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Escribir sufriendo, sufrir escribiendo
Carla Cordua
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Nunca antes se había escrito tanto sobre la escritura. Más que novelas, ensayos, biografías, o lo que fuera que el escritor solía componer en tiempos pasados, ahora último el autor se siente llamado a ofrecernos extensas noticias acerca del ejercicio de su ocupación. Procede, para ello, a reemplazar sus antiguas tareas por efusiones sobre la experiencia de escribir, eso que antes formaba parte del trasfondo tácito, supuestamente obvio, de su actividad. Sin haber inventado todavía sus protagonistas e incluso antes de fijar el tema que tratará, el escritor corta por lo derecho y se asigna la categoría de protagonista y tema principal de su quehacer. Por eso los lectores, habiendo aprendido tanto acerca de la creación literaria, sus altibajos, episodios y padecimientos, añoramos la inocencia con la que se la solía practicar. Refiriéndose irónicamente a este hábito de sus colegas, Lillian Hellman dice: "Hablan primorosamente de sí mismos, los escritores".
Pero las apreciaciones que el escritor se dedica suelen ser más lúgubres que celebratorias; casi nunca son irónicas, rara vez, humorísticas, como aquella que concluyó que: "Escribir libros es lo más parecido a dar a luz a una criatura que los varones han logrado hacer". Por eso, escribir es una tortura, como dijo Lord Byron.
Así hemos aprendido la diferencia entre producir una obra y ésta. Es la producción la que monopoliza los esfuerzos de los autores. El terrible quehacer aparte de su resultado, motiva las quejas: escribir sufriendo o sufrir escribiendo es la suerte de la personalidad literaria. George Orwell destaca el misterio de esta vocación: 'Todos los escritores son vanos, egoístas y flojos (...) Escribir un libro es una lucha larga y agotadora, como el ataque de una enfermedad dolorosa. Uno nunca se propondría algo así si no estuviese empujado por un demonio al que no podemos ni resistir ni entender". Una de las víctimas más notables de la condición moderna del escritor que no puede abstenerse de pensar sobre todo en sí mismo, fue Franz Kafka. No solo sufrió escribiendo sino que llenó sus diarios y sus cartas de quejas y reproches dirigidos contra sí por no poder escribir, por no querer hacerlo, por dejarse distraer de hacerlo, por sospechar de sus fuerzas para hacerlo, por encontrar inútil hacerlo en las circunstancias adversas de su existencia. Lo único peor que sufrir escribiendo, sostuvo, es no querer escribir ahora y encontrar inaceptable lo escrito la noche antes, esto es, padecer por no haber sufrido productivamente.
En este caso egregio, el autor solía hacerse exigencias dificilísimas de satisfacer. Sus propósitos artísticos coexistieron en su persona con un espíritu crítico agudo y constantemente alerta que solía impedirle encontrar satisfacción en los resultados obtenidos. Escribir no fue para Kafka una profesión sino la vocación de hacerse infeliz, una vocación sospechosa como la culpa sin delito del protagonista de El proceso. Su rigor era lúcido y voluntario: eso es lo que él era y nunca se permitió infidelidades. Pavese, en cambio, creía que el sufrimiento literario traía su propio remedio: "Elegir lo más difícil para uno mismo es nuestra única defensa ante las dificultades (...) Aquellos que, por su propia naturaleza, pueden sufrir completamente, máximamente, tienen una ventaja. Es así como podemos desarmar el poder del sufrimiento, haciéndolo nuestra propia creación, nuestra elección propia, someternos a él".