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Tiempo de sacar los nidos
Presentación de la obra de Cecilia Casanova
Por Diego Alfaro Palma
La Chascona, 28 de agosto de 2008.
A Lorena Zebil, a su partida.
Antes debiera de hacer una aclaración: el siguiente texto no contiene ningún poema de Cecilia. Los parafrasea, juega con algunos títulos, pero el objeto mismo es el de presentar una obra, indagar cómo se escribe y cuáles son sus motivos, por eso cumplo con dar una visión global, con el riesgo de que la autora al leer su poesía me contradiga. De eso se trata, y no está de más decir que este estudio es parte de un trabajo de Antología de obra completa que estoy preparando y que espera editor.
Porque tengo mucho que decir, preferiría callar de una manera torpe, hacer el trabajo del sin sentido, elaborar, con un grupo de obreros imaginarios, un gran edificio de palabras vacías para no acabar de decir lo que se debe. Muchos esperarían los siguientes títulos para esta exposición: “Cecilia Casanova, una experiencia de la escritura femenina” o “Canon y contracanon, 25 razones y media para situar la poesía de Cecilia Casanova en la tradición chilena” o “Cotidianidad, ironía y política: estudio fragmentario a treinta versos de Cecilia Casanova”. Me permito agregar que este es el panorama de lo que la academia exigiría de una lectura de obra, rozando a agujazos distintos temas periféricos para finalmente no adentrarse en la exigencia que nos pide un poema: la experiencia de las emociones con respecto al texto, la clarificación de los dotes estéticos que este posea, su contexto particular, pincelar una mirada única y nueva a una lectura del mundo, y luego, claro está, buscamos el paper que nos asegure tal o cual puesto en las oficinas de la crítica literaria.
Arremanguémonos la camisa, el abrigo o lo que sea, quisiera partir con un asalto de mi razón. Hace algunos meses me senté a leer Relación personal de Gonzalo Millán, una actividad gratificante que como lector no me dejó impávido, siendo, que al mismo tiempo que repasaba varias veces esos breves poemas, de mí se proyectaba una larga y fantasmal duda. El libro fue publicado, según el colofón, el año de 1978, en la calle Coronel Alvarado, Santiago de Chile, y en su interior se despertaban los versos de un poema como “Te escojo y te saco del racimo”:
Como a una uva negra te descubro
de polvo y de pasado te limpio,
muerdo
tu claradulce carne con mis dientes
y planto
la semilla húmeda en la tierra.
Este poema me detuvo. Como un atleta alzando la vista luego de una partida falsa, me hice la siguiente pregunta: ¿Podría estar este poema situado en un libro como El sonido de las estrellas de Cecilia Casanova? Así se sucedió una evidencia: en sí todo el libro estaba profundamente conectado con la obra de Cecilia; había algo en él que nos podría hacer dudar de quién es el verdadero autor, al hacer una competencia de adivinanzas, y dejarnos caer en la verdad de que ambos son parte de una línea poética un tanto crucificada en la tradición chilena. De ahí surgió el fantasma definitivo: un recuerdo: Cecilia me había contado en varias oportunidades su “relación personal” con Millán, que oficialmente fue “impersonal”, pues nunca se conocieron cara a cara, hubo llamadas telefónicas en las que el “escorpión azul” confesaba a la poeta su reconocimiento y más aún el gusto por su poesía. Ahora, esto nos llevaría a dos preguntas incómodas: ¿Qué ganó Millán de esa lectura? Y ¿Qué hace que la poesía de Cecilia esté vigente, pero sin el reconocimiento debido, salvo por un grupo reducido de poetas?
A esto hay dos respuestas que más parecerán lanzas veloces, ataques de un salvaje hambriento: No se puede leer la poesía de Millán separada de la poesía de Cecilia Casanova; y en segundo lugar, Cecilia Casanova se adelantó a pasos agigantados a su tiempo. Una complementa la otra, pero vamos con calma a adentrarnos en cada cual, no obstante tenga en claro, asistente, que esta presentación se pretende como una nota estridente y no jugará a hacer concesiones con los concesionarios de la poesía, muchos de los cuales no han tenido la entereza de encarar esta obra condensada y rellena de una ligereza trabajosamente articulada, que no es menor señalar aquí, que salvo unas introducciones de nombres altos, ninguna de ellas ha logrado posicionar el apellido de la poeta más allá de la extravagancia y la imagen.
Pero tomemos en cuenta aquel viejo cliché, pongámoslo bajo lupa, porque si un triunfo de su poesía ha de ser celebrado es su capacidad de crear relatos a través de imágenes de manera condensada, donde la emoción queda deslavada, surgiendo entre la breve y musical estructura del poema o por alusión, es decir, posterior a la lectura del poema, quedando contenida dentro del verso, anidando en el lector. Como decía Ezra Pound “en poesía la prosa queda para el lector” y pareciera que quien hoy nos reúne hubiera seguido al callo esos tres consejos que nos dejó il migglior fabro:
1) Tratamiento directo de la cosa. Ya sea subjetiva u objetiva.
2) No usar en absoluto ninguna palabra que no contribuya a la presentación.
3) Respecto a ritmo: componer con la secuencia de la frase musical. No con la secuencia de un metrónomo.
Más allá de las consecuencias que dejó este decálogo del imaginismo en la poesía contemporánea, podríamos llegar a creer que la poética poundiana fue la piedra de tope para una joven Cecilia Casanova y su primer modelo de escritura. A esa creencia opongo una retrospectiva en la historia de la poesía castellana y es que podría afirmar sin mayor atrevimiento que los referentes directos de su obra y más cercanos a su primera etapa fueron los modernistas y la poesía de Amado Nervo. La apuesta de estos hacia fines del siglo XIX fue la figuración de una poesía apartada del sentimentalismo en el que había caído nuestra lengua luego del Siglo de Oro, la restitución de la imagen romántica (la inclusión de la contradicción y la ironía), la pulsión de la subjetividad a cuadras del decadentismo de escritorio. Nervo es para Casanova uno de los primeros referentes de la narrativa dentro del poema, en verso medido, pero la experimentación de situaciones contadas verso a verso, que por seguridad, en los anaqueles de su padre, le resultó la modalidad más propia de relatar su vida y de imaginar personajes, de agregarle movilidad a la poesía, de hacerla sentarse, caminar, mirar, hincarse, de expresar a la manera de un diario el afloramiento y la posibilidad para una mujer de contactarse con la cotidianidad. De ese tono quedan resquicios en sus dos primeros libros Como lo más solo (1949) y De cada día (1958), que más allá de sus títulos, el primero se plantea como la caída de una voz femenina con la poesía, con el amor y con quienes lo rodean, en tanto que el segundo, como un cuadernillo de anotaciones desde la enfermedad, el postramiento, la necesidad de un afuera, de salir, y ante ello la aparición de la muerte, o sea, esa pelea “codo a codo” con ella, para “robarle ciertos secretos”, al decir de Enrique Lihn.
Pero Cecilia siempre resultó estar fuera de los esquemas. Su obra comparada con la de Mistral se alejan por rudeza, aspereza y uso y desuso de la cultura, me refiero con esto, a las alusiones librescas y bíblicas, a la composición del poema a través de medios tradicionales como el soneto, por nombrar uno. Si la comparamos con aquellas mujeres de la antología “Selva lírica” difiere de ellas tanto en el contexto expresivo de la voz femenina, como en el exceso de sensiblería, cosa que también pasa si la ponemos en equilibrio con un número no menor de sus contemporáneas. Me parece que está más cercana a Winnét de Rokha, en el arte que ésta tuvo de construir imágenes, de controlar a través de éstas el derroche de sensibilidad, de abarcar mostrando con palabras una situación, aunque ella, quien nos congrega, fuera cinco metros más allá para ser más pulcra en el decir, más concentrada en la musicalidad y en el ritmo que se forma al posicionar un objeto con otro. Eso ganó la poesía de Cecilia, es decir, el salirse de las categorías de lo “femenino”, de lo “pechoño” y lo “sumiso”, ser finalmente poesía y en momentos gran poesía, ser poeta y no “poetiza”, darle a su escritura un halo de incertidumbre ante las convenciones sociales y poéticas, posicionar su obra en lo inmanente, desde la duda y la ironía hacia la trascendencia, rugir, ser triste, alegre, escéptica, erótica, sin postrar estas palabras como ejes de sus poemas, sino aludir, cosa que queda muy clara en libros como De acertijos y premoniciones y Los juegos del sol, aquello que Bruno Cuneo, su mejor crítico, diría de Mi misma citando dos versos de John Donne “la mujer es secreta/ apariencia pintada”, poesía adelgazada, de una mujer poeta que se esconde y aparece, que se recorta para que quien habla en sus poemas nos deje la presencia más cercana que poseemos ante lo efímero, aquello que se fuga, sentenciar ante un alero o un florero que la vida se va y no vuelve.
Quizás es por esto que personalidades como Enrique Lihn, Jorge Teillier, Carlos de Rokha y Alberto Rubio, sintieran, como miembros de aquello que Enrique Lafourcade tentó en nombrar la “Generación del ‘50”, no sólo una amistad por simpatía, sino también por intensidad intelectual, por respeto de individualidad y de obra, lo que queda demostrado en los prólogos que tanto Lihn y Teillier hicieron de sus libros. Siento, a una distancia marcada por la juventud y el paso del tiempo, que ambos vieron en la poesía de Cecilia las implicancias que podía tener para un autor el hecho de adquirir para sí, y tempranamente, lo más innovador de la aceleración del verso y la construcción de la imagen de un Huidobro, la revelación de una cotidianidad significativa en un Neruda como en el de las Residencias, o la ironía y el zarpazo cómico, antipoético, de un Nicanor Parra, tardíos eso sí, más presentes en Estudio número cinco y más propiamente en Los invitados de tu memoria, como remarca Adriana Valdés en su introducción. Y esto, creo, fue de alta importancia para Millán, porque vio, más allá de la revolución del imaginismo en la poesía anglosajona o del objetivismo de William Carlos Williams, la congregación de distintos niveles expresivos, en una poesía que se permitía hablar de todo y sin tapujos, conservando en esa libertad, sin marcos ni muros, su propia identidad, ésta definida no por una pasividad ante el mundo, sino como una violencia contra la rutina, situando a pájaros hablando en inglés, soles que iluminan sombreros de paja, casetes que nos devuelven la voz de los exiliados, autos y balcones en los que perdura la unión de dos personas, jardines que resultan ser postales en movimiento.
“Repetir en nosotros/ renovados deleites/ es como un asesinato/ omnipotente, agudo” nos dice en un poema Emily Dickinson, con quien se le ha comparado mucho, por una parte por el encierro que suscita, para tales y cuales, el hecho de escribir con pocos elementos; esto, sólo a ratos, debo agregar, pues de “los renovados deleites” vuelven, cada tanto, a surgir espacios inmensos como las playas de Zapallar o las escalinatas de Venecia, véase por ejemplo Estación Termini. Pero difieren en gran medida, puestas ambas en sus puntos altos, por el impulso que a cada cual las lleva escribir y finalizar un poema; Dickinson intenta acercarse al lector con notas y resoluciones, de carácter metafísicos, lo que podríamos llamar una moraleja o conclusión existencial; Casanova transcribe el mundo, lo que escucha y ve en la calle, lo que imagina tras su ventana, correlaciona rítmicamente sustantivos y verbos y presenta, deja que de las palabras vuelen pájaros que podrían ser mensajeros, pero que por la altura de su vuelo no alcanzamos a distinguir, y agradecemos ese gesto, pues nos hace partícipes no sólo de la lectura misma del poema sino también de aquello que nos rodea, de situaciones que vivimos o que tal vez nunca realicemos. Nadie resumió mejor esto que Adriana Valdés al afirmar que esta poesía “enuncia lo que borra, presenta lo que vela”. Y esto es difícil de concitar en la poesía chilena, no poseemos muchos ejemplos de este acto, tan contradictorio como vivir y ser sensible, como desprendernos y abrazar la muerte. Las grandes habitaciones de nuestra tradición gozan de aquello que Enrique Lihn arguyó como ausencia en la obra de Cecilia: “un lenguaje a la sordina que se rehúsa a los efectos oratorios, a la figuras retóricas nítidas”. No hay aquí cantos generales, ni monólogos de padres a sus hijos, ni lobos ni ovejas, ni menos purgatorios, sino constatación de paseante, de observador lejano y a la vez activo, de quien riega sus plantas a distintas horas del día, que pinta como escribe, que derrocha color y emoción pasada por cloro, ese riesgo heroico que remarcaba el poeta polaco Cseslaw Milosz en estos versos:
El objeto de la poesía es recordarnos
Lo difícil que es ser una sola persona,
Porque tenemos la casa abierta, no hay llaves en las puertas,
E invitados invisibles entran y salen a sus anchas.
Es esa originalidad, la de ser una sola mientras invitados escapan del telón de un cinematógrafo, la de llevarla a cabo como susurro, sin épica de por medio sino la de ser esa poesía organizada por rimas internas y quiebres bruscos, que se reduce para ampliarse, la que hoy sigue vigente por rebeldía y que no ha podido ser revisada con propiedad, ya sea por la deficiencia del medio o las cartas que dan a favor otros nombres. Ahora que Cecilia escribe Poemas del Vago y del Simpático, conjunto del que puedo sentenciar anticipadamente como el más logrado de su producción, debiéramos preguntarnos hasta el insomnio qué es lo que hizo que tantos creadores –Venturelli, Couve y el mismo Neruda, entre otros- hayan preferido sus obras y a ratos callado, saludarlas críticamente, mientras le eran negados los premios, lo que sarcásticamente podríamos llamar “justicia poética” haya silenciado poemas que luego de estos días de lluvia celebramos: Tiempo de sacar los nidos.