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Carlos Cerda: "El
espíritu de las leyes".
Cómo leer una interrupción
Por Carlos Labbé J.
www.sobrelibros.cl /
5 de julio 2005.
Un hombre sufre una enfermedad terminal, sin embargo escribe. Me
pregunto si soy el único lector que tiene que superar el pudor y
la vergüenza ante los libros póstumos de los escritores muertos; morbo
de mirar las fotografías elegíacas de las solapas, de leer los prólogos
póstumos y las canonizaciones diversas de la prensa, pero sobre todo pudor
y vergüenza porque en las primeras frases del libro por un momento pierdo
la plenitud de la lectura,
es decir, no puedo desprender esas frases de la situación en que fueron
escritas; no puedo olvidar que una mente viva eligió las palabras y
las ordenó en frases que acumuló en un texto, que esa mente aún está tibia,
pero que se va enfriando poco a poco. Por favor perdónenme la brutalidad
con que me explico -y que mi sensación no tenga lógica intelectual alguna:
la literatura no es ni nunca ha sido exclusivamente una celebración de la
vida, un carnaval o una publicidad, como tampoco se trata siempre de una
ceremonia funeraria o un epitafio-, pero inevitablemente cuando comienzo
el libro póstumo de un autor recién muerto me lo imagino cuando escribió.
Al autor póstumo. Aunque anestesiado e intoxicado por los fármacos, además
de sus síntomas debe dolerle que pronto esas personas que quiere, aquella
persona que ama, ya no estarán. Cuando llega la tarde debe cerrar los ojos
y sentir -tal como entra en el sueño de los calmantes, tal como le pasa
desde que le diagnosticaron la enfermedad- pánico. Pánico porque su cuerpo
se desintegra, porque su persona se deshace y ya no hay de dónde agarrarse.
Sin embargo, escribe. O bien: en consecuencia, escribe. Lo más importante,
escribe.
Esa ausencia del énfasis, del señalamiento desesperado de una obsesión que
acaso otorga la proximidad de la muerte es justamente lo que descoloca de
El espíritu de las leyes, el libro que Carlos Cerda
escribió durante su enfermedad fatal. En uno de los prólogos se sostiene
que Carlos Cerda ideó en este libro una estructura narrativa que le
permitiese, dada su enfermedad, -incorporar la interrupción como parte
de la historia, transformándola de esa manera en un recurso literario-.
El editor con su prólogo, la amiga periodista con su prólogo, la
circunstancia del libro póstumo y la nota inicial del (seudo) autor
construyen un portal de varias puertas falsas adornadas con solemne
esteticismo, como si quisieran que uno se demorara en entrar; como si
el retraso y el pretexto cambiara en algo la lectura, y una vez dentro
del libro no fuera uno a encontrarse con una colección de historias que
una serie de narradores aparentemente enigmáticos quieren que uno tome
por fragmentos ejemplares de un mundo dominado por el absurdo y la
burocracia, cuando lo único que embarga cada relato es un estado de
emocionalidad palpitante, de añoranza vetusta por una realidad relatada
de maneras cada vez más lejanas, una realidad donde eran importantes la
sociedad civil y Neruda, donde las instituciones de una nación tenían
cierto prestigio, donde podían existir talleres literarios en el Congreso
-hoy se fraguan negocios de otro tipo en ese lugar-, y donde la gente era
capaz de acudir a un café para presenciar una pelea que en realidad era
un espectáculo teatral cómico del tipo sainete, que todos discutían en
sus casas antes de escuchar la radionovela.
Efectivamente las tres partes que conforman El espíritu de las leyes
se leen con un efecto de interrupción. Sin embargo -y esto es lo que da
más pudor al leer una publicación póstuma como esta- ese efecto de
interrupción no vuelve más intensas y espesas las materias del relato,
sino que simplemente me transfiere a mí, lector, parte de la emocionalidad
que sus narradores intentan eludir en vano: aflicción porque un autor no
haya logrado terminar su plan literario, inquietud de por qué no le fue
permitido contar con el tiempo suficiente como para meditar la banalidad
que adquiere su estratagema narrativa en la medida que los relatos se
tornan más oscuros, lejanos y apurados. Y esta banalidad formal de un libro,
cuando es la muerte de una persona lo que justifica su publicación, es tan
insólita que a su lado los relatos pierden todo interés. No en vano aquel
Carlos Cerda que escribió esa significativa trilogía de novelas -
Morir en Berlín, Una casa vacía, Sombras que caminan- tuvo que advertir
al lector al principio de este libro: "entrego esta vez a la consideración
de los lectores una obra que no es de mi autoría".
El Espíritu de las Leyes
Carlos
Cerda
Alfaguara, Santiago, 2005, 207 páginas.