Nunca se sabe cuán monstruosa es o puede llegar a ser la normalidad de la vida cotidiana; allí donde parece que nada sucede, sucede todo: la comedia y la tragedia a un tiempo, los momentos más líricos imbricados con aquellos que se caracterizan por su prosaísmo más grosero, la bondad y la perversidad juntas, la paz y la guerra del amor y del desamor. Cristian Cruz en este libro, con implacable realismo —un realismo lírico, habría que acotar— nos sumerge en una atmósfera de vidas rompiéndose, vidas que no son protagonistas de épica heroica alguna (salvo la de sobrevivir en el páramo de los desafectos). En este conjunto de poemas nos adentramos en el mar ácido de relaciones de pareja o de familia dañadas hasta lo indecible cuyos protagonistas de semejante drama son como modernos Prometeos encadenados: se comen las entrañas unos a otros por la eternidad.
Ante tamaño desastre el poeta exclama: “No existe problema alguno; hemos sobrevivido al tiempo, / al espacio y a las apariencias” (“En concreto”). Parece una ironía tal sentencia. Y lo es, porque lo que más hay en el entorno de los personajes del libro son problemas. Pero también no lo es. Y no lo es porque en el intríngulis de una realidad que hace agua por todos lados, la poesía viene a ser lo único que da garantía de que flotaremos siempre. En la escritura de Cruz la poesía es la vida misma; una energía simbólica que está aquí y allá, reverbera incluso en la prosaica lista de compras en el almacén escrita invasivamente “encima de poemas”, raro palimpsesto que evidencia, por un lado, cuán poco pesa la poesía ante la necesidad urgente de no olvidar que hay que procurarse bienes para sobrevivir en el día día. Por otro, y en sentido frontalmente opuesto, indica a las claras que el poema sigue ahí, que no se ha borrado, que desde su condición de subtexto de la vida no cesa de producir sentido, por más precario que parezca, aun si son poco o nada prácticos los significados a los que el poema nos expone y nos confronta. Sólo a la poesía le está permitido decir “No existe problema alguno”. ¿Cómo va a haber problema si después de todo se puede seguir escribiendo? Porque para un poeta escribir es vivir.
No era yo esa persona se puede, entonces, leer desde dos frentes simultáneos o, mejor, se lo puede concebir como un escrito de aquella fisura que separa los bloques del vivir. En un lado queda el poeta, ahora como un tipo sin suerte, como tantos que, de una u otra manera, son despellejados por las agraces circunstancias de los días que se suceden impertérritos y sin pausa. En el otro lado, el mismo poeta que, no obstante, escribe: da cuenta de las pérdidas convirtiéndolas, precisamente, en escritos de la fisura, en los que el poeta, con una lucidez que no hace concesiones a falsas esperanzas, reconoce la miseria, su miseria, como lo expresa Cruz en el poema “Proceso”:
Me piden que escriba como el libro anterior. Sí, pero ahí era un tipo con suerte; despertaba y aparecía un poema mi mujer me amaba, se notaba. A quien se siente amado; le llegan poemas, le miran por la calle. Las cosas se dan de tal manera /que puedes abusar de tu buen momento. Con el tiempo suceden trastornos, /las cosas se enfrían, y el amor, la poesía se alejan. Todo es apenas un lago que chorrea óxido de tus ojos.
¿Y entonces que? Pues nada. Nada porque “no era yo esa persona”, aunque tal vez sí lo era. La verdad, el hablante no recuerda si era o no era esa persona del pasado que dicen que era él. Pero como el otro —más bien la otra— le insiste con tal convencimiento en que sí lo era, no habrá más remedio que rendirse a la idea de que no somos necesariamente lo que pensamos, recordamos y creemos de nosotros mismos, sino que somos —y quizás de un modo extremadamente decisivo, sobre todo en el terreno de las relaciones humanas— lo que nuestros seres amados (o alguna vez amados) dicen de nosotros y, muy especialmente, lo que ellos hacen (o hicieron) en y con nosotros. Escribir poesía en esta escena es una “batalla humana” por ganar algo de espacio propio, algo de libertad incontaminada, así no sea esta victoria un puro acto de discurso, como el acto de escribir poesía, el que, en la atmósfera poética de Cruz, no es sino la práctica de leer/escribir el poema que está debajo de la prosaica superficie del existir cotidiano. El poema con que se clausura el libro es, al respecto, decidor: la imagen del poeta “como un loco que se lanza en benji para matar el miedo” —comparación que da título al poema— equivale, me parece, a arrojarse al vacío del poema, estirar la cuerda al máximo sin llegar a estrellarse contra el suelo; correr siempre el riesgo de despegar hacia las profundidades, hacia lo que está abajo, pero amarrado al puente, ese puente que une y separa el pasado y el presente, el yo y los otros, y las otras, la palabra y la nada. Y confiar en que la cuerda elástica del corazón no se rompa y todo termine en el desbarrancadero.
Entonces el puente sigue siendo la base, /el Cabo Cañaveral donde /despegas con tu poema hacia las profundidades, la distancia entre la primera letra /y el final del texto que se alarga, para los efectos; el remate del elástico.
La poesía no cesa de suturar la fisura, la herida. El poema sigue ahí reclamando su derecho a existir en el paisaje de unos días en que por ratos todo parece un mal sueño; un sueño desgraciadamente demasiado real, demasiado vacío, para ser de verdad un mal sueño.
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¿Hasta dónde se puede estirar el elástico de la poesía?
Nota sobre No era yo esa persona, de Cristian Cruz. Ediciones Inubicalistas 2021
Por Sergio Mansilla Torres