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EXCESOS

Por Carla Cordua

Prólogo para Excesos, de Mauricio Wacquez.
Editorial Sudamericana, Santiago, 2005. 114 páginas



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PRÓLOGO

no relatar los sueños sino la secreta vida que los saca a la conciencia
M.W.


Esta colección de narraciones cortas de Mauricio Wacquez está organizada en tres partes; la primera repite el título del libro y contiene siete narraciones. La segunda, "Transparencias", consta de tres cuentos y la tercera, "Secuencias", se diferencia de las precedentes por su acentuado carácter descriptivo de situaciones que dan la impresión de ser autobiográficas, tal vez recuerdos de la niñez y la juventud del autor. Los ocho trozos que conforman esta última parte no son cuentos independientes sino breves composiciones que apuntan todas a lo mismo, el modo de vida de una familia chilena de provincia, presumiblemente la del autor. Estos fragmentos se subtitulan "La casa", "El Tata", "Los almuerzos", etc. A pesar de las diferencias señaladas, encontramos en las dos primeras partes la presencia de temas y personajes tratados también en la última. Así la parte final del libro ilumina y enriquece a las primeras, disolviendo el deslinde entre los cuentos y los trozos más personales.

Todas las partes de Excesos están fechadas por su autor se trata de piezas compuestas entre 1967 y 1969 en diversas localidades europeas. Los lugares y situaciones narrados, en cambio, son chilenos; ambientados en Santiago, Chena, Quillota, El Quisco, Valdivia, etc. y relativos a circunstancias fácilmente reconocibles para lectores de aquí. De manera que el escritor, con residencia y trabajo en Francia, compone entre sus 28 y 30 años de edad estas piezas que se refieren directa o indirectamente a su primera juventud en su lejano país de origen. Excesos está escrito con agilidad y precisión donde hace falta; pero el autor muestra una gran habilidad para las medias tintas y las evasiones, dejando en la oscuridad lo que prefiere sólo sugerir y asignando al lector la tarea de barruntar lo que no mencionará expresamente. El castellano de Wacquez, aunque sencillo y directo, es rico en aciertos poéticos y observaciones penetrantes. En la prosa hay señas del habla chilena: ocasionalmente sustituye "ahora" por "altiro", digamos. También un raro "estom-pado", probablemente un galicismo derivado de estompé = 'de contornos borrosos', que calza bien con el contexto en que aparece.

Los cuentos contienen violencias de varios tipos: rostros deshechos por el ácido, asesinatos, venganzas, accidentes fatales, violaciones, orgías de sangre. "Nada ni nadie impedirá que lo lleves a cabo. Tu venganza no podrá recordarte los momentos del futuro. Tu sangre, la misma que terminará traicionándote, te golpea los oídos, te humedece la boca. Entonces escoges el arma" ("Jamleto en Chena"). En los trozos más personales, las relaciones entre padres e hijos, entre patrones y sirvientes son, entre otras cosas, también brutales. El hijo recuerda: "Y con mi padre nunca supe si después de una caricia vendría una bofetada, nunca me sentí seguro, al resguardo, en sus brazos. Podía estarme besando, felicitando: bastaba que alguien preguntan quién quebró esto para que sintiera el golpe que enceguecía, que me hizo muchas veces perder el conocimiento. Los interrogatorios eran ineficaces. A gritos, los ojos desorbitados, la baba se esparcía en todas direcciones. Eran ineficaces porque siempre mentí" ("La casa"). "Por esto y otras cosas, la pugna existía en la familia. Juan Pablo y Rosa desdeñaban a la familia de mi madre... La primera mujer de mi padre era extranjera, descendía de nobles belgas, había fotos y pergaminos. Yo crecí en medio del culto que mi padre y mis hermanos testimoniaban a esa mujer fabulosa... Al lado de ella, mi madre era bien poca cosa" ("Los almuerzos").

Las violencias y los sufrimientos de los personajes de Wacquez en este libro aparecen oscuramente ligados con el hecho de haber crecido culpables, en parte, obviamente, debido al miedo que los menores tienen al poder arbitrario de los adultos cercanos. Para quien está dominado por un sentimiento generalizado de culpa, la actividad de soñar constituye una experiencia de libertad. Lo que se sueña no necesita justificación: precisamente por irreales, los hechos soñados no nos avergüenzan pues, en cuanto involuntarios, escapan a la moral ("Ilsemedeayocasta"). Pero los sufrimientos juveniles provienen también de haber carecido de una oportunidad en la que aclarar los propios impulsos, en particular, los sexuales. Nadie habla oportunamente de estas cosas, nadie las aborda siquiera; sólo aparecen ligadas a amenazas y peligros inimaginables. Ciertas escenas que envuelven al hijo adolescente que contempla a la madre en su dormitorio parecen inspiradas tanto en Freud como en el Hamlet de Shakespeare. Pues el deseo incestuoso que considera a la mujer dormida está, en último término y en verdad, dirigido contra el padre: "Debo hacerlo, padre". "Para que él plante su gesto, que me llena de la vida que me dio un día y que yo ahora le devuelvo" ("Jamleto en Chena").

Menos turbios pero no menos amenazantes resultan ser para el muchacho las experiencias de vacilación entre la hétero y la homosexualidad. Se trata de una indecisión que le tocará abordar sin guías, conocimientos o ensayos previos, y que cae sobre él, sin embargo, con la fuerza de una tormenta sin control o freno posibles. La segunda parte del libro, "Transparencias", contiene los tres cuentos más complejos de la obra, tanto por su composición como porque la economía de los medios de que se vale el autor en ellos exige que el lector complemente con sus propias luces el sentido de la narración esquemáticamente dibujado por el texto. Valga como ejemplo de este carácter elusivo de estos relatos el caso de "El alba de ningún día". Un asmático sufre un ataque de su enfermedad después de visitar con su mujer un cementerio en el que se encuentra la tumba de un amigo muy especial de su juventud. Inmediatamente antes de morir, en su semiconciencia de lo que lo rodea, el enfermo comienza a confundir el curso de su enfermedad actual, las actuaciones médicas y las alarmas de su familia, con episodios de aquel pasado que compartió con su querido Juan, cuya tumba acaba de visitar piadosamente. Los estímulos físicos de la agonía actual son interpretados por el moribundo como situaciones de su feliz juventud ¿enamorada? con el amigo muerto. La notable delicadeza de la narración de esta fantasía insertada en la realidad terrible del morir, va presentando la recuperación errónea del pretérito remoto sin perder el contacto con el proceso real de la agonía del enfermo. El lugar común según el cual en el momento de la muerte la memoria nos devuelve el pasado de nuestra vida es presentado aquí en una versión que lo ennoblece y limpia de su carácter supersticioso. La muerte, a la que Wacquez, parafraseando a Shakespeare, llama "la noche sin alba", reúne al final al presente real con la imaginación del pasado iluminado por la amistad de Juan.



 

 

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