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IMAGINACIÓN Y VIOLENCIA EN LA PAZ
Sobre Caldo de Cardán, de Carlos Cardani Parra.
Santiago: Libros del Perro Negro / Libros del Tata Santiago, 2013
Por Felipe Kong Aránguiz
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I
Todas las ciudades son obras, en la mayoría de los casos hechas con poca planificación. Obras ilegibles como un todo porque no son un todo, sino una multiplicidad. Por ello, tal vez las únicas formas de abarcar una de ellas sean la ingeniería y el arte: o abstraemos sólo lo general y cuantificable, o hacemos el intento de imaginarla a partir de fragmentos particulares. En este caso la ciudad imaginada es La Paz, lugar que por su situación geográfica, histórica y antropológica resulta especialmente interesante. Desde Jaime Sáenz puede decirse que no es sólo un laberinto de calles, sino sobre todo un laberinto de códigos: algunos intuitivos, otros sin salida, otros bajo el signo de la muerte, otros con enigmas cuya solución ya todos olvidaron. Da alegría leer una nueva imaginación de este espacio imposible, pero habitable.
Vamos a la primera parte. Entramos a esta La Paz disfrazados de turistas, lo que implica por supuesto que llevamos una cámara. La tentación de registrarlo todo aparece desde el principio: “en cada esquina de La Paz aparece una postal para el ojo del turista. Yo la miro como si la ciudad fuera un juguete nuevo”. Este goce fugitivo de la mirada es aún el goce del consumidor indeciso, abierto a la novedad. Es necesario asumir el desafío (“Sólo cuando vives ahí entiendes su orden…”) y proponerse un trabajo de aprendizaje: “Ya caminarás por los lugares que hablan / y la cámara tendrá cada vez menos interés de apuntar sobre las mismas cosas”. Así, a través de la palabra, estos lugares que hablan se van condensando en pequeños textos a la manera de fichas. Edificios, calles, oficios y animales son catalogados mediante una incorporación: en vez (o además) de sacarse una foto junto al “punto de interés turístico”, se hace el trabajo inverso de reconstruir el punto en cuestión al interior del cuerpo, reactivando allí las tensiones que se presienten en la atmósfera y convirtiéndolas en texto. Este modo de operar cruza toda esta primera parte, convirtiéndola en una pequeña enciclopedia personal o una guía antiturística.
El sujeto de los textos, sin embargo, tiene una relación compleja con su presencia. A lo largo del libro se habla a sí mismo como un “tú”, o desde un “yo”, o desaparece en descripciones de tercera persona. Estas últimas son las que predominan en la primera parte. El sujeto busca una tercera posición, no queriendo mirar como chileno y no pudiendo mirar como boliviano, y se sostiene en esa neutralidad ficticia. A partir de ahí surgen sus tonos y sus temas, los colores con los que construye su La Paz. Estos se revelan especialmente en algunos poemas que funcionan como fichas panorámicas: “Ciudad Birlocha”, “Ciudad Nube”, “Cementerio Indio” “Las calles de la paz son estrechas…” y “3600 metros”. Ciudad superficie, ciudad cielo, ciudad muerte. El hoyo alto que es La Paz aparece en sus diversos planos, como distintas ciudades que ocupan el mismo lugar, superponiéndose. Hay un talento especial para percibir la violencia en sus más distintas formas: en la invasión económica, la guerra, las tradiciones oscuras, la precariedad, la banalidad de la muerte. Y sin embargo el sujeto no se altera (al menos en su escritura), sigue haciendo la guardia poética de su entorno con pocos pestañeos.
II
Dicen los psicólogos que algunos lugares del mundo, como París y Jerusalén, pueden despertar en cierta gente síndromes psicopatológicos que de otro modo nunca se hubieran manifestado. En el caso de París, los síntomas son desilusión, angustia y despersonalización; en Jerusalén, como es esperable, los delirios místicos y las alucinaciones. No queremos proponer la existencia de un “Síndrome de La Paz”, pero sí al menos de algunos síntomas que aparecen esporádicamente. Uno es la incomprensión. Otro es el deseo de descifrar lo indescifrable. Y un tercero sería una cierta familiaridad misteriosa que se siente con el lugar, como si hubiéramos vivido desde siempre en ese caos. Tal vez eso es lo que provoca que algunos se queden. La fascinación por La Paz tiene algo de sublime y algo de siniestro, elementos que en Caldo de Cardán están trabajados con pulcritud y sin histeria.
En la segunda parte, el turista deviene chileno. Y se vuelve chileno precisamente por querer quedarse, por abandonar la obsesión de registro distanciado. Ya no hay fichas, sólo algunas fotos entremedio de una abundante cantidad de anécdotas y reflexiones sobre lo propio, lo ajeno y lo de nadie. “He decidido quedarme de este lado de la frontera”, dice el sujeto, y a partir de ahí se va desglosando el gran problema de las nacionalidades y el pequeño problema de la adaptación personal a la vida de inmigrante. En el primer punto es visible la experiencia vivida por el autor en el servicio militar, trabajada en su libro Raso (“En el rancho del regimiento de Arica viendo las noticias…”). Nuevamente cobra interés el tema de la violencia, ahora explorada a partir de un ángulo menos impersonal: la memoria material del conflicto (“Sí, todas estas calles fueron militarizadas…”), la imaginación constante de lo bélico (“Un avión de combate vuela bajo como esquivando los radares / por un segundo pareciera que estamos bajo su mira”), las promesas alucinatorias de venganza histórica (“Todas las mujeres que conozco violadas / Y la tierra por donde he caminado cubierta de sal”) e incluso el deseo de ir a la antigua zona de guerra (“Y romperme los pies sólo para ir a escuchar el silencio del infierno verde / guardado en la boca de los pozos”).
Todo esto va acompañado de una doble conjuración, que aquí se expresa más claramente pero que cruza todo el libro: la conjuración de la muerte y la conjuración de la generalidad. Ante la muerte, hablar lo terrible y reír (“y nos pusimos a reír como si no estuviésemos al lado de montones de cadáveres pudriéndose sobre tierra”). Ante la generalidad, afinar la atención sobre la generalidad del entorno (“Me basta con que crucen la puerta para saber qué quieren”). De esta conjunción surge un lenguaje rudo y parco, constantemente marcado por la presunción de ignorancia: el sujeto suele responder “no sé” a distintas preguntas, frase que puede ser fácilmente la versión chilena del “preferiría no hacerlo” de Bartleby. Podríamos relacionar a este sujeto que no interviene y que no sabe con el taoísmo, pero sería un taoísmo violento, que guarda su agresividad para la palabra escrita e imaginada. “Hacer uno o dos libros donde la trama ya estaba más o menos hecha, pero que la ciudad donde pasarían las cosas tenía que ser La Paz”. La violencia de las imágenes (más que las imágenes de la violencia) es lo que le da cuerpo a este libro, a esta lectura de La Paz que aquí releemos. También hay momentos de tregua, de simplemente dejar hablar a otras voces, anónimas o no, como La Pecosa. Pero sobre todo está la voz del soliloquio, en segunda persona, desdoblando al sujeto en un martillo y un yunque: “No tengas miedo, chileno, no tengas miedo…”, como si el yo migrante aconsejara al yo turista del pasado. Y el desprecio al miedo tiene que ver sobre todo con el poder de convivir con la violencia irreductible de las cosas, confiando en una tregua más o menos duradera. “Pero tienes todavía más suerte / ya nadie quiere pelear contigo”.
III
Un primer acercamiento a este libro hace aparecer una estructura narrativa bastante clásica: Llega un extranjero a un lugar (parte I), decide quedarse (parte II), y logra una síntesis entre extranjería y pertenencia: en este caso, el rotocolla (parte III). Pero la experiencia de lectura perturba vivamente este esquema, haciéndolo mucho más interesante, como intentaremos explicar a continuación.
En la tercera parte aparecen los primeros poemas que aparentemente “nada” tienen que ver con Bolivia. Poemas “excesivamente íntimos”, comenta Carlos Henrickson en su reseña del libro. Y entonces aparece una tensión profunda, que se podría resumir así: donde se espera una síntesis, aparece un retiro. Aquí es tratado específicamente el problema de la escritura (la “Obra”, como le llama el sujeto), intercalando episodios con otros poetas, comentarios sobre la poesía mezquina (de “libros pequeños”), pequeñas ficciones (como la de Batman y la de los dragones), y un personaje enigmático: “el Muchacho”. Este último, que puede ser a la vez un ser real, un ser de ficción o un alter ego del sujeto, funciona de cualquier modo como un niño interno que se encarga sobre todo de escribir. “Un buen verso es un enemigo menos”: es el trabajo de la escritura misma el que predomina en esta tercera parte, y no la síntesis prometida, aunque en los dos últimos poemas parezca otra cosa. Nuestra lectura es que el concepto existe, pero para indicar un punto límite de la confusión entre los lados de la frontera, punto que por su propio carácter no puede durar. El rotocolla como figura de lo auténtico, aunque sea lo auténticamente híbrido, no puede alcanzarse sino con un constante trabajo sobre sí mismo, ya sea mediante la introspección o mediante el cultivo de un personaje. Cardani elige lo primero, y eso es lo que explica el carácter intimista de esta parte final. “Encerrado en Villa Copacabana pude haber leído, escrito tanto / Pero no lo hice”. Ya perdido el primer impulso del recién llegado, y el segundo impulso del que decide quedarse, el sujeto se halla perdiendo el tiempo consigo mismo, lo que disminuye la productividad pero la lleva a otro plano, tal vez más sincero, si asumimos que la verdad es la muerte de la intención, como se dice.
Aquí se encuentra nuestro poema favorito de todo el libro: “No me importa que las puertas estén abiertas o cerradas / ¡Pero que nadie las toque!...”. Tiene un tono bastante distinto al resto, y eso le da un halo de autoridad, como si el imperativo estuviera lanzado sobre la totalidad de la obra. Hay múltiples puertas de entrada o salida, como en todo texto, y en especial en todo texto-ciudad. Que pasen o que no pasen, pero que nadie las toque. Pareciera ser la única exigencia presentada, considerando el temple neutro que tiene el sujeto casi todo el tiempo, como si no le importara ser leído sino más bien trabajar su escritura y escribir su trabajo. Así, Caldo de Cardán resulta un libro grueso que por sí solo, con todos los peros que se le puedan hacer, aparece ante los “libros enanos y raquíticos” como un estandarte de responsabilidad ante la letra y ante nada más. Podría entenderse que Cardani se quedó en La Paz para recoger “oro en las calles”, y que volvió cuando terminó su saqueo. Pero sabemos que algo así no puede terminar, y que La Paz, que “siempre será la misma”, lo es gracias a su infinitud. ¿Por qué volver, entonces? "Che, cada uno tiene sus razones para volver a su país, vos andá buscando las tuyas", le dicen al sujeto en algún momento. Pero probablemente estas razones sean las mismas que las que da para quedarse: no sé.