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Con lectura y sin lectura

Carla Cordua
Revista Anales. Séptima Serie, Nº 6, junio 2014


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Muchos libros se refieren a la lectura de una u otra manera. Pero hay unos pocos que llevan el tema por dentro como parte principal de su contenido. Estos tratan directamente de la lectura en sus páginas y nos la hacen presente todo el tiempo mientras lo leemos. Sin duda este es el caso de El Quijote de Cervantes, que comienza dirigiéndose al que lo leerá como “desocupado lector”. Pues el autor se prepara para introducir al desocupado don Quijote, que se ha pasado la vida leyendo sin dejarse distraer por otras ocupaciones. “En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio…” (I, 1). El personaje aparece en la novela a punto de dejar de leer para entregarse a poner en acción lo leído en sus libros de caballerías, imitando las vidas de los caballeros andantes y sus aventuras. Todo lo que el hombre se propone procede de su voluntad de poner en práctica lo leído, por las rutas de España que se dispone a recorrer.

De no ser que va acompañado por Sancho, que es analfabeto y nunca ha leído nada, don Quijote no tendría que hablar continuamente de sus lecturas anteriores, explicando sus hazañas y el valor de los caballeros andantes, sus costumbres y actitudes. Para que Sancho entienda cada paso, cada decisión de su señor, quien ha salido para imitar a aquellos personajes de sus lecturas, el dialogo de don Quijote ha de referirse a quien lo inspira. Así se informan simultáneamente en el libro de Cervantes tanto Sancho como su lector. Las consideraciones de don Quijote declaran quién es, en cada momento, el modelo imitado y lo que corresponde hacer para emular su heroísmo.

Sancho que no sabe leer es introducido oralmente en el mundo de la caballería andante. Pues el protagonista tan bien leído anda lleno de ejemplos provenientes de su biblioteca, y para cada circunstancia puede evocar el caso inspirador. La sabrosa conversación entre los compañeros de aventuras que llena el libro se justifica literariamente por la diferencia que separa al lector empecinado y gozoso del otro, que, aunque sabe muchas cosas, no las obtuvo mediante la lectura y es por eso del todo ajeno a las convenciones de la caballería andante.

También los discursos de don Quijote son sacados de libros. Todo en don Quijote es imitado: sus impulsos justicieros, su necesidad de buscarse una enamorada, sus armas y vestiduras, sus gestos grandiosos, su orgullo caballeresco: todo destila literatura. Claro que los planes librescos del protagonista chocan todo el tiempo con realidades porfiadas que no se adaptan a las escenas montadas por el ambicioso lector que quiere darle vida y espesor real a lo leído. El humor y la ironía de Cervantes florecen en estas situaciones que oscilan entre la imaginación literaria y la realidad prosaica que frustra las intenciones del caballero. De nuevo la oposición entre los miembros de la pareja del señor y su escudero, la diferencia que separa al saber libresco de la sabiduría popular, que depende de la observación de lo inmediato y del carácter repetitivo de la experiencia cotidiana, se iluminan por el contraste de una y otra.

Don Quijote tenía una librería de “más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños” (I, 6). El ama del caballero acompaña al cura y al barbero que piden ver la biblioteca de don Quijote. Ya sabemos que tanto los libros como las bibliotecas tienen enemigos que suelen quemarlos. El ama se asusta al ver tantos libros y trae una escudilla de agua bendita y un hisopo para que el cura bendiga el aposento:

“Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

—No —dijo la sobrina; no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.

Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:

—Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me lo parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le demos, sin escusa alguna, condenar al fuego.

—No, señor— dijo el barbero—; que también ha oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como único en su arte, se debe perdonar.

—Así es verdad —dijo el cura—, y por esta razón, se le otorga la vida por ahora”.

“Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador y así se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores” (I, 7).

El jurado sin juicio que quema los libros de don Quijote en nombre del bien y la virtud, es tan cobarde y mentiroso como desleal: está dispuesto a aprovecharse de las fantasías del caballero para engañarlo y esconder su delito. Cuando el caballero perciba que su biblioteca ha desaparecido le dirán: “Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el diablo”.

Las relaciones entre don Quijote y Sancho van cambiando a lo largo del libro. El caballero lo corrige frecuentemente, Sancho aprende sin dejar de cometer errores. En el español de entonces hacer las cosas “con lectura”, quiere decir hacerlas doctamente, pero Sancho, a pesar de sus ambiciones, nunca se vuelve del todo docto porque no sabe leer. Aspira a hablar, dice “de oposición y a lo cortesano”, que quiere decir “hablar muy doctamente, como si estuviera en una oposición”, pero no acaba de llegar. Don Quijote le dice:

“—Cada día, Sancho, te vas haciendo menos simple y más discreto.

Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced —respondió Sancho—, que las tierras que de suyo son estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos. Quiero decir que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído…” (II, 12). Pero no basta con los esfuerzos; el caballero ve que Sancho acaba despeñándose “del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no viniesen a pelo de lo que se trataba, como se habrá visto y se habrá notado en el discurso de esta historia”.

Sin lectura, los refranes representan el tesoro estable de la cultura popular. Sancho dispone de ellos en abundancia y los aplica entusiastamente aunque no siempre de manera oportuna. Conversan:

—Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque del dicho al hecho hay un gran trecho.

—Hay lo que hubiere —replicó Sancho—, que al buen pagador no le duelen prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda y yo hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un gerifalte. ¡No, sino póngame el dedo en la boca, y verán si aprieto o no!

—¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito —dijo don Quijote—, y cuándo será el día, como muchas otras veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada!” (II, 34).

En trato con los duques, Sancho aprende no solo las cosas del decir correcto y oportuno, sino que va adquiriendo también un poco de orgullo de sí, el cual le viene del buen trato que recibe allí y de la cortesía que reina entre todos:

“Preguntó la condesa al duque si sería bien recibirla [a la dueña Dolorida], pues era condesa y persona principal.

—Por lo que tiene de condesa— respondió Sancho, antes que el duque respondiese—, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recibirla; pero por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.

—¿Quién te mete a ti en esto, Sancho? —dijo don Quijote.

—¿Quién, señor? —respondió Sancho—. Yo me meto, que puedo meterme, como escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en la escuela de vuesa merced, que es el más cortés y bien criado caballero que hay en toda la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir a vuesa merced, tanto se pierde por carta de más como por carta de menos, y al buen entendedor, pocas palabras.

Así es, como Sancho dice —dijo el duque—: veremos el talle de la condesa, y por él tantearemos la cortesía que se le debe” (II, 38).



 



 

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