como las aguas (des)cubren el mar, y nos invita, con su notable libro, a sorprendernos y asombrarnos ante lo que varan sus historias, mientras leemos e imprimimos las huellas de nuestros pies sobre la arena húmeda.