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La luz en la montaña y una mudanza

Sobre la poesía de Cristián Cruz
«Una bella noche para bailar rock», editorial Aparte 2024

Por Diego Alfaro Palma

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Hay lugares que son como una casa, aunque no lo son, pero en el que se percibe una atmósfera familiar. Me pasa mucho con ciertos restaurantes, que por estos lados los llamamos “fuentes de soda” y que en otros los tildan de “bodegones”. Los hay de todos los tamaños, colores y menúes imaginables, sus mozos son despreocupados y hábiles en el arte del chiste corto, sus suelos no son los más limpios, ni sus cervezas las más heladas, pero hay algo en su pan crujiente, en la manera en que humea el consomé que me hace bordear el sentido último y más profundo de la humanidad.

Una meta en mi vida ha sido registrar estos lugares en la memoria, conversarlos y exponerlos laxamente con amigos. Me pasa lo mismo con ciertos libros de poesía, que quedan prendados con sus imágenes y no nos sueltan en meses. Ahí está uno, en esas fuentes de soda, hablándole a una amiga de esos versos maravillosos, de ese conjunto de hojas que detuvo por un instante la maquinaria de la vida hiperproductiva. Me pasó, en este último verano, aprovechar un fin de semana para salir a acampar y llevar conmigo un solo volumen del que esperaba —no a ciegas— me hiciera compañía entre los acantilados y chaguales del sur de Valparaíso. Y estaba, nuevamente, leyendo en voz alta a mis compañeros de viaje, que sin ser expertos en el arte de la poesía, saludaban esos versos movidos por la brisa marina.

Una bella noche para bailar rock, antología de la obra de Cristián Cruz  (Editorial Aparte) merece tener su propia fuente de soda, o quizás la tiene y no lo sabemos, porque de un tiempo a esta parte nadie duda de la maestría de este poeta por estas tierras. Si nos juntamos a hablar de los “buenos”, de los que nos gustan, siempre está el nombre de Cruz. Ya hace casi 20 años que lo leemos y saludamos sus aparecimientos. Nada de aspavientos, ni de bombos o autobombos, mucho menos de los extintos suplementos culturales, Cruz no los necesita, es un oficiante de la palabra que merece su tiempo, ser acompañado de una copa y reimaginar en la mente las escenas que nos narra, durante meses.

Me volví un parroquiano de su poesía tras leer El poema de la aldea de Kiang, una noble reescritura de un poema de Tu Fu, en claves rurales chilenas, sintética, casi cinematográfica. Un padre vuelve de la guerra en su versión fantasmal y le aconseja al aire de su casa cosas que no se deben dejar de hacer, y uno no sabe bien si alguien lo escucha o si no es realmente un fantasma, pero para quien lea este texto elástico y profundo, debe saber que ahí existe alguien comunicándose con la otra vida.

En Reducciones Cruz hizo la misma operación, la de hablar con los muertos, pero ya no desde China, sino desde su cotidianidad. Es un libro fuerte, físico, terrestre, brutal a momentos, una despedida a un padre y muchas cosas más. Es por eso que leemos a Cristián, porque en cada uno de sus libros hay una profunda sensación de humanidad. Todo está dispuesto en sus versos para que nos miremos a nosotros mismos.

No obstante quiero saltar a una parte de este libro que es la que más me impacta. Se trata de “Camada actual”, un buen título para recoger los escritos que van desde 2015 al 2024. Es como si Cruz hubiera juntado sus últimas creaciones y las hubiera subido en la parte de atrás de una camioneta mientras él conduce sin destino aparente. Aunque pronto el camino se torna oscuro, pedregoso, lleno de los baches de la existencia, a pesar de eso jamás sus ocupantes  pierden la chispa, todos saben que van a un lado aunque ninguno quiera mencionarlo. Y quizás Cruz termina estacionando su camioneta junto a un estanque, prende una fogata y se acompaña de sus poemas, mientras en la radio se escucha una balada rockera de los ochenta. Entonces bailan, cantan, se cuentan cosas.

Eso es lo que siento al leer y releer “Camada actual”, es realmente un “vamos cabros, súbanse” y cada uno de esos escritos no ponen obstáculos, están hechos para andar juntos, se conocen, juegan pichangas juntos y les pasan pocos goles. Pero si hubiera uno que debería ser nombrado capitán sería el más bello del conjunto y, no solo por lo bello, si no por su composición, porque efectivamente es una clase de movimiento y de eso que decíamos antes, una profunda humanidad. “Mi hija patina una tarde de invierno” muestra con desenvoltura una escena familiar, una niña que se acerca hasta su padre en una cancha de patinaje para preguntarle qué figura quiere que haga, un ángel, un cisne o una paloma. Todo eso ocurre mientras el sol se oculta y deja su luz en el macizo de la cordillera. Esto lo dice mejor Cruz, pero no solo es un poema que contenga esa escena, porque detrás de él también existe una profunda reflexión sobre la escritura, del intento, una y otra vez de capturar la fugacidad, de dejar algo ante la debacle.

Por eso me gustan estos poemas, como el de la mudanza de los vecinos, el de tribunales y los antidepresivos, el de salir del hogar cuando las cosas andan mal, el de la congeladora y tantos más, porque funcionan, andan libres de polvo y paja, sueltos, ligeros, dicen lo que quieren, no esperan nada a cambio, son palabras y gestos que se mueven de aquí para allá, con vida propia, pero si los quieres llevar juntos a un paseo, no lo dudan y están arriba de la camioneta antes de que los pases a buscar. Son una buena banda.

Banda de rock, bandada, camada a fin de cuentas. Podría releerlos siempre en esta fuente de soda que es el tiempo y en donde me quedo mirando a ver cómo pasan por fuera del ventanal. Cada uno de nosotros podríamos ser uno, si tan solo asumiéramos quiénes somos, si supiéramos que después de un día de mierda viene un grandioso atardecer, si dijéramos lo que pensamos y no nos escondiéramos en enormes metáforas, en fin, si supiéramos que en este lugar embaldosado el pan es crujiente, el consomé humea, el piso no es el más limpio ni la cerveza la más helada. Una cosa sí: es una bella noche para bailar rock.





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