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Crear un mundo poético
Presentación de la Antología ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA de Cristian Cruz; Editorial Mago Poesía, 2016

Por Guillermo Riedemann




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Esto no es tan sencillo. No es cosa de sentarse aquí no más. A mí me gustaría presentar este nuevo libro de Cristian Cruz, una Antología de sus seis primeros libros, como corresponde, con las palabras y la retórica y los argumentos que el libro merece. Me gustaría hablar de eso que llamamos ‘la creación de un mundo poético’. Pero me falta, me falta conocimiento, carezco de inteligencia, se me enredan las palabras, tengo dificultades para una frase que se diga de una y tenga sentido, coherencia tenga, por lo menos. Se recomienda en estos casos pensar bien, correctamente; consultar, consultar o hablar con expertos en el tema, con especialistas en los tres significantes principales: el de la creación, el del mundo, el de lo poético. Nos solucionaría algo, nos despejaría dudas preguntar a los que saben, o por lo menos a los que dicen saber, a esos que se las dan, a todas y todos, como dicen ahora, y que, si somos sinceros, -no atrevidos, sinceros-, tendremos que reconocer en realidad que no saben absolutamente nada, -como nosotros no más-,  ni de la creación, ni del mundo, ni de poesía; (y esto qué tendría de malo, si lo malo es aparentar y vociferar, reclama alguien que se da por aludido, y tiene razón en este punto, hay que aceptarlo y decirlo). Pero hay algo aún más  delicado o peligroso: deberíamos reconocer que entre tanto experto no se encuentra un buen verso, por lo menos uno, sea lo que sea un buen verso. No obstante, no está todo perdido, nunca estuvo todo perdido; para hablar de la creación de un mundo poético se puede, también, afortunadamente, esto hay que agradecerlo en medio de tanta muerte, de tanta impostura, de tanta voz en cuello y peregrinajes y oraciones; rodeados de bufonerías y cortesanos, en medio de tanto miserable balbuceo que se refleja en los cristales de las galerías y de las pantallas; se puede también, estaba diciendo, como quien le pasa un dato al amigo sentado en el escaño de la plaza, y les recomiendo a ustedes que esto sea lo primero que hagan, se puede leer Entre el cielo y la tierra, de Cristian Cruz.

Me pregunté un minuto por qué un autor publica una Antología recién pasados los 40. Vaya uno a saber. El hecho es que no bien leía un poema del libro, o medio poema, o el comienzo de uno, el final de otro, unos versos de una página, otros de la página anterior o la página siguiente, o veinte más adelante, y tenía que parar; tenía que hacer una pausa, dejar el libro sobre la mesa y girar, girar, como en un tiovivo, en una plaza de juegos, en una fumada, girar.

Un mundo poético, decía, un espacio que está aquí, que siempre está aquí, que siempre ha estado aquí, sin ser visto. Dónde más podría estar si no es por aquí, cerquita, pero invisible por supuesto para el fatigoso ajetreo de los dormidos. Un lugar que parece extenso, vasto, y un lugar que parece breve, fugaz; y podrías confundirlo con un sueño, con una linterna que se enciende unos pocos segundos,  con el mar frente a Saavedra, con un dolor sin orillas, un amor que deja sus huellas finales en un vaso, en una sábana; un árbol cargado de pájaros que se disparan en vuelo sin fin entre el cielo y la tierra.

Un espacio que se abre en su ternura apenas con el gesto de depositarlo,  lenta y cuidadosamente eso sí,  en el vidrio empañado, en la arena húmeda,  en la página en blanco; como si dejáramos a un recién nacido sobre el pecho de la madre que llora o sonríe cuando sollozar y sonreír son lo mismo.

Y entonces vemos que esa sonrisa o esa lágrima o esas palabras son plumas o alas de pajaritos o ramas o trozos de madera; y hay un sonido también, una vibración que los dormidos no podrán percibir ni escuchar, a pesar, a pesar de la melodía y de la vibrante paz; una suave melodía que dice querer ser un abrigo en día de invierno, una camisa desabotonada en tarde de verano; una paz que hace temblar la piel de la espalda como si de pájaros se tratara y de emprender el vuelo se tratara.

Cuando hablamos de ese espacio, también debemos saber que nos las estamos viendo con un lugar que la mayoría de las veces, -poética de la paradoja-, no está aquí, ni podría; no es que solo sea invisible para los somnolientos digitales, sino que prefiere no dejarse ver, porque no quiere verse entre escombros, porque huye de clavos oxidados y fosas, y laderas fangosas y bocas enfangadas. Entre estos olores que avisan de materiales en pudrición. Metales, baúles inútiles y vacíos, voces superpuestas, estertores, performances, hálitos de mala bebida, estridencias y gestos idiotas para una galería de espectadores aburridos.

Llegados hasta aquí: ¿qué nos quieren decir los tartamudos, los furiosos que lanzan golpes a sus propias sombras? Por muchos años han intentado hacernos creer en la oscuridad y en los escaparates, en campos de exterminio, modas, modismos y medallas al mérito.  ¿Qué pretenden con sus tubos de oxígeno, sus modelos de alta velocidad, sus manuales y aspavientos, si no tienen nada que decir?

Pues bien, ahora estamos de nuevo al borde de ese acantilado; la orilla del mar aleja el porvenir, la lluvia es empujada por las frías manos del viento norte; la lluvia es de sal, la imagen se quedará detenida allí por las próximas décadas. Al amanecer la niebla cubrirá los restos de la fiesta y de los labios, no habrá mar ni acantilado, pero más allá unas colinas o unas quebradas o unos potreros en barbecho y las puertas de una cantina que solo se abre desde afuera. Mejor no me crean, harían mejor si leen las vocales que dibujan las chimeneas, esas palabras que se dicen de árbol a árbol, de pueblo a pueblo, de ventana a ventana, de sombrero a aleteo sobre los rieles, por encima de pelotas rojas y plásticas que el temporal se lleva y nunca veremos caer. Y podemos contar que toda caricia amansa el miedo, trepados en lo más alto del cerezo o golpeados por la desaparición de ciertos gestos que repartían el pan, en camino hacia la casa de la niña que no nos espera o atorados de ver tantos ojos hinchados de llorar, de no dormir, de entregarse y deshacerse.

Allí estamos o estaremos si lo deseamos, en ese espacio que repara los tejados y las llaves de la cocina, y aún dispone de ternura y tiempo de sobra para dedicarse a la mesa coja del corazón, mesa que bombea un sueño para que nos sentemos alrededor y riamos, si queremos. Entre el cielo y la tierra, sin más límites ni bordes ni fronteras; en estos poemas y los que en este momento cruzan a la carrera como conejos en una plaza de pastos amarillos, cerca de una estación de trenes que parten hacia el campos de trabajo de la memoria y de la fantasía, que son lo mismo, que terminarán siendo lo mismo. Entre la tierra y el cielo, en ese lugar o mundo poético donde lo de adentro y lo de afuera se hacen uno para que el poema sea.

Inscritos en esa tradición, en ese escribir una página, agregar una página, deletrear unas palabras, dibujar y girar en remolino; en ese escribir una página del libro que entre todos escribimos hace miles de años; en San Felipe, en La Ligua, en Saigón, en el Gulag, en el fondo de la noche sin salida, en el fondo del mar y más allá, los poemas de Cristian Cruz nos esperan en esta Antología Entre el cielo y la tierra.

Leer y agradecer Entre el cielo y la tierra es leer el mundo del único modo que nos mantendrá a flote o nos ayudará a salir a flote y, en una de esas, escuchando a Primo Levi, ser parte de los salvados y no de los hundidos.

Santiago,  mayo de 2016





 

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