Me gustaría proponer una lectura que permita entrever continuidades que resuenan en la obra de Carlos Cociña. Lo creo necesario, puesto que si bien su poesía se ha consolidado, incluso públicamente, como una de las propuestas más sugerentes e interesantes del país, su trabajo se suele abordar parceladamente (el uso de textos científicos, lo documental, el uso del formato digital), y cuesta encontrar lecturas que aborden el sustrato desde el cual los distintos procedimientos y soportes emergen. Esta lectura sólo puede ser tentativa, por lo que espero se comprendan las limitaciones del ejercicio. Por otra parte, quisiera hacerlo con cierta discreción, aunque si al leer ineludiblemente actuamos sobre lo leído y nos vemos a su vez afectados por lo que leemos, esta presentación es también el registro de mi admiración por la poesía de Cociña, y una pequeñísima retribución por su constante generosidad.
Desde el inicio, en Aguas servidas, Cociña aproxima la preocupación por la percepción de los sentidos a sus derivas escriturales, intuyendo la dificultad de mantener una percepción abierta y fluida que permita un contacto con lo real. Esta preocupación fenomenológica no desoye los problemas políticos e históricos impuestos por la dictadura, aun cuando en el “temor al vaciado” resida también cierta complicidad en el silencio. Esquivando el pathos explícito, Cociña toma el camino de un registro riguroso y exhaustivo. La escritura se pliega y abre la percepción. Al objetivar la expresión, manifiesta la decisión de llegar, mediante la escritura, más allá de las palabras. Crucial, en esto, es la mirada y su “ojo gemelo”, la mirada que escribe, que permite resignificar lo visto, volver a darle la fluidez y transparencia del agua a lo real.
La poesía de Carlos Cociña se caracteriza por la disolución de límites claros entre lo interior y lo exterior. En Tres canciones, la preocupación por la percepción se acentúa como conciencia de desaparición. Surge “lo que nunca está por volver”, pero al mismo tiempo “la transformación de las cosas que siguen inalterables”. Son instersticios para la imaginación, que permiten alcanzar un “equilibrio [que] no es simétrico”, en que lo objetivo también da lugar a un lirismo de la negación: “No eres como unos ojos una tarde / de los aromos en flor”, así como a una honda inquietud espiritual: “escoges / el crepúsculo de los dioses”, “vigilando que se construyan sobre sueños, /las moléculas / de lo que vendrá”, y, por último, a la necesidad de una dicción propia, pues “De mi dios / todos andan diciendo algo”.
La escritura se ofrece como espacio de verificación de esa búsqueda y de sus múltiples hallazgos. Se sumerge en la palabra para ir más allá de ella, como promesa de una nueva vida (de ahí tal vez la juventud de estos textos). En Espacios de líquido en tierra, explorar lo real implica aceptar “una bruma que es la misma que envuelve los límites que no se pueden cuantificar”. Los planos se tocan, los sentidos se cruzan. La realidad material se vuelve indisociable de la actividad neuronal, que actúa sobre ella y viceversa, en una danza, una respiración: “Desde esas latitudes la ribera fosforece en el cerebro y poseídos e incendiados por el silencio, los sueños se sumergen en las construcciones”. Al mismo tiempo, la escritura indaga, pone a prueba, estudia límites y espacios entre planos diferentes, para “distinguir todos los estados del agua”. El hallazgo es lo táctil del poema, un tocar al otro o al mundo: son las “hermosas muchachas y hermosos muchachos” cuyos “ojos entrecierran la luminosidad y palpan el cielo del otro”, o bien la atención a lo lejano desde lo personal: “Escucho los sueños de otro cuando voy llegando al desierto” (p. 72).
Los espacios que pueblan los poemas son descripciones que muchas veces funcionan como metáforas, huellas de una percepción más precisa: “Hay excepciones que dejan la posibilidad de alcanzar la casi perfección de lo inusitado en los estados del sonido” (p. 62). La rigurosidad casi científica de Cociña es inseparable de una búsqueda estética, de un aparecer más allá de la percepción, de un abrir lo real a través de lo imaginario, como cuando dice: “Con la fuerza de la luz en los vidrios, la imaginación se ubica en territorios cercanos a valles inexistentes”. Las cosas separadas encuentran puntos de unión y se ponen a brillar y vibrar. Es en la vibración donde nace una confirmación, precaria, de una expansiva incertidumbre: “Los ladrillos rozan la luminosidad de la nieve reciente”, o “los órganos interiores vibran a paso lento, drogados en su propia cadencia”. La vibración desplaza los límites y abre la posibilidad de otra mirada.
Esta vibración es indisociable de un espíritu de acogida. La poesía de Cociña puede asimilar, leer y dialogar con materiales y tendencias disímiles. Esta generosidad arranca de una constatación negativa: “…nada existe de lo que creí soñaba”, pero que puede leerse como un llamado a la creación. La imagen de la isla, en Espacios de líquido en tierra, sintetiza la responsabilidad constructiva que plantea Cociña. La isla es ese espacio rodeado de agua en que la imaginación no deja de probar límites. La isla es un espacio metafórico —y real— que debe ser superado habitando “la mejor ciudad para salir de ahí”: “Del orden de los afectos es el proyecto del lugar en que estamos. La ceremonia de las construcciones adquiere sentido cuando la elevación, en cotidiano, elimina la perspectiva de la isla”.
La obra de Cociña plantea la necesidad de un espacio habitable de fronteras porosas, que sienta y acoja al otro. La posibilidad de tal espacio pasa por buscar afuera de la propia palabra. Primero, en 71, a través del haikú, una forma poética de la tradición japonesa. Luego, en Plagio del afecto, a través de la apropiación de textos científicos, y de referentes artísticos, entre otros. Adoptar el lenguaje de otra comunidad o persona, intervenirla, reconocerse en palabras de otros, en terminologías ajenas, es algo que Cociña ya había explorado, pero cabe señalar que es su visión de la escritura la que plantea la necesidad de escuchar al otro y, a su vez, de alcanzar una percepción fluida de la realidad. Aparece así la “oreja [que] / palpa / lo que no sé decir”, la generosidad de un lector atento a las palabras de otro. La capacidad de confundirse, de mezclarse, permite a Cociña alterar e intervenir, sigilosamente, discursos diversos, de manera coherente con su escritura, como por ejemplo cuando dice: “El cerebro simula la realidad […] Si por conciencia se entiende construir una imagen, entonces la realidad es ésa…El sonido es una interpretación que hace el cerebro de las vibraciones del aire producidas por el árbol que se derrumba. Las vibraciones en el aire son el amor”.
Pero Cociña nunca abandona del todo la perspectiva del “yo”. Es un “yo” enraizado en sus convicciones (aun cuando su rasgo principal sea lo incierto), constructor de relaciones, pero disuelto en el todo: “Ahora, frente a ti, cuando desaparezco, cuando no existo ni siquiera en el rechazo, mi vida se hace más cuerpo, transparente porque estoy en todo, único porque lo que no quieres ver está en mí, y yo lo sostengo y soy más que la desaparición de esos ojos”. Se trata de una desaparición que aparece, que tiende puentes hacia lo biográfico. El “yo” disuelto, el “yo” biográfico, convive con el blanco, el silencio, el olvido, puesto que “la vida existe sin palabras”. Ya que “nada es lo que es, sino lo que aparece”, Cociña busca formas de aparición de las palabras que abran espacios para lo visible y lo invisible, lo presente y lo ausente, con palabras propias y ajenas. La utilización de procedimientos específicos, me parece, se subordinan a la idea de poesía como proceso de verificación de una percepción plena desde la incertidumbre.
En este sentido, las conexiones y relaciones que establecen los poemas no están en función de una metáfora que trasciende lo conectado. La conexión es en sí la posibilidad encarnada de la fluidez y de una disponibilidad. Es fruto de un pliegue a partir del cual la escritura vuelve a desplegarse.
En La casa devastada, procedimientos que antes permitían distinguir entre libros diferentes, confluyen. Estos procedimientos, imbricados en una estructura compleja que multiplica las posibilidades de relación entre los textos, pueden entenderse como cauces que permiten irrigar territorios, permiten la circulación líquida de la palabra fuera de sí, que puede leerse, también, como una continuación del trabajo de Juan Luis Martínez, y La nueva novela, al poner en duda la familiaridad, y enseñar la incertidumbre como espacio habitable.
Porque lo habitable exige la devastación de lo familiar, entendido como “programa”. Cociña, en cambio, busca situarse “a la intemperie [donde] se pierden las diferencias”, concibiendo los espacios creados como “instrumento para que las cosas sucedan”. Surgen así dos tipos de espacios, claramente contrapuestos. Por un lado, están las “Casas como máquinas de vigilar donde, lo privado se expone, lo doméstico se anula, lo íntimo se castiga” y, por otro, las “Edificaciones abiertas, fluidas, transparentes, con interiores secretos, misteriosos, y exteriores introvertidos”, descripción que se aplica también a los poemas de Cociña.
Es necesario ofrecer una forma de percibir en que lo sólido tiemble. De aquí surge un deber pedagógico: “Transferir ese conocimiento es más complejo que traspasar tecnologías, concebir las interacciones o estar en ellas, sin terror”. Lejos de la “impostura” de “describir la vida personal”, Cociña en La casa devastada nos muestra “el sonido lejano de paredes que se deslizan, de piedras que se desmoronan, del rumor de techos que se derrumban”. El establecimiento de estas relaciones fundadas en la incertidumbre y la inestabilidad, es un llamado a un deber —libre— de creación, pero también una advertencia acerca de los riesgos del lenguaje. En efecto, si “Las cosas que no existen están en el origen de las palabras”, es vital mantenerse expuestos a “Cosas desconocidas [que] están en la imaginación, y sensaciones. Descripciones imposibles, arrebatos y murmullos en ambas paredes de la piel”. La poesía de Cociña apunta así a la creación de una nueva relación que “es otra entidad, un todo distinto de sus partes, un mar cuya capacidad de absorción puede disolver la bóveda de un universo”.
En un poema publicado en junio de 1973, incluido en esta antología, y publicado en la revista Fuego Negro, ya se anunciaba este itinerario explorado a lo largo de casi medio siglo: “por estas tierras /un pequeño mundo / busco en el silencio de los cortos viajes”. Cabe esperar que cada vez sean más quienes acompañen a Cociña en su generosa reescritura de los límites, su disuelta resolución a hacer aparecer y desaparecer fronteras. Por mi parte, se trata, muy modestamente, de seguir un ejemplo que resuena en diversos espacios y momentos, con esa concentrada y luminosa determinación.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El rigor de la incertidumbre (o la irrigación de lo posible)
"Poesía cero", de Carlos Cociña.
Descontexto Editores, 2017
Por Christian Anwandter
Publicado en MULA BLANCA, 15 de junio 2018