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Aunque sea con mi corazón desaparecido.
Apuntes sobre La aldea de Kiang después de la muerte, de Cristian Cruz


Por Pablo Ayenao Lagos


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La memoria es un abismo insondable y turbulento. Al decir abismo me refiero a ese vértigo que se produce cuando el corazón nunca es impasible. Ni el corazón ni el misterio que lo circunda. Porque la memoria es un cuerpo devenido, inexorablemente, en una tristeza algo pasmosa y nunca escrita en su inquietante ingeniería. O dicho de otro modo, escrita pero nunca escrita del todo. Memoria suspendida en su propio pretérito pero que, al mismo tiempo, es tan actual, tan tétrica y constante, tan líquida y perenne. La memoria es un eco, un argot, un viento que a veces casi ni lo sentimos, pero que otras veces nos golpea de lleno en los oídos, en los ojos, en las sienes, en este corazón nunca impasible que escribe y en los cuerpos que, trágicamente, ya no están entre nosotros.

(Pero que sí están entre nosotros, nos replica con fuerza el viento que arrasa y condena, pero que también purifica y resplandece).

Esa es mi primera reflexión luego de leer La Aldea de Kiang después de la muerte,  (Ediciones Casa de Barro, 2017) del poeta Cristian Cruz, (San Felipe, 1973). Y es que, según mi óptica, este poemario nos habla de memoria. Claro, existen también, como en todo texto que soporta diversos registros de lectura, otros tópicos claramente distinguibles: la muerte, el viaje, la familia, el tejido social, por mencionar sólo los más destacados. Pero creo que es la memoria y su derrotero, sus tráficos y cauces, consecuencias y negaciones, lo que prima y trasciende en este libro trazado desde una belleza sosegada, luminosa, pero  a la vez obstinada e inquebrantable. No, obstinada no es la palabra. Estamos frente a una belleza serena pero nunca tranquilizadora. Belleza reposada dispuesta, siempre, a cobrar y recuperar el pasado.

Cabe señalar que La Aldea de Kiang después de la muerte apareció publicado por primera vez en ellibro “Reducciones y la Aldea de Kiang después de la muerte” (Editorial Fuga, 2008) y correspondía a la segunda sección de dicho poemario. Enla versión independiente del año 2017, versión que hoy en día nos reúne, aparecen algunos textos no recogidos en aquel apartado de la publicación original.

La Aldea de Kiang después de la muerte comienza con un lema explicativo que encontramos en las primeras páginas: Paráfrasis sobre el poema “La aldea de Kiang” del poeta chino Tu Fu, 714 -774 d. C. Al leer este lema, me sumerjo en internet a buscar el poema “La aldea de Kiang” de Tu Fu y no lo encuentro. Cambio entonces la K de Kiang por la J y allí aparece, en el primer link, “La aldea de Jiang I”, escrito ahora  por Du Fu. Luego de examinar el texto desde el computador concluyo algo ya sabido: las escrituras dialogan, la literatura no es un páramo, es una telaraña, una superficie siempre porosa. No obstante, creo si no hubiera existido la explicación de la paráfrasis no habríamos advertido nada. Llego entonces a una segunda conclusión: toda cita es agenciar un afecto.

Sí, porque las subjetividades trazan recorridos (poéticos, físicos, imaginarios) que se encuentran y bifurcan. Un texto se produce por las mil voces que habitan en el escritor. (Algunos dicen que también por las mil voces que habitan en el lector, pero eso da para otra discusión que, seguramente, no nos llevará a ninguna parte, lo cual me parece muy bien).

Al comenzar este escrito señalé que La Aldea de Kiang después de la muerte talla derroteros desde la memoria, pero: ¿qué memoria encontramos en este poemario?

Sabemos que un hombre fue capturado, que vaga en el averno, que vuelve a la aldea, que se reúne con su familia, que está muerto, que al parecer todos están muertos.

(Sí, el averno, ese tópico tan paradigmático: “El matrimonio del cielo y el infierno”,La divina comedia”, “Una temporada en el infierno” y varios más que mi cabeza ahora no recuerda).

Igualmente, sabemos que este hombre llora con los más pobres, que conversa con los ancianos, que su peregrinar es un permanente acontecer que nos da cuenta de los misterios de la vida y de la muerte. Y lo que es definitivo: tenemos la certeza de que este hombre es un guerrero, porque traza un recorrido épico encaminado a recuperar una historia, detener el olvido, he ahí su misión: “la campana de la choza, que tañía sobre nuestra mesa / y resonaba en los odres, me obligaba a combatir, / aunque sea con mi corazón desaparecido”.

Sin embargo, y repito la pregunta: ¿qué memoria es ésta?

Diversas personas gramaticales intercambian sus voces en el poemario, tensionando el lenguaje y ampliando los dobleces de la fábula. No nos olvidemos que cuando se logra escapar del averno cae una estrella desde el cielo.

Existen, asimismo, ciertos significantes que se reiteran con fuerza: los odres, la túnica, el sonido (laúd, campanas). Y es que estamos en una aldea, que no se nos olvide. Una aldea que tiene su historia, y que como toda historia, nunca es personal: “Aldea muerta, gente desaparecida / nombren a Kiang para reencontrarnos junto al grano / y los licores amados, / hijos míos también muertos, interpreten siempre el laúd / como quien recibe a un hermano vuelto de la guerra”.

No puedo dejar de pensar en las delimitaciones geo/referenciales que inscriben una genealogía. Por muy distinta que ésta sea. En la poesía chilena encontramos la aldea, la comarca, el lar, la tribu, una matria, la manicomia y varias más. Claro, la poesía no es un hecho individual, y eso queda cabalmente refrendado en el último texto del libro, cuando una contundente interpelación del hablante nos señala un camino, quizás el único que debemos recorrer sin mirar hacia atrás: “Tú que yaces vivo y deleitándote / que aún no formas tu pequeña aldea / y que has visto en las palabras una forma de escalera / en cuyos peldaños colocas candados en vez de llaves / yo regreso a Kiang para advertíos / para levantar los cadáveres con mis canciones / y a mis hijos para sentarlos en mis rodillas”.

Construyamos una aldea y nunca dejemos de cantar a nuestros muertos. Así nos lo señala claramente La aldea de Kiang después de la muerte. Así nos lo dice rotundamente el poeta Cristian Cruz.


 

 

 

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