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Puntos de fuga de la provincia
(A propósito de Felices escrituras, de Cristian Cruz, Ediciones Casa de Barro, 2019)
Por Claudio Guerrero Valenzuela
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Cuando pienso la provincia, pienso, ante todo, en un territorio que quisiera habitar siempre. Mejor dicho, un territorio que nunca he abandonado ni nunca abandonaré. Por más que haya vivido toda una vida, de manera regular, en grandes urbes. La provincia es un hecho estético. Un lugar de memoria. Es un espacio que instaura, entre otras cosas, la creación. Un estado del alma que propicia el advenimiento de algo que, a menudo, viene. Es ese momento previo, límite, que anuncia lo que vendrá, una de las cosas que más fascinación me causa de lo que podríamos denominar la experiencia de la provincia, o, de algo parecido a una condición provincial. Aquello de premonitorio, previo, aquello de anticipación que posibilita una comunicación sostenible. Porque la provincia es, ante todo, creo, comunicación. Desde su sintagma primordial que pone en relación a los sentidos del ser humano, es decir, al ser humano en plena disposición sensitiva, con su entorno primigenio, la naturaleza.
Si hay algo que todavía debemos a los románticos, más allá de sus derivas y discontinuidades góticas, expresionistas, láricas e incluso neovanguardistas, es justamente esa puesta en tensión, una cierta disposición a la escucha respecto a lo cotidiano esencial, ese allá afuera premoderno, preindustrial, prelógico hoy puesto en marcha, a contrapelo, bajo lógicas contramodernas, postindustriales, postracionales. Esa condensación, señalaba, y los puntos de fuga que instauran algunas de las expresiones estéticas más queridas y perdurables que el ser humano contemporáneo recuerde, derivan de la propia experiencia estética con la provincia desde esos eternos veranos vividos bajo el sol límite de un pueblo como Rengo, o, por ejemplo, vehiculizada por otros creadores, aquellas expresiones como la Sinfonía Pastoral de Beethoven o los Nocturnos de Chopin que debo haber escuchado por primera vez desde el útero materno a través de unos discos de vinilo recientemente recuperados de un baúl sellado por más de treinta años. El desesperado retorno a ese origen idealizado es también, pienso, una forma de expresión de la condición provincial; pero que supera, en la práctica, toda condición utópica de retorno edulcorado.
Cristian Cruz y un grupo selecto de compipas -todos hombres-, reunidos en torno al señero sello editorial Casa de Barro, trae a colación esta idea de una experiencia celebratoria de la condición provincial. Pero desde bien adentro, sin ánimo de anteponer nada ni disputarle nada a esa exquisita materialidad de la revista Provinciana (Ediciones UV), por ejemplo, que instaurara hace ya algunos años en la corriente principal del mercado editorial, aquello que podríamos denominar el giro provinciano. Cuando el mundo se acerca a pasos agigantados a su propio colapso producto del desenfrenado, y sin vuelta atrás, proceso de extracción ilimitada de los recursos naturales, con las consecuencias que padecemos a diario en el ritmo desordenado, anticlimático y contranatural de la experiencia postfordista, el giro provinciano propone una detención de todas las máquinas deshumanizantes y una vuelta atrás que nos posibilite recordar lo que alguna vez vivimos y lo que todavía podemos experenciar. Pero algunos, tal vez, nunca han perdido nada, su lugar es otro, solo que dislocado respecto de esa centralidad discursiva.
Pienso que estas Felices escrituras participan de este carácter reivindicativo de un tropos estético, pero no como estereotipo desesperado sino que como contexto de producción de “una utopía no escrita, una fábula” (6), como señala Cruz en el prólogo, hecha a retazos. Una fábula desmitificante. Desde su propia territorialidad diaspórica, cambiante y multiforme, nunca igual a sí misma, pero que sitúa permanentemente una interrogante sobre las condiciones de enunciación de una poesía desde la provincia, el libro funciona como muestra de diferentes artes poéticas que recorren diversos territorios como el Valle de Aconcagua, Valparaíso, la Frontera, Magallanes o el Maule. Estos lugares se muestran a sí mismos como escenarios donde transcurre un ejercicio escritural persistente, invisible como señala Ricardo Herrera en su texto introductorio, incluso como yerba mala. Son, por tanto, localidades que escenifican una declaración de principios, posibilitando la configuración simbólica de una cartografía estética adyacente al mundanal ruido de la centralidad. A ese paisaje extenso, rugoso y carismático Felipe Moncada lo denominó Territorios invisibles (Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2016): un fantasmagórico plano excéntrico y, a menudo, extemporáneo, donde “cualquier punto de la trama puede considerarse el origen del tejido” (15). Estas Felices escrituras, por tanto, desde la propia fantasmalidad de su origen, esa zona muda del lenguaje provincial, nos traen de vuelta el sonido de esos violines perdidos, saca del bolsillo el mapa maltrecho con sus signos misteriosos, nos recuerdan que incluso otro clima es posible: el de un estado y un espacio que nos habla desde el silencio movilizante del espectro, al cual podemos abordar desde cualquier lugar de su trama. Bienaventurados aquellos que aún no lo han perdido todo, porque para ellos la felicidad -esa lustrosa palabra- todavía existe.
Al inicio de todo esto conectaba la provincia con el romanticismo clásico de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Con un retorno a un origen. Con una infancia. Pero no en términos metafísicos ni nostálgicos. Sino que como presente y como utopía. Como nostalgia evocadora y constante de un futuro, diría Jorge Teillier: no de aquello que ya nos sucedió y no podremos recuperar, sino de lo que nos debería pasar. Como horizonte de expectativas. En el contexto alienante de las condiciones de vida actuales, poner en consideración lo que denominamos una condición provincial es, quizás, una manera de imaginar un futuro. En eso, la poesía siempre nos ha enseñado algunos de los caminos que podríamos transitar. En eso, la poesía nunca falla. Felices escrituras, editado por Cristian Cruz y articulado en las imaginarias imprentas de Casa de Barro, nos guían con algunas de sus señales del “tiempo sin tiempo” (23), como dice Ismael Gavilán, para pensar la poesía y la provincia, acaso la misma cosa.
Agua Santa, septiembre 2019