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Dónde iremos esta noche.
Cristian Cruz. Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2015

Por Claudio Guerrero






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He venido leyendo continuamente a Cristian Cruz desde su primer libro, Pequeño país (Ediciones Casa de Barro, 2000). Me sorprendió encontrarme con una poética profundamente arraigada en un país que por entonces me parecía casi totalmente desconocido, pese a mis propias y leves experiencias provincianas de verano infantil en la ciudad de Rengo, al sur de Rancagua. Yo, un citadino contumaz, renegado, en verdad poco sabía de este país de asientos calmos, conversaciones largas y pausadas en bares atrapados por el tiempo, paisajes repletos de árboles sonoros y el Aconcagua allá al fondo, pared inmutable, como testigo pétreo de una mirada afincada en la ruralidad de un sueño silencioso y tímido. Nos conocimos en Santiago, allá por 1998, pero nuestro único lugar de encuentro casi siempre fue la provincia y más específicamente el Valle del Aconcagua. Recorriendo juntos San Felipe, Putaendo, Rinconada de Los Andes, Panquehue y otras localidades del interior, llegué a comprender a cabalidad las dimensiones del territorio que forma parte de su imaginario poético. Leyendo el último libro de Cruz, pienso que ese territorio sigue siendo más o menos el mismo: un país de refugio, un lugar de realización poética a contrapelo de las grandes urbes y sus velocidades, un país alejado de vanidades y mundanal ruido, un país de pequeñas certezas más que de altisonantes grandilocuencias.

Desde entonces, su producción poética ha sido constante y regular. Su obra poética consta ya de otros títulos que bien podrían conformar una pequeña obra completa. En Fervor del regreso (Ediciones del Temple, 2002) señalaba: “Detente suicida / Detente para que todo se detenga” (19). Creo percibir en la poética de Cruz esta constante: la de un sujeto siempre al borde, siempre a un pequeño límite del desastre. Una poética que todo el tiempo está buscando no desmoronarse, no desarticularse. Dice en Dónde iremos esta noche:

                        Todo comenzó sin decoro:
                        el árbol de pascua en el suelo,
                        y la casa se venía abajo (…)
                        no era la bebida, no eran
                        los fines de semana frente al televisor.
                        Era algo parecido a la noche. (11)

Esa oscuridad amenazante de la noche y de la muerte que mancha el tapiz luminoso del paisaje y el orden de la casa, pienso que es una de las ráfagas de aire virulento que todo el tiempo asoma en la poética de Cruz. El sujeto de sus poemas suele ser la mayor parte del tiempo un sujeto limítrofe, casi al borde de un precipicio y cada cierto tiempo intenta recomponer los naipes a través de un ejercicio poético que le resta sinsentido al sinsentido de una existencia cotidiana alejada de todo régimen de sensibilidad poética.

Creo percibir, también, que otra de las características de la poesía de Cruz se relaciona con la recurrencia a un imaginario social repleto de personajes desclasados, extranjeros en su propia tierra, sospechosos, furtivos o indeseados: el borracho de la taberna, los lejanos cazadores, el músico de bares y quintas, los amigos poetas, los ocultos bandoleros, y los familiares ausentes que como fantasmas cada tanto vienen a tocar su puerta. Es algo de lo que se puede apreciar tanto en su tercer libro, La fábula y el tedio (Edebé, 2003) como en el cuarto, Reducciones (Fuga, 2008). Dice en este último: “Ovillo, ovillo la angustia entre los dedos / esos pasos que dejaron de sonar en la casa” (18). Pareciera que esta galería de personajes conformara una suerte de panteón poético al cual recurre cada tanto el sujeto de sus poemas para encontrarse con ellos, reconocerse en ellos y formar en el encuentro un modo de ahuyentar el silencio de aquello que parece ominoso y amenazante.

Pienso que en este nuevo libro de Cruz, Dónde iremos esta noche, es posible añadir una nueva trama que parece cargada ahora de desolación por la ruptura amorosa, la desintegración de la vida familiar y la recomposición de un orden, por un lado, junto con una metarreflexibidad poética que ya era posible percibir en al menos sus dos libros anteriores, por otro lado. Respecto de lo primero, la desintegración del orden cotidiano, leemos:

                        En la cuarta visita a los tribunales
                        guardé silencio voluntario.
                        La jueza me pidió explicaciones, pruebas,
                        pedí que apagaran el aire caliente,
                        me volvió a insistir con lo de las pruebas,
                        le pedí que decidiera pronto,
                        cincuenta mil está bien, dijo,
                        aunque no puedo con eso no dije nada (10).

Respecto de lo segundo, una cierta reflexión en torno al proceso de escritura, sus demonios, dificultades y vicisitudes, como al rol de resistencia que le atribuye a la poesía, el poeta señala: la “poesía como bandera de lucha, bandera de lucha desteñida pero flameando” (38). Y en otra parte recogemos la siguiente cita: “El poema es la trama que está sobre nosotros sin darnos cuenta, / es la avioneta que deja entrar su ruido por la ventana” (34).

Creo que esta preocupación por el oficio de la escritura viene siendo desde hace un tiempo una de las características más reconocibles de la producción poética de las últimas tres décadas. Y la poesía de Cruz no escapa de la misma problemática. Llama la atención, eso sí, que en el plano de la enunciación respecto de sus congéneres, el tono predominante sea menos angustioso que celebratorio, incluso irónico: “Por la mañana leí un texto llamado / Literatura + Enfermedad = Enfermedad. / Al terminar no pude dejar de pensar en mis várices” (14). Pareciera que a Cruz no le vienen con cuentos. Sabe que la escritura tiene más relación con la celebración de un tiempo y un espacio, con la posibilidad de establecer comunidades poéticas, que con la idea de un oficio tortuoso y solitario. Incluso la pregunta del título de su libro pareciera no indicar ni orfandad ni desesperación, sino que una incógnita por lo por venir que pareciera ser tomado más bien como una oportunidad de aventura, como una opción de abrirse a algo nuevo o incluso ni siquiera eso, simplemente como un modo de habitar el mundo que, a la manera de Esenin, no da cabida a la desesperación existencial:

                        No llores en los parques,
                        no escribas cartas temblorosas frente a fotografías
                                                           / o cajas llenas de ropa;
                        el amor entre los seres no es nada nuevo,
                        y el fracaso, por supuesto, tampoco lo es. (25)

Tal vez la poesía de Cruz sea una poesía del fracaso, como negación, como rebeldía. Una poesía que no busca las luces de la metrópoli. No hay nada malo en eso. Todo lo contrario. En una sociedad como la nuestra que fomenta la competitividad y el éxito, una poesía como esta que detiene el ritmo de las máquinas, resulta siempre un signo de buena salud.
                       



 



 

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