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Cecilia Casanova o la realidad recuperada
Prólogo a Los juegos del sol, 1963.

Por Jorge Teillier


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En una época en la que todo el mundo quiere ir cada vez más rápido, y viajeros cósmicos salen fuera de la tierra para ver solo manchas y luces lejanas de ciudades casi irreales, se hace necesario que algunos seres nos recuerden que es bueno mirar, caminar, viajar alrededor de una casa. “Uno puede estar dentro de una cáscara de nuez y sentirse rey de los espacios infinitos”, decía Hamlet. Y podríamos recordar aún otra cita: “Ver la eternidad en la palma de la mano”, escribió William Blake.

Recuperar la realidad cotidiana, aprender de nuevo a ver hasta las cosas más diminutas: he ahí tareas de un poeta. Y tales tareas son las que –quizás inconscientemente- realiza Cecilia Casanova en “Los Juegos del Sol”. En sus poemas nos hallamos a primera vista con moscardones, paneras, ventanas, tortas de cumpleaños, naranjas, chales, pájaros, conejos… nuestros acompañantes de todos los días que al ser llamados por sus nombres y al ser tocados por la varita mágica de la poesía se transfiguran como los personajes de “El pájaro Azul” para emprender con nosotros el viaje hacia profundidades desconocidas.

Recuperar esta realidad humilde está unida a otra tarea: la de recuperar por el viaje de la memoria los días de la infancia, vistos ya con la añoranza que provoca un paraíso perdido compuesto de las más simples alegrías: comprar esos globos que para siempre recordamos lejos de nuestras manos, acariciar un caballo de carrusel, comprar barquillos los domingo.

Así también lo está el amor, que forma parte de efusiones abstractas, sino del suceder de todas las horas: las manos de los enamorados se reúnen en una mesa donde pasea el sol, la enamorada espera en una fuente de soda en donde la dueña aburrida escucha radio, las calles de ambos se reúnen: esa es la crónica del amor que llena de encanto este libro, y que nos hace recordar algunos poemas-canciones de Jacques Prévert.

Ahora bien, el instrumento del que se sirve un poeta para aprisionar la realidad y transfigurarla es el lenguaje. En este caso el lenguaje se ajusta –para usar un lugar común- como anillo al dedo a la temática. Las palabras de Cecilia Casanova son la de las charlas de todos los días (ya lo señaló Ezra Pound: no hay que usar en poesía palabras que no usemos en cualquiera conversación); los versos son escuetos, descarnados, las frases sobrias no permiten el ritmo demasiado brillante ni el vocablo colorido cuya tentación barata asalta a tantos poetas. Las palabras no son reducidas a un papel de adorno, sino que valen por sí mismas. “Basta señora arpa de las bellas imágenes” ya lo decía Vicente Huidobro. Esa arpa ha sonado demasiado en la poesía chilena, y es bueno que ahora empiece su mutismo. Las palabras en el poema sirven como en el caso de “Los Juegos del Sol” para señalar las circunstancias, para sumergirnos en una atmosfera donde los cuentos de hadas no son necesarios ya pues la más elemental de las realidades las ha superado.

Con todas estas características que sumariamente anotamos, la poesía de Cecilia Casanova se adscribe a una corriente bastante notoria de la nueva poesía chilena: la de un grupo de testigos de la realidad que dejan constancia de ella a través del lenguaje coloquial usado por todos, amado por todos.

En un momento en que abundan, por otra parte, las gesticulaciones, las grandes parrafadas oratorias, los pretendidos versos de un tono “mayor” y profético tras de los cuales se oculta solo la más descarada vacuidad, saludamos en un libro como “Los Juegos del Sol” la pureza de una vaso de agua fresca, en el cual lo artificioso y lo falso están descartados en aras del difícil amor hacia la verdadera luz de la poesía.



 

 

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Prólogo a Los juegos del sol, 1963.
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