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EL CÓLERA
Por Cristián Cruz
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Esta crónica fue escrita el año 2005, es parte de un libro de crónicas que publiqué por esos años, cuando era profesor rural en la comuna de Panquehue, en pleno Valle de Aconcagua. En el lugar que trabajaba no existían libros sobre datos, historias o antecedentes del territorio y su gente, y fue para que los niños y niñas campesinos que llenaban mi sala, tuvieran una historia en la cual leerse. Personalmente nunca pensé que una historia así podría repetirse y menos vivirla. Siempre pensé que este tipo de libros se remitían a un espacio y tiempo, y que en cierto grado, bordeaban la literatura fantástica. Esta crónica rescata los datos duros, los testimonios de ancianos que vivieron el relato de la época, relato que sobrevivió de sus padres o abuelos, y daban en cuenta que las pestes eran por lejos, más comunes de lo creemos o creíamos. Además se nutre de los muchos textos de crónica histórica que en la ciudad de San Felipe se solían publicar. Esta ciudad tiene o tenía esa tradición de cronistas, espero acercarme a esa historia.
Esta enfermedad llega a Chile en 1886, recalando primero en Argentina, producto del desembarco de italianos contagiados con este mal. La enfermedad no tardó en situarse al otro lado de la cordillera. Se anunciaba en la prensa local “El Censor”, que en Mendoza la epidemia causa estragos y llama a tomar extremas precauciones. A pesar de los cordones sanitarios puestos en los boquetes y pasos fronterizos, la epidemia llega a Chile. Según la tradición oral, se cuenta que cuatro arrieros argentinos llegan con las sombras de la noche al sector de Jahuelito. Ahí se juntan con lugareños y comparten un mate con la misma bombilla, como es la costumbre. Bastó ese gesto tan cotidiano para que la epidemia se expandiera al resto de la población de Santa María y luego al Valle entero. Pero existe otra versión de lo sucedido: el 25 de diciembre de 1886 llegan al poblado de Santa María el argentino Eloy González junto a su criado Jerónimo Álvarez, este último muere por la enfermedad, contagiando así al resto de la población. A la comuna de Santa María la enfermedad la colocó en el centro de la noticia, pero a su vez la transformó en la punta de lanza de todos los miedos y abusos. Para este pueblo se practicó un cordón sanitario en extremo rudo. Nadie podía salir o entrar en la localidad, para eso se apostó una guardia fieramente armada y con orden de disparar si no se hacía caso a la orden de alto a cien metros de los guardias. A pesar de estas medidas extremas, el cólera se propagó de igual forma por el Valle, y el 31 de diciembre de 1886 el gobierno de Jorge Montt Álvarez declara oficialmente infectada la provincia de Aconcagua. Esto significa que el aislamiento es generalizado, los caminos se cierran y se detiene el tráfico ferroviario por el ramal Llay Llay y la ciudad de Los Andes. También se detiene el servicio de correos, que para ese tiempo lo ejercía el mismo tren. Las cartas pasaban por un tratamiento álgido de planchas calientes para evitar el contagio. El cólera se abre paso raudo y sin contemplaciones, sus síntomas eran en extremo devastadores para quienes tuvieron la mala suerte de contagiarse. La diarrea y vómitos desplomaban al enfermo en 24 horas. Nada se podía hacer, sólo buscar rápido un lugar en donde sepultar los cuerpos. En ese entonces nace por necesidad cementerio improvisados, y en un lugar apartado de la población. La comuna de Panquehue para esa fecha pertenecía al departamento de salud del hospital San Juan de Dios de Los Andes, el cual instaló tres lazaretos en distintos villorrios de la comuna. Estos se ubicaron en Panquehue, San Roque y Lo Campo. Los enfermos llegaban trastabillando a estos centros improvisados de salud y por lo general salían muertos de allí. En el cementerio no se podía asistir a funerales ni algo parecido. Sólo los encargados de las carretas que pasaban de noche por los caminos con una bandera blanca y tocando una campanilla avisaban el viaje para los entierros y retiraban algún fallecido de las casas, cuyos familiares los dejaban en la puerta de entrada. Esta carreta enfilaba tristemente bajo las sombras de la noche rumbo al improvisado cementerio de Viña Errázuriz, el cual con el correr del tiempo se transformó en el actual cementerio comunal. A esta carreta tan tétrica se le conocía como la Carreta de la Muerte y las gentes en las noches, al oírla, apagaban de inmediato los chonchones para sumirse en los jergones o para rezar un Padre Nuestro o un Ave María. Era muy poco lo que se podía hacer, los lazaretos eran atendidos por los más valerosos que desafiaban a la muerte y que habían superado la peste. Era tan rápida la enfermedad, que pronto se extendió hasta Valparaíso y de ahí a Santiago. Antes de eso el pánico alarmó a la capital y se publicaron en distintos medios peticiones tan absurdas como quemar la ciudad de San Felipe y sus poblados más cercanos, entre ellos Panquehue. El diario “El Censor” de San Felipe el 6 de febrero de 1887 en duros términos se refiere a los capitalinos, tratándolos de indolentes y señala que Santiago es la cuna de los hijos mimados de la alta sociedad. Dice esta declaración: “Santiago no contemplará las escenas dolorosas de hambre i desnudez que nosotros en Santa María, Aconcagua Arriba, Panquehue i San Roque. Santiago no se verá encerrado por un triple cordón de bayonetas. Santiago no se verá privado de los artículos más indispensables para su vida diaria”. Como se puede ver el clima de caos y desesperanza era general para los lazaretos de Panquehue, Lo Campo y San Roque. Por la nota expresada en “El Censor” las condiciones eran deplorables. Algunas personas en vista y considerando que sus parientes no serían vistos nunca más en tumba alguna, preferían solapadamente enterrarlos en sus casas, motivados por el cariño familiar. Las madres que perdían a sus hijos caminaban desoladas por la línea del tren después de recibir en el lazareto la estocada de la muerte de un hijo. Asimismo los padres y hermanos. El lamento era general. Filas de gentes por el Camino del Rosal de O’Higgins con uno que otro enfermo en improvisadas camillas hechas de cuerdas y varas de Acacio enfilando hacia algún lazareto de la comuna. Mujeres llorando desconsoladas en las puertas de los ranchos al no poder frenar las fiebres de sus hijos o esposos. Era tal el clima que en el Senado algunos legisladores pedían que se secaran los canales de regadío del Valle de Aconcagua y se destruyera la fruta de las cosechas. Algunas casas fueron quemadas con todos sus enseres, sobre todo aquellas en donde había muerto toda la familia. En los lazaretos los tratamientos consistían en; 50 gramos de agua de canela, 10 gramos licor de Hoffman, 5 gramos de tintura de alnizche y 40 gramos de jarabe de menta. Todo esto mezclado y suministrado en una cucharada cada media hora. Para el alivio de los vómitos se les daba a los enfermos hielo. Para inicios de 1887 la enfermedad comienza a tomar retirada, la totalidad de enfermos en la comuna de Panquehue sumó 120 salvando con vida 42 y muriendo 78. Se estiman los muertos en el Valle de Aconcagua en casi 1.500. Con esta retirada del flagelo los trenes comenzaron a hacer como de costumbre su recorrido, pero a pesar de eso, en las estaciones de Palomar, Panquehue, San Roque, Lo Campo y el resto del ramal, se venden boletos a Valparaíso, pero en Limache se hacía bajar a la gente y se les obligaba a dar un paseo por la ciudad para después dejarles continuar el viaje. En las estaciones de Montenegro, por ejemplo, se habilitaron pequeños cuartos adyacentes para que los viajeros se cambiaran de ropa y se bañaran. De esta epidemia sólo queda el mal recuerdo. Habitantes en algunos sectores lo han sabido por el relato oral, sobre la gran epidemia que asoló al Valle de Aconcagua y al resto del país.
Del libro “La Invención de Pangue” Ediciones Casa de Barro, 2005