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Los días con Cecilia Casanova (1926 – 2014)

Por Diego Alfaro Palma


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Tuvimos que esperar casi siete años para que este libro apareciera: Poesía Reunida de Cecilia Casanova. Sin duda ella esperó aún más. Entre tantos ires y venires vuelve una tarde lluviosa en Santiago: en una mesa junto a varios poetas jóvenes Cecilia comparte una lectura. Es la más fuerte, la que nos llama más la atención. ¿De dónde había salido esa poesía? Nos preguntábamos. La respuesta “la viejita fue la mejor, lejos”, se escuchó mientras el público se levantaba.

Por el año 2007 a un grupo de alumnos nos habían seleccionado para participar de un seminario titulado Cuatro mujeres en la poesía chilena. Lo dirigía Adriana Valdés y congregaba al estudio de cuatro voces bastante desconocidas para una clase de literatura nacional. Entre ellas Cecilia Casanova, a quien seleccionamos de manera unánime. En mi grupo estaban Rodrigo Bobadilla, Jorge Cabrera y logramos incluir a Jorge Rosemary, quien no contaba con los requisitos que había impuesto la facultad, pero que necesitábamos casi de manera ferviente por su amor a la poesía, al crimen y al delirio. Con ellos leí a Cecilia por primera vez; con ellos mismos la había escuchado en esa lectura lluviosa en Santiago. Entonces no nos quedó otra que hacer el trabajo de reconocer a esas dos personas ahora tan distanciadas y distintas. Las tareas encomendadas por la clase eran la de crear una selección de su obra, realizar un listado de referencias críticas y la de entrevistar a la autora. Esto último fue sin duda lo más interesante del experimento. Rosemary no se quedó atrás y aprovechó la instancia para realizar una de sus tantas movidas: al momento de presentarse ante Cecilia, antes de decir cualquier palabra, le entregó un regalo: una postal de Italia; atrás venía escrito el poema “Tarjeta postal” de la autora; ella celebró el hecho con risas y nos sirvió té. Nos esperaba con galletitas, agasajándonos como una abuela que espera la llegada de los nietos. Eso, sinceramente, nos parecía extremadamente distante a lo que entendíamos por esos días por poesía: algo salvaje, un sombrero feroz arrojado en un bosque.

Esa tarde pudo haber sido una entre tantas, pero en cosa de segundos, los objetos que rodeaban ese pequeño departamento en Providencia nos sacudieron de una manera extraña. Estábamos enfrente de todos los elementos de su poesía, tan escuetos y cotidianos, llenos de color, nostalgia e ironía. Había un ventanal que daba a un mínimo jardín por donde se escuchaban cantar los pájaros, pájaros casi mecánicos, que emitían una música solo para ella. Cuadros de su autoría colgados de las murallas, cosas antiguas, pero únicas: una peineta de metal. Antes de que ese seminario terminara volví a ese mismo lugar, ya no como investigador sino como aprendiz. Yo tenía el interés que aún mantengo de ser poeta y Cecilia se había ofrecido a hacerme un taller. Los jueves durante varios meses nos sentábamos de frente en la misma mesa, rodeados de los mismos objetos. Llevaba mis poemas escritos en cuadernos o impresos, se los leía y luego ella tomaba un lápiz para tarjarlos. Esto sí, esto no, esto son dos poemas, me dijo una vez y tiró una línea por la mitad. Esto suena a tango y lo cantaba. Muchos adjetivos. Cortar, cortar, cortar. Su consejo plenipotenciario: cabeza, cabeza, cabeza y gotitas de corazón. Segundo consejo: a los poemas hay que pasarlos por cloro.

El té siempre estaba listo cuando llegaba y cuando la hora se nos estiraba como un gato de casa, ella aprovechaba de sacar lo que tenía escrito para leérmelo. Ahí creo que aprendí más que nunca del arte, a mantener una rigurosidad silenciosa, una dedicación decidida ante el poema. Cecilia podía estar enfrascada por años en uno solo, mientras escribía otros y volvía a ese anterior que se le quedaba pegado como un niño curioso frente a una vitrina. Si mal no recuerdo empezábamos a las cinco de la tarde y estábamos hasta las 9 o 10 de la noche. Debo decir que además de una profesora se volvió mi amiga más vieja.

Para esos veintitantos años que teníamos lo que nos sugería un interés especial era su relación con gente de la talla de Enrique Lihn, Jorge Teillier, Carlos de Rokha,  Adolfo Couve y Braulio Arenas, entre otros. Entre medio de las correcciones sacaba a relucir alguna anécdota, algo que había aprendido de ellos, un chiste interno, alguna cosa que la llenaba de pena. No por nada Enrique Moletto, su esposo, y todos sus amigos se habían ido antes. Ella quedaba de salvaguarda, memorialista, pero una memorialista desordenada que me hacía buscar dentro de su cómoda algún recorte de diario o una nota escrita por esos mismos amigos ahora solo legibles. “Una vez hablé por teléfono con Gonzalo Millán durante horas; nunca lo conocí personalmente, pero me habló de lo importante que había sido para él mi poesía”. Porque Cecilia tenía su orgullo y eso tal vez la hizo mantenerse en pie y activa, no dejarse claudicar. Ofrecimientos tuvo muchos, de antologías, traducciones, nominaciones al Premio Nacional de Literatura, pero nada de eso fue tan en serio me di cuenta, y más que nunca cuando en 2010 y 2011 postulé una antología de su obra al Consejo Nacional del Libro. Un par de esas personas estaban de jurado y habían cancelado el proyecto por ser “una obra insuficiente” o por ser “falto de interés cultural”.

Puedo decir que si algo le pesaba era ese cartel de la poesía femenina no feminista. Lihn le puso ese poncho, quizás con buena intención en el prólogo que le dedicó a “De acertijos y premoniciones”, intentando desligarla de la poesía de rondas, “parvularia”. Pero la poesía es poesía en cualquier parte y ahí no hay géneros ni clasificaciones cuando una escritura se encumbra y logra ser atrayente y decirnos la realidad de una manera en que no la habíamos presentido. Cuando se mudó al departamento frente al metro Salvador pude descubrir esa otra faceta suya. Quizás nunca fue una gran lectora, ni nunca tuvo tantos libros, pero en su biblioteca estaban presentes varias antologías de poesía norteamericana que hoy son inencontrables. En una de ellas pasó el dedo por nombres que le encantaban: Elinor Wylie, Elizabeth Bishop, Emily Dickinson, Hilda Doolitle, por nombrar algunas. Su despertar dogmatico, sin embargo, había sido con Amado Nervo, Rubén Darío y Asunción Silva. De Neruda también me hablaba, sobre todo un comentario laudatorio que él hizo a “De cada día”. Le interesaba la pintura moderna, Kandinsky, los expresionistas alemanes, Venturini y la obra de Couve. A sus contemporáneos los leyó a todos y de música se inclinaba por Albinoni, Satie, Debussy y Chopin. Un día cometí el atrevimiento de llevarle un disco del compositor islandés Johan Johannson y le encantó. Su sintonía es la de los minimalistas.

Siempre hubo algo raro respecto a la recepción de su obra, porque gran parte de los que se lavaban la boca con su nombre nunca habían escrito nada decente sobre ella. En 2008 la Fundación Neruda decidió hacerle un homenaje, me llamaron para presentarla junto a un poeta conocido, quien arribó con un atraso mayor y se dedicó –mientras yo leía mi presentación – a tomar notas que, cuando llegó su turno, las repitió entre medio de un relato bastante improvisado y florido. Pero todos quieren a ese poeta y no vale la pena cuestionar tanto la cosa. Yo, con una pendejeria un tanto a flor de piel, salí de la presentación y me quedé en un rincón mientras servían los vinos; se me acercó con paso cansino José Miguel Varas y esa fue la primera y última vez que hablamos. Recuerdo que mencionó la necesidad de la palabra “justicia”.

Quizás esa recepción llegó de otra forma. Yo vivía en la casa de mi tío Jorge en Santiago mientras estudiaba. Ahí trabajaba Rosita, quien recibía todos los llamados que Cecilia me hacía, que eran varios, tantos que mi tío me bromeaba llamándola mi polola. Muchas veces con Rosita se quedaron conversando largos minutos. La llamó doña Cecilia y me contó que está escribiendo un libro nuevo. Dijo que la llamara y que la fuera a ver. Pasaron varios años y viviendo ya de un sueldo de profesor una mañana de domingo recibí una llamada de Rosita al celular. Diego, está doña Cecilia en la tele y está leyendo unos poemas muy lindos, la reconocí por la voz, yo sabía que conocía esa voz, está en el canal nacional y disculpe que lo haya molestado. Y si, era Cecilia en el programa Una belleza nueva.

Pero Cecilia siempre ha tenido una conciencia demasiado alta de su obra y eso tal vez nos hizo alejarnos. Yo ya no podía avanzar en la antología sin que ella metiera su ojo crítico. No quería dejar ciertos poemas fuera y no fue hasta mi último día en Chile que Ernesto Pfeiffer y Cristián Warnken me llamaron para firmar un contrato de edición por ese trabajo. Me pedían la selección y un prólogo que se rescribió unas tres veces hasta que luego de un año el libro por fin salía pero sin ese prólogo, ni las referencias críticas. Está bien, asentí, lo único que quería es que se repitiera la palabra justicia otra vez.

Mientras escribo esto en Buenos Aires no ha parado de llover y solo se movieron fantasmalmente los platos en el lavadero, como guiados por una fuerza exterior, ese Morse del que ella habla en sus poemas, cuando los muertos nos envían mensajes. Sus cuadros siempre estuvieron llenos de caras de personas que no conocía. Una vez vi como en cosa de semanas transformaba la pintura de un jarrón rojo en el rostro de una mujer. Esa magia quizás es parte esencial de su obra, el poder de transformar y dar vida a los objetos dentro de un relato, por divertimento o por dejar el rastro de otros que pasaron entre ellos, de todos esos que se fueron exiliados o de esos otros que se los llevó la muerte hasta volverlos pájaros o flores. Ahora, amiga Cecilia, puedes volar entre ellos.



 



 

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