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¿Cómo somos los chilenos?
Aquí y allá

Por Carla Cordua
Revista QuéPasa. 10 de septiembre de 2010




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Entre las palabras despectivas que se usan en Chile para hablar de la gente de otras tierras hay una que me identifica por contraste como una chilena disconforme. Se trata de "tropical". Usada peyorativamente es una exclusividad del país. En el diccionario tiene un matiz de exuberancia que no ofende. Nosotros, en cambio, lo usamos para despreciar.

"Tropical" vale acá tanto como decir "de mal gusto", "estridente", "excesivamente colorido", "chillón". El verdadero opuesto de "tropical" es para nosotros "sobrio", que, dictado por la vanidad, designaría lo que somos y equivaldría a lo que nos halaga ser: moderados, capaces de imponerse límites, equilibrados, y sobre todo, sobrios, claros, de buen gusto siempre.

Cuando de colores se trata, somos amantes del gris, de la media luz, de la niebla sin fulgores extremos. Pero, ¿será un mérito evitar los colores intensos, lo brilloso variopinto, lo frondoso que abunda sin esfuerzo? Viví veinticinco años en el trópico y fueron muy buenos tiempos. No me costó casi nada "aplatanarme", como suele llamarse allá al proceso de adaptarse gustosamente al país, a su gente, su clima, sus costumbres. Lo que me gustaba más que nada eran las noches tropicales, celebradas famosamente en un bolero, pero tan misteriosas, profundas y únicas que nada, ni siquiera un bolero pegajoso, podría hacerles mella. Lo que no me gustaba, en cambio, era el calor del mediodía. Es sabido que para sentirse en casa es preciso tener preferencias bien definidas y que este sentimiento depende de poder decir que sí y que no, según la ocasión.

Sin seguir argumentando, me pongo bajo el amparo de una famosa viajera chilena que conoció mucho los trópicos y admiró a su gente; lo dejó por escrito de modo que bien podría servir para despejar ciertas confusiones de la vanidad que no nos dejan ver quiénes somos. Gabriela Mistral amó los trópicos, las islas antillanas que parecen sembradas al azar en la laguna azul del Caribe, el verde de la vegetación sin estaciones que, excediéndose más allá de la tierra, avanza sobre las aguas y funda nuevos territorios a fuerza de troncos y de raíces. La Gabriela de las arenas secas del norte, al que nunca achicó, supo crecer hasta sentirse felizmente abrazada por la humedad caliente, donde su lengua castellana tenía otro ritmo. Como era abierta y generosa, los otros, los demás, no fueron nunca para ella inferiores, feos, peores, infelices, sino aquello que son siempre: la oportunidad de toda gratitud y amistad.

Elijo algunas palabras suyas entre las que dedicó a los trópicos y a los tropicales. "Las islas más bellas del repertorio americano son indudablemente las Antillas Mayores. Su calor no es tanto que las tema el blanco en el verano y su invierno da toda complacencia; la enumeración de sus frutos es la de la aristocracia botánica y el paisaje suyo, a base de palmera y de ceiba, posee una nobleza insuperable. Mis diez días los he vivido felicísimos, con niños, muchachos, maestros, y colegas de mis tres oficios. Me habían contado a Minas (Gerais) como una gran esquiva que al extraño le deja ver el flanco y no el rostro y que se guarda la intimidad... Esta estampa clásica me ha fallado para mi bien. La ciudad ha sido, para mí, precisamente su opuesto: me han dado la honra de su confianza y el regalo de su cariño. Y mi mayor flaqueza de chilena y de mujer, tal vez sea ésta: busco la familiaridad inmediata, quiero la buena fe, pido, como todos los errantes, la casa tibia en que entrar...".



 



 

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(¿Cómo somos los chilenos?).
Por Carla Cordua.
Revista QuéPasa. 10 de septiembre de 2010