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Ese mar que tranquilo nos baña
Du Maurier, de Carlos Cardani Parra.
Editorial: Cuneta, 2016
Por Rodrigo Hidalgo
Publicado en http://elbuenlibrero.com/
Noviembre de 2016
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Es la voz de alguien que ve pasar ante sí a decenas de individuos en las más variadas situaciones. Ricos y pobres, locos y cuerdos, malos y buenos, chicos y grandes, hetero y homo, civiles y militares, sobrios y ebrios. Personajes que se convierten en el comentario que rompe la rutina tediosa del que narra, que observa y toma notas. Así, el protagonismo lo asume la ciudad, el contexto histórico en su devenir. Du Maurier es el testimonio de un Santiago de Chile que se ha ido llenando de turistas y extranjeros, una baldosa tercermundista en el delirio narcótico del mundo globalizado.
Podría pensarse quizás que hay entonces un viaje interior, que el narrador deja entrever sus preocupaciones o reflexiones, que esboza o comparte algo de su biografía, la razón que lo ha llevado a trabajar en este hotel, por ejemplo. Pero no. Es poco y nada lo que alcanzamos a saber de él. Sabemos por cómo lo tratan, que es un muchacho joven, que vivió algunos años en La Paz, Bolivia, y que añora esa comida. Sabemos que le gusta cierto tipo de música que se guarda para sí. Nos vamos enterando de que tiene un temple dijéramos circunspecto, de pocas palabras. Y que lee. Lee en los tiempos muertos de su trabajo, que son muchos, y esto representa un dato no menor, porque es juzgado por lo que lee, ya sea por un pasajero del hotel que encuentra una excusa para hablarle de Dios, ya sea por la mucama que se sorprende de que cambie de libro tan rápido, ya sea por el nochero que de tanto verlo leer está seguro de que es un flojo y que en realidad no tiene nada más qué hacer. Así, las lecturas de este hosco o tímido recepcionista van llenando el espacio de construcción del personaje. Desde ahí es que lo vamos imaginando. Lee a la poeta chilena Elvira Hernández, lee a Borges y a Aira, a Vásquez Montalbán y a Reinaldo Arenas. Es un joven al menos mínimamente ilustrado. En determinado momento se pregunta por el nombre del hotel pero ni siquiera da el paso natural de preguntarle a la dueña o a los trabajadores del lugar. En cambio averigua por su propia cuenta y, sin que tenga relación alguna con el hotel, descubre que Daphne Du Maurier fue una escritora británica, autora de la novela “Los pájaros” que Hitchcock llevaría al cine. Por supuesto, la lee.
El escenario nos es descrito de entrada por el propio recepcionista. Como se ha dicho, es un hotel barato que está en el centro cívico, en el que apenas trabajan, además de él, una mucama peruana, el nochero, y un colombiano con el que cambia de turno en el puesto de recepción. Sabemos que la dueña del hotel pasa todos los días a ver cómo anda el negocio, y sabemos que además es dueña de otros dos moteles parejeros. Pero todas estas notas, tomadas mientras se cumple un turno, van conformando un friso, como si fuera posible armar un eje sólo con anotaciones del margen, un friso que nos habla de lo que sucede afuera. El puesto de la recepción es una frontera, una atalaya. No sólo están los pasajeros del hotel; están también los vecinos. Los que tienen sospechosos vehículos cargados con galgos de carreras, los ciegos que trabajan en una oficina telefónica. Una ferretería, un restorán chino. Todo va conformando un nutrido crisol de información marginal, una colcha de restos y sobrantes, micro-escenas que quedan registradas sin alcanzar a constituir motivo de una crónica roja siquiera, la descripción de nimios acontecimientos que van dando cuenta solapadamente del estado de un país en un momento determinado. ¿Qué es entonces lo que se narra? ¿De qué se trata la novela? El día 4, Cardani dice:
Un hotel es una historia fragmentada. Los personajes entran sin previo aviso o se van sin dejar señal de ruta. Entonces no es necesario hacer una trama. Hilvanar cada diálogo o escena con la siguiente es inútil. Apenas podría numerar los que han entrado aquí en el libro de registro de pasajeros. Un reparto donde no se sabe cuál es el personaje principal. Y es que así deben funcionar las cosas.
¿Cómo es entonces que la ciudad o el país penetra? ¿Cómo es que se apodera y protagoniza la novela? No hay en estricto rigor, nada más que signos parpadeantes de esa operación, ante los cuales el lector debe aguzar la vista. Los galgos, animales que son trasladados en jaulas a un canódromo en los extramuros urbanos, donde sin duda alguna serán convertidos en dinero efectivo tras ser el músculo libre que en el fondo son. Los amantes urgentes, tanto menores como mayores de edad, buscando un rincón para dar rienda suelta a un deseo que tiene precio por horas. Los amantes desesperados, como empresarios y militares de franco, que cancelan los servicios de alguien para que enjuague en sus entrepiernas la soledad que los aqueja. El narrador se limita a abrir grietas metafóricas para que se cuele por ellas la realidad. Blancos discriminando a negros y morenos, morenos discriminando a chinos o asiáticos, una metrópolis en la que se han ido coloreando las pieles de los transeúntes. Delegaciones de deportistas. Personas con cargos públicos o de representación, un alcalde, un dirigente sindical. Gente que viene a golpear las puertas de algún centro de poder para volver al cabo de un par de días a su rincón, con la tristeza del rechazo o la negativa, y al mismo tiempo la satisfacción de la tarea hecha, total nada se pierde con probar. La creación de una atmósfera ad-hoc, lograda con inteligencia y eficacia, precisa en su ambigüedad de lugar de tránsito, es uno de los méritos más sobresalientes de la narrativa de Cardani. Sin que nos demos cuenta, nos hace cómplices de su disimulado ejercicio de voyeur.
Entonces se hace necesario mirar atrás. Qué características tienen los libros anteriores de Cardani. Son 2 libros de poesía: “Caldo de cardán” (2012) y “Raso” (2009). Y en ambos, a mi parecer, está la misma artimaña, la misma estrategia. Cardani ha descubierto, desde su primer libro de poesía, la manera de testimoniar una experiencia vital (en el caso de “Raso” su paso por el servicio militar en la ciudad fronteriza de Arica, y en el caso de “Caldo de cardán” los 4 años que vivió en Bolivia) sin tomar protagonismo siquiera, como un atento observador que vive y experimenta, pero que se limita a constatar, a plasmar como quien dijera “objetivamente” los sucesos. Evita el compromiso visceral. Es parco en su modulación. Tal como el protagonista de “Du Maurier”.
La rutina transcurre y el protagonista no se altera. En un par de ocasiones deja entrever que cualquier accidente lo sacaría felizmente del letargo. Como un bombero que espera el incendio, como un policía que espera un asalto. Pero sabe, es plenamente consciente de que lo dice de la boca para afuera. Sabe que llegado el caso, por ejemplo de hallar en su pieza a un pasajero muerto, se vería atribulado. No desea en ese sentido, nada que rompa su rutina. Es que así deben funcionar las cosas.
Día 75
Los tubos de neón que forman el nombre del hotel son horribles. Apagados se ven destartalados y al borde del corte circuito. Encendidos son una luz color verde chillón, que da un zumbido de mosca ininterrumpido. Aún así para un hotel de pocos clientes, es la publicidad necesaria que llama viajantes a la deriva que se detendrán en cada lugar donde lean la palabra Hotel. Esa luz la enciendo cada anochecer, cuando también son necesarias luces de los faroles de la calle. Ahora sé que ha llegado el otoño, no por el frío, sino porque enciendo esas luces cada vez más temprano.
Dicho todo esto, y sin ánimo de clausurar al posible lector sus propias vetas, sin intención de filtrar sus prismas de lectura, preguntémonos ¿qué nos deja entonces la lectura de “Du Maurier”? Yo me atrevería a decir que este tipo de narrativa, deja en el lector una vaga sensación de absurdo al cantar un himno nacional. Deja latiendo una pregunta por la realidad, la posibilidad de desconocer aquello que creemos conocido, como si al acostarnos no pudiésemos reconocer el olor de nuestras sábanas, como si al ir a la playa, nos resultara extraño ese mar que tranquilo nos baña.
Carlos Cardani Parra