Fotos antiguas
Carla Cordua
Artes y Letras de El Mercurio, Domingo 11 de diciembre de 2005.
La inconfundible impresión que nos causan las fotografías de época invita a pensar acerca de los efectos del tiempo. En particular aquellas fotos que, por años en posesión de otros, habíamos olvidado completamente aunque figuramos en ellas. Mantenemos la ilusión de ser los mismos a través de los tiempos que hemos vivido. Pero esta ilusión parece frágil en ciertas circunstancias. Basta que aparezca una fotografía antigua en la que representamos fielmente a los tiempos en que fue tomada para que la creencia en la propia identidad quede puesta en cuestión. Pues esas fotografías nos presentan como vivas figuraciones de los gustos, las actitudes, las maneras de ser y las convenciones de entonces, desaparecidas entretanto hace mucho. ¿Cómo pudimos estar tan asimilados, en esos días, a eso que a la larga estaba destinado a desaparecer? La fotografía de época no muestra
que tal vez tuvimos reservas frente a los usos y maneras de pensar aceptadas entonces por los demás. Nos vemos, carentes de reticencias mentales, perteneciendo en cuerpo y alma a la época de la toma: la imagen que nos devuelve la
foto solo refleja conformismo con las costumbres y una
adaptación sin límites a las
exigencias de la hora.
Pero, si aquellos hábitos no se impusieron universalmente y acabaron erosionados por el paso a otros tiempos, ¿por qué parece en la fotografía que nosotros nos adaptábamos a ellos sin guardarles la menor distancia ni suspicacia? Pues lo que la propia imagen de entonces exhibe es alguien que se confunde completamente con aquellos tiempos desaparecidos hace rato. Aquella entrega a lo fugaz arruina la confianza atesorada en que seguimos siendo los mismos de entonces. Las fotografías antiguas anulan ciertos servicios halagüeños
que nos prestan las construcciones de la memoria. Estas intentan mantenernos en la ilusión de una permanencia capaz de atravesar diferencias sin sufrir mudanza alguna.
La fotografía aisla el aspecto externo de las personas de toda experiencia vivida contemporánea de aquella presencia. Gracias a eso nuestras viejas fotografías se vuelven a la vez extrañas aunque tremendamente expresivas cuando las volvemos a ver después de haber olvidado del todo no solo su existencia sino también el alma que nos habitaba cuando se hicieron. Nos reconocemos en ellas, claro está, pero reducidos a una pura imagen decidora que no corresponde al íntimo sentimiento de ser que nos dominaba entonces y hasta hoy. ¿Cuándo fue que no éramos sino una apariencia física representativa de los tiempos en que fuimos fotografiados? En este sentido, con la sola condición de que hayan trascurrido bastantes años para distanciarnos de la ocasión grabada, ya no nos reconocemos en las fotografías de época. Reconocerse y no reconocerse a la vez sólo puede efectuarlo la doble manera del tiempo, que no sólo transcurre sino que también sigue viniendo hacia nosotros; que tal como se está acercando también se aleja para perderse en la distancia. Transita así de la imaginación que lo anticipa a la memoria que se esfuerza por retener aunque no sea sino algunos de sus jirones. Me veo la edad de entonces, los vestidos, el arreglo del pelo, el anticuado gesto para la cámara. Pero ya sin obligaciones con ese tiempo ido aunque sometida a otros requerimientos, descubro mi condición de resultado provisorio al que le faltaba tanto para llegar hasta aquí.