Según un crítico conservador, la poesía de algunos son las sobras de sus vidas, las huellas que deja el veneno de una vida disipada. Poetas que, en vez de poner rosas y panes en la mesa, se deshacen de su veneno, quedando ellos libres del veneno en la página, para el lector. Pero eso es para almas atormentadas. Creo que aquí las dosis de malestar están dosificadas, tienen humor. Pero acá no hablamos de quejas destempladas sino de ausencias, sinsabores del cotidiano, que en Cruz aparecen leves. Es un objetivo del poema. La transformación. Algo se aprende, a palos y porrazos, a fracasos amorosos, a tentativas que no funcionaron, a golpes de estado terribles en el ánimo. Pero se la banca estoico y luego es como si la contara en una fogata rodeada de montañas.
Burocracias para pedir licencia. Un auto viejo que vende trastos plásticos, otro auto que no quiere ser recibido por el mecánico porque ya no hay repuestos. Pienso en esos autos, en el combustible-padre del primer poema, en el adolescente encargado de cuidar a su padre moribundo por diabetes, manoteando en su ceguera. El combustible proveedor, rústico violento, llega a sus últimos días y ahí aparecen sus palabras de perdón, las cosas que nunca se dijeron. Las cosas que nunca se dijeron son el poema. Las palabras escasas y seleccionadas del luto y del amor. Y en esas dos instancias se habla en tono menor y en voz baja. El poeta se visualiza como un glaciar cuyas trizas flotan en la medianoche. Quizás lo concibe como triza porque, como muchos poetas actualmente, concibe la poesía como un libro que escribimos entre todos, conociendo los espacios del país que ignoramos, conociendo fragmentos de nuestra conciencia que ignorábamos hasta que, como hace Cruz, realizamos silencios prolongados rodeados de las montañas, que son el marco de estos poemas.
¿Por qué escribimos poemas? Quizás nos comunicamos a distancia de esta manera y leemos los síntomas del país, la madurez de nuestros amigos y sus soluciones verbales para tocar temas difíciles, como lutos, ausencias o simples incomodidades del día a día. Sus lítotes y soluciones para decir lo que es difícil decir. Creemos que eso nos prepara para una madurez serena, sin esos egos desproporcionados ni declaraciones destempladas en la prosa o las redes. Muchos de los de la generación de mi edad, aproximadamente 50 años, han cambiado radicalmente la letra. Del larismo con que iniciara sus primeros libros ahora tenemos escenas depuradas y desnudas, sin adornos, hechos, situaciones cotidianas. Creo además que varios están leyendo algunas cosas sagradas, tratando de anular los egos y de comprender que el poema del país lo escribimos entre todos.
Creemos a veces encontrar las palabras precisas, porque corregir el poema es corregir la ética visual y del recuerdo. Corregirse uno, como cuando el hijo tiene que afeitar rápido al padre recién muerto, porque si no lo hace antes que la carne se ponga rígida la afeitada corta. Luego de escribir un poema adquirimos cierta lozanía espiritual, aunque haya en ese poema un malestar, un malestar risueño. Creo que intercambiamos estampitas de un álbum que llenamos entre todos. Cruz había buscado la radicalidad en la provincia, no el pintoresquismo ni la postal idealizada. Escribe desde un laberinto de montañas, imposibles de no mencionar en su obra. Por eso el poema sobre el grillo, por ejemplo, es importante. No es el canto de los grillos que nos lleva a un pasado en donde todo era ideal. Es ingenuo pensar así. Ya no hay vuelta atrás, ya masacramos el mundo y, como dice Donna Haraway, hay que ver cómo convivir y morir en un mundo que ya matamos. El tema está en el aire para cualquier creador y escritor. La psicoanalista Constanza Michelson invita a una especie de dulce paseo por las ruinas. Quizás algo como eso sean estos poemas. El grillo, entonces, no es primaveral e idílico, sino que podría fácilmente ser la temible loxosceles, la araña de rincón, la Mike Tyson de los arácnidos. En broma, Cruz presenta a un grillo picado a crítico literario que no quiere que el hablante lea a determinado autor. Un grillo es hermoso por su canto, que es en realidad un frotarse sus extremidades, pero de lejos es parecido a una alimaña.
Hay resignación de risa sombría que aparece en gran parte de los poemas. Hay formas y formas de pegarle a la perra, algunas son pesadas, autocondenantes como en de Rokha; muchas veces, otras son simplemente sabias. Ya está, las cosas son como son: una rosa es una rosa es una rosa. Porque si está todo tan deteriorado, porque si los discursos de inclusión no llegan a donde tienen que llegar. Y sabemos que no van a llegar, y a estas alturas tampoco nos interesa que lleguen, y nadie en su sano juicio tiene ilusiones políticas, así que es mejor reírse. Risa y meditación son, en este libro, las estrategias de supervivencia.
La imagen del padre como un tanque de combustible es brutal. El combustible moviliza, sin combustible no hay movimiento. Pero es inflamable y puede provocar incendios. El padre luego queda ciego. La figura del padre o del hijo hoy es clave en el cambio en las masculinidades y ayudaría a forjar un feminismo firme, maduro y sabio, que aún no logra asentarse y que nos beneficiaría a todos. El padre de provincia, combustible y motor, el macho anciano rural y expansivo destinado a su tragedia.
Si nosotros hubiéramos leído un corpus completo de poesía israelita y palestina actual, digo, nada publicado, nada pasado por el cedazo de las exigencias editoriales, probablemente tendríamos otra situación en medio oriente, u otra comprensión del tema. Siempre es negada la palabra. A los atletas se les ridiculiza cuando hablan, cuando hay un deportista destacado muchas veces se nos niega hasta la alegría de escuchar su agradecimiento. La onda es agarrarlos en algo turbio, farandulero, verlos borrachos, hacerlos bolsa. No hay caso con todo eso. Y esa palabra cambia las cosas, transforma. Una palabra pudo haber salvado una relación de años, el perdón de un cercano.
Hay un poema en donde un tipo sueña con Francia, la imagina glamorosa, con al menos una vida digna para, según él, alguien que escribe. El hablante se ríe para adentro con semejante ingenuidad mientras el amigo cocina un plato italiano y sueña con un mundo que —el hablante sabe— no existe ni tampoco nos pertenece. Europa puede desconocer, y tiene tantos o más problemas que los países del tercer mundo. Este poema tiene un violento corte por lo sano. Pero es interesante que precisamente en ese poema aparezca una imagen onírica o sicodélica: el tipo le hace un cunnilingus a su mujer y de ahí sale un tren. La vagina de la amada como nido, una especie de túnel fantástico desde donde sale una locomotora, en la que, dice el hablante del poema, debería llevar al amigo a un paseo por la realidad, lejos de su sueño iluso.
Quizás es esa una posible salida, lo raro. Como el refrigerador que choca como un auto entrando en la casa. Aunque, realmente, para un poeta todo es raro. La posibilidad del libro de plantearse desde mundos extraños y maravillosos. El hablante rescata eso de su amigo: definitivamente es más interesante o raro que lo ingenuo de creer que el mundo le debe glamour y éxito. Pero corta de cuajo para situarnos en un aquí y ahora en varios aterrizajes bruscos, pero siempre medio ridículos que se dan en el libro. Hay otra escena en donde con mil esfuerzos el hablante logra comprar un congelador, hace más malabares que Herzog subiendo un barco a un cerro del Amazonas (¿para qué caballero? un monumentalismo y un capricho de artista que no sirve para nada). Pero este fitzcarraldismo es más pedestre; esfuerzos épicos por conseguir el electrodoméstico que le exige su pareja. Pero luego, en una discusión, la pareja se va de la casa y el congelador se va con dueña y todo y luego termina siendo una especie de proyectil que atraviesa la casa. Por cierto, también se viene abajo una presencia. Una joda, claro. Todas estas cosas, la añoranza de una vida sin celulares, de los sabores y sinsabores de un cincuentón, componen este libro.
En otro libro Cruz hablaba del poema que es la trama que está sobre nosotros, pero que no advertimos, es una avioneta, no un avión. El piloto mira nuestra casa. El piloto es el que escribe que ha visto nuestra casa. El poema es el ruido de la avioneta y del viento. El poema es la natura que nos rodea. El poemario concluye con la notable imagen de arpones de felicidad. Con esos mismos arpones se cazan los regalos navideños, la comida para la mesa, con esos arpones se caza el poema, como la figura de la hija patinando y haciendo un ángel o un cisne comparable a la luz que se apodera de las cimas de estos laberintos de montañas.
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Sobre “No hay caso con todo esto” de Cristian Cruz
Editorial Bogavantes 2024
Por Germán Carrasco