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Elites, elitismo

Por Carla Cordua
Publicado en revista UDP, Número 09 / 2012


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Todas las palabras necesitan un contexto y las ambiguas, más que las otras. Lo vemos en el caso de “elite”, que exige, además de contexto, precaución y un poco de historia para evitar confusiones. Su sentido original era honorífico y la expresión fue usada primero para designar a lo reconocido como superior en valía, en poder, en prestigio, en elegancia. Servía para referirse especialmente a los príncipes y a sus nobles. Pero cierto vuelco histórico europeo marcó al concepto de “elite” con la ambivalencia que lo caracteriza hoy, cuando se ha vuelto capaz, según el caso, tanto de insultar como de halagar. A pesar del contraste adquirido, la expresión conservará su significado positivo hasta hoy: pues todavía un grupo cuyos méritos son reconocidos por casi todos constituye una elite en el sentido temprano del vocablo. Se lo usa, por ejemplo, para referirse a los portadores actuales de conocimientos difíciles de adquirir y poco difundidos, como en “la elite de la física cuántica”; también, para señalar a los exitosos en cosas de gran utilidad y presuntamente meritorias, como en “la elite de los hombres más ricos del mundo”.

La Revolución francesa puso término al dominio político de la elite cuya nobleza y posición heredada reconocidas eran de origen medieval. Una vez destruido el poder monárquico absoluto, pareció, por un momento, que nada más que la virtud revolucionaria merecía honores. Pero rápidamente el nuevo poder político, una vez instalado en su favor por los rebeldes triunfantes, reclamará ser una elite en nombre de su función dirigente y de su poder de facto. Sin títulos y sin grandes fortunas heredadas, sin apelación a derechos de origen divino, los recién llegados defendieron el poder conquistado mediante el ingenio y la audacia, imitando en lo posible las grandezas pasadas. La política moderna, en cuanto vocación riesgosa, esforzada y sin garantías, no logra convertirse en una actividad capaz de generar una elite específica con sus representantes actuales: no suele decirse “elite política”. Plagada por la competencia interna entre aspirantes siempre insatisfechos de sus logros, la política no produce ni agrupa enteros, sólo engendra partidos.

Pero “elite” en el lenguaje instrumental de los políticos, ya sea panfletario, ideológico o descriptivo, le confirió al vocablo funciones mayormente demagógicas y lo facultó tanto para acusar como para insultar. El doble sentido positivo/negativo de “elite” está ligado al gran viraje de los tiempos modernos. Al castellano “elite” nos llega del verbo francés élire=elegir, que a su vez viene del latín eligere=seleccionar. A partir del siglo XVII francés, “élite” designa, como vimos, a un grupo social selecto, que detenta derechos antiguos, títulos, propiedades, poderes y privilegios. El término se difunde por Europa en general en el siglo XVIII y ya en el XIX penetra en el lenguaje de la filosofía social y la sociología. En el nuevo círculo provocará las reacciones de diversos teóricos del asunto, como Friedrich Nietzsche, Georges Sorel, Vilfredo Pareto, Charles Wright Mills, José Ortega y Gasset, entre otros. Ellos interpretan el fenómeno y sus derivados de una manera estimulantemente diversa. Por otra parte, la difusión de “elite” llegará a designar peyorativamente a una ideología, el elitismo, y adquirirá además la función servil del eslogan político. Estos diferentes cambios y etapas de su historia no consiguen eliminar del todo el primer sentido honorífico de “elite”. En el lenguaje militar de tiempos de Napoleón, las “tropas de elite” son las seleccionadas por sus méritos guerreros. A pesar de que las guerras continúan hoy como siempre, ya no usamos la palabra “elite” para aquello que las sirve mejor, pues ahora se trata, en su mayoría, de maquinaria, elementos químicos e infecciones letales.

En compensación, el uso ambivalente del término “elite” prosperó hasta hace poco en la política sirviendo a la vez para reemplazar a la parafernalia medieval y para darles su merecido a los rivales del orador. Siguiendo a Sorel y su noción de las “minorías creadoras”, tanto Lenin como Mussolini, mientras gobernaban, se dejaron convencer de que había elites útiles; les asignaron a algunas de ellas ciertas funciones directivas de carácter revolucionario para movilizar a las masas. Hoy mismo, en cambio, salvo por algún raro y excepcional uso honroso, la palabra se encuentra en vías de extinción, reemplazada en parte por “líder” y “liderazgo”, pero mayormente desplazada por el surgimiento de técnicas de ocultación de las elites del capitalismo global detrás de poderosas organizaciones administrativas neutras e impecables, especialistas en dar la cara pero conocidas solo por sus indescifrables siglas.

Los grupos extremistas que aparecen en medio de las democracias relativamente liberales de hoy, a menudo se mantienen unidos debido a la intensa conciencia común de constituir una elite, aunque no se valgan de este término para caracterizarse. Mientras menos numerosos son como colectivos, más convencidos están sus miembros de ser sobresalientes, distintos y mejores que la masa que los rodea por fuera. Son elites autodesignadas y pueden, en algunos casos excepcionales, consistir nada más que de un individuo en busca todavía de compañía adecuada, como parece ser el caso de Anders Behring Breivik, el nacionalista noruego decidido a purificar matando. La conciencia de la propia superioridad aglutina a los extremistas principalmente contra lo externo, pero no ejerce esta capacidad hacia adentro mientras el grupo no haya producido ya un jefe indiscutido y enérgico que mantenga sometidos a los miembros en el sitio que su autoridad les ha asignado. La convicción sostenida de ser una elite y las correspondientes acciones grupales, a menudo extremistas, dependen de que el poder disponible esté establecido con claridad y de que sea normalmente acatado. Pues toda elite, aún las imaginarias, están ligadas a cierta forma y determinada cantidad de poder (cf. Wright Mills: power elite), también en el caso de grupos extravagantes con pocas posibilidades de llevar a buen término sus planes.

Etimológicamente, elite designa el conjunto de los elegidos, que son pocos, según dice el Evangelio. Sin embargo, y debido a la diversificación de la vida moderna, han llegado a ser muchos los grupos que cultivan, cada uno, su propia selección interna de sobresalientes. De manera que han llegado a existir elites según criterios de muchas clases: en las artes y las ciencias, en el deporte y la industria, en las bolsas de valores y en la medicina que enfoca virus que matan a destajo aún antes de ser clasificados y de adquirir un nombre propio. Incluso los indignados comienzan a diversificarse como si quisieran darse sus propias elites: el reciente Movimiento Patriota de los Estados Unidos de Norte América, compuesto por unos 1.270 grupos formados por “ciudadanos soberanos antigubernamentales”, “en guerra contra el gobierno”, que “creen que no están obligados a cumplir las leyes y que no deben pagar impuestos”, tiene algunos rivales pero constituyen al menos una elite numérica con un programa enunciado con claridad. También exhiben elites los Museos de Cera de Madame Tussaud en Londres y Nueva York, ofreciendo las efigies supuestamente halagüeñas de los famosos y notables según la selección establecida por los medios internacionales de comunicación; y lo hace asimismo, a su manera, el Salón de los Ídolos Populares de la Casa de Gobierno de la República Argentina, que homenajea a los “amores de los argentinos”, según el decir de la presidenta de la nación.

¿Necesita el mundo actual una elite visible y conocida o seguiremos viviendo sin antecesores, sin modelos, sin inspiradores que pudieran señalarnos una dirección, recomendarnos tareas y procedimientos, revelarnos posibilidades no probadas? No parece ni necesaria ni viable. Aunque comprobamos que nunca hubo antes una generación humana tan amenazada y falta de apoyo, sabemos que se trata de circunstancias en que el poder y los poderes se ejercen lo más secretamente posible mientras la novedad de la situación mundial arroja a las ciudadanías, privadas de la información decisiva, en el desconcierto de una travesía sin guías. De haber una elite, no diré controlable o sujeta a influencia, pero de cuyos propósitos constructivos no cupiera dudar, sería necesario que al menos su nuda voluntad fuera identificable, para adivinar lo que nos reserva el futuro. Pero los grandes capitales que recorren frenéticamente el planeta buscando incrementar su rendimiento anual no tienen rostro y su voluntad solo aspira a producir más de lo mismo.

La llamada era del conocimiento ha engendrado un gran símbolo que la representa verazmente y mejor que las palabras. La China contemporánea, el país más poblado del mundo, tampoco tiene un rostro cuya expresión sea legible. No la descifran sus habitantes, salvo tal vez un par, tal vez dos pares de varones en los que se concentra todo el poder político del misterioso gigante. Tampoco la entiende su enorme Congreso, carente de facultades y de poder, ni su Partido Comunista, que, dando palos de ciego, decidió hace poco permitir la militancia oficial de los grandes millonarios nacionales. Es probable que estos nuevos comunistas nunca pudieron formar una elite interna, pues, de haberlo conseguido, ¿para qué querrían ser parte del partido único? A China tampoco la conocen los extranjeros y es por eso que la temen y la identifican con el futuro, el otro enigma temible cerrado sobre sí. A esta gran potencia secreta, símbolo de los tiempos, enviamos en 2011 una cuarta parte de todas nuestras exportaciones, resignados a que, no obstante nuestras leyes de transparencia, sea el secreto lo que decida nuestra suerte y la de nuestros contemporáneos.

 

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Carla Cordua. Filósofa y académica. Autora, entre otros libros, de Wittgenstein: reorientación de la filosofía, Sloterdijk y Heidegger: la recepción filosófica y Pasar la raya. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales en 2011.



 

 

 

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