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El temor y el poder
Por Carla Cordua
Artes y Letras de El Mercurio. Domingo 22 de Julio de 2007
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Es probable que todos le tengamos cierto miedo al poder de los demás, o al menos, cierta desconfianza frente a cómo lo usará. La idea de poder está siempre ya contaminada de prevención, por su cercanía con la mala fama. Por eso, los que queremos hablar bien del poder en algún momento de cómoda desaprensión, optamos por llamarlo con otros nombres, como vivacidad, energía, virtud, iniciativa, seguridad, persistencia, fidelidad. Pero recuperamos la palabra "poder" al retornar al sentido de realidad que más de una vez nos advirtió que no perdiéramos de vista la nota de arrogancia que caracteriza al poder de los otros. De manera que, aunque no quisiéramos identificar el poder con la arrogancia, parece sensato recordar que quien lo tiene podría permitirse las arrogancias que de momento pudieran antojársele. Así es como, pensándolo bien, parece conveniente decir que el poder tiene permanentemente la posibilidad de volverse arrogante sin miedo a las consecuencias.
Pero recordemos también que son muchos los pensadores que han sostenido que es precisamente el que tiene poder quien de continuo está preso del miedo de perderlo o de que su derecho a ejercerlo sea cuestionado o negado por alguien. Tal vez aquí se hace manifiesta la verdadera relación del poder con el miedo, que podría ser, no tanto ni tan persistentemente, el de las potenciales víctimas del poderoso sino, más bien, los terrores del investido de poder que no está seguro de que su condición le pertenezca legítima o permanentemente. Aunque sea, en general, temido por los demás, lo que lo tortura de veras son las sospechas que alberga sobre sí mismo, tanto acerca de sus capacidades como de la justificación de
aquello que lo distingue de otras personas.
Maquiavelo concibió a su príncipe teniendo en cuenta los sufrimientos asociados a la posición del gobernante en la ciudad. Su teoría del poder, que le concede libertades criminales al gobernante, parece hacerlo en vista de las torturas que éste sufre pensando en los proyectos que urden sus rivales, y en lo que podría salir de esa masa movediza e imprevisible de la ciudadanía. A las dudas sobre sí mismo, ¿porqué yo? ¿cuánto me durará? se agrega la de cómo saber lo que se maquina detrás de las sonrisas y los gestos obsequiosos. Lo que haremos mañana es siempre difícil de calcular anticipadamente, pero lo que harán los demás no conseguimos ni siquiera imaginarlo. Lo dicho sugiere que la
experiencia del que manda supera en sufrimiento a la de los sometidos. El político sufre porque se sabe sospechado por los demás y duda él mismo de que haya razones insuperables que legitimen su posición de privilegio. Del poder de gobernar ha dicho un filósofo contemporáneo, con cierta exageración: "El poder político ha de justificar de nuevo en cada instante su ejercicio para distinguirse de la criminalidad". Como el mundo está lleno de lugares inaparentes, sólo quien ocupa el trono está siempre a la vista. La constante exposición pública es la que impone al político la necesidad de hallar una razón demostrable que justifique la división entre poderosos e impotentes. Esta diferencia, tan permanente que parece no tener comienzo ni estar destinada a desaparecer, no tiene justificación alguna, dice el anarquista. Pero la mayoría se acomoda a ella como si se tratara de un aspecto inalterable del paisaje.