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Entre el cielo y la tierra, Antología poética de Cristian Cruz
Editorial Mago, 2015
Selección de textos y prólogo de Ricardo Herrera Alarcón
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Entre la fábula y el tedio.
Apuntes sobre la poesía de Cristian Cruz
En la poesía de los 90 existe una tendencia que, sin alejarse de la preocupación y reflexión sobre el lenguaje, no hace de esta el objeto de su quehacer. Sin agotarse en la metapoesía ni en la búsqueda formal, algunos poetas han construido un universo donde el canto y la épica han cedido ante la irrupción de lo cotidiano, no al estilo parriano o neorromántico, sino un cuasi larismo posmo o un zen dolorido y melancólico, alejado del tremendismo y el barroco (de algún sector de la generación anterior y posterior), el surrealismo chileno (presente en poetas importantes del 90 y que a esta altura y a la distancia – en sus orígenes mandragóricos– creemos nunca fue de segunda o tercera categoría): una poesía que parece venir más del Desencanto General de Alejandro Pérez (pero un desencanto menos de la política y de la vida, que de ellos mismos) que de los intentos de la neovanguardia, más de la poesía social y amorosa de los dos Riedemann, una poesía que aprendió a leer a Millán como uno de los poetas fundacionales del viejo y nuevo siglo, que vio en Teillier y Lihn dos pilares fundamentales de la poesía chilena de la segunda mitad del veinte o de todo el veinte, una poesía que a ratos deja la ciudad para volver al bosque y allí se queda respirando entre coníferas y ninfas. Poetas que no se creen poetas, que fundan editoriales independientes, que respetan a los poetas clásicos chilenos y de afuera, tanto como al recolector de cochayuyo que hace su largo viaje entre Saavedra y Temuco, lento, como un computador lleno de virus.
Una poesía del asombro frente a lo cotidiano, donde lo ideológico no cede a la indiferencia, pero tampoco a la confianza que se puede escribir desde una total certeza. Y sin ser lo político lo gravitante, lo incorporan a un universo donde el microcosmos del ser humano parece ser la preocupación central.
Poetas que no ceden a la tentación antipoética, que vienen quizás desde algunos lares, sin complejos con la provincia, pues saben que la aldea fue hace rato destrozada, por el amor roto, el alcohol, la imposibilidad de que vuelva a correr otro que no sea el tren bala entre Santiago y Puerto Montt. Poetas que no buscan metafísica en los bares sino una cerveza. Que recogen el rechazo a la modernidad no como una manida porfía, ni un letargo, no con lágrimas de bolero, sino porque están atentos a los esenciales y eternos gestos humanos.
Cristian Cruz participa de algunas de estas características, sino de todas, y continúa la tradición de aquellos que hace rato saben que no es necesario ningún peregrinaje a ninguna capital para ser lo que se es, para escribir lo que se debe escribir en el lenguaje que se quiera. Desde Pequeño país, el poeta «alucina con el mundo que lo circunda», como señala Claudio Guerrero en el prólogo del libro. Es «esta ternura por las cosas, por las personas que habitan este mundo» la motivación poética inicial presente en todo el texto: un homenaje a lo mágico-cotidiano, una celebración de la existencia en las cosas más pequeñas o ignoradas. Cito como ejemplo el poema inicial:
Los códigos me maravillan
Cruza descalzo un río
acaricia la nariz de un caballo que
. . . . . . . . . /encuentre asomado sobre las
varas o cercas de la aldea,
recuéstate cautivo por la hierba fresca
sentirás que el día y la noche
hacen brotar en porciones justas
. . . . . /sus debilidades asombrables.
No importa a qué hora abras los ojos
solo importa que la imagen te bautice diariamente.
Acércate a las casas abandonadas
en ellas tu voz hará nacer un mundo,
ahora todos los péndulos volverán atrás
el columpio será ocupado por tu sombra que se empequeñece
y cuando vuelvas al país del abandono
sabrás que no es más un país detestable
todo será una loca banda de pájaros
llenando el suelo de nubes.
Este primer libro de Cruz bien podría ser el último. Y está bien. No es un joven quien escribe sino un poeta de 27 años que junto a la editorial Casa de Barro de San Felipe lo publica en ese lejano invierno del año 2000. Y creo que su actualidad radica en trasladar los valores poéticos universales al poema sin pretender fundar nada: El amor de pareja y el filial, el hallazgo de los códigos secretos de la realidad, el paisaje que se hace interioridad, el recuerdo que en su porfía se viste de una leve tristeza; porque si Cruz se da el tiempo «de abalanzarse en todas las cosas», también se da maña para entender que en este mundo «nada se tatúa como una verdad».
La idea de la nostalgia como «un pez atrapado entre las manos», una huidiza revelación de lo que no se pudo ser (como los recuerdos que no pudimos tener) pero a lo que se presume (el hablante) condenado, regresa en su segundo libro (2002, Ediciones del Temple): Fervor del regreso. Una nueva fuerza y un nuevo tono. Cruz arremete acá como el cazador que va tras las palabras, sin miedo a los disparos, aunque sea de noche.
Surge por primera vez (como una constante) la preocupación metapoética a través de la metáfora de quien al cinto lleva el revólver. O como dice Armando Roa que viene el poeta Cruz «en este fervoroso regreso de poeta pendenciero, bajo el signo de Stevenson y Villón». El suicidio, la intertextualidad en autores como Serguéi Esenin, Pavel Oyarzún, Fayad Jamís, Robert L. Stevenson, la ya señalada reflexión sobre el lenguaje poético, que en Cristian es un entender que la palabra es un gesto, un balbuceo, verdadero, sí, pero no más cierto «que la rotación de las cosechas», como señala en el poema «Nada me trae el tiempo»:
Quizás la poesía no sea nada si no pienso en alguien
a quien no le interesan estos asuntos.
Me basta ser considerado un poco por el paisaje
o por la humedad de los pantanos.
No pienso descubrir nada a estas alturas.
He sido iluminado y opacado por seres que no conozco.
¡Yo no he escrito nada pequeña estrella entre la multitud!
Todo ha sido un manifiesto de las cosas
cosas que no hablan si no guardamos silencio
no se desnudan si nos creemos más ágiles
que la rotación de las cosechas.
Su tercer libro La fábula y el tedio (Editorial Edebé-Don Bosco, 2003, Premio Alerce de la Sech) profundiza la idea del personaje sitiador y sitiado por la naturaleza, la realidad, el lenguaje: una poesía que oscila entre «la dicha irrompible» de saberse parte de un mundo construido por y en las palabras, por un lado, y, en otro, un sujeto, un habitante de la fragilidad. El bandolero que habita los poemas de Cruz es y no el personaje, el protagonista de todas las historias, los relatos y novelas vividas y leídas: el Huaso Neira, el Cenizo, Pascual Liberona, el Ñato Eloy, el Rucio Herminio, el Negro Chávez, por citar algunos. El universo de los seres marginales, sean poetas o bandidos, cazadores o dipsómanos, sigue siendo una obsesión. Cruz nos revela un mundo al margen de la ley, y no es arbitrario imaginar a esos cazadores de su anterior libro y a estos bandoleros de La fábula y el tedio, bebiendo en el bar Isla de Pascua de San Felipe con los poetas lugareños (atracadores de bancos) Martel, López Aballay, Muró, Hernández, Serey o Moncada. Y Cruz por supuesto. Todos armados de poesía hasta los dientes.
Es esta una lírica del asombro ante lo cotidiano, decíamos. Y cuando aparece el tedio no es sino la inminencia de la muerte o el paso del tiempo, como un anticipo de lo que será su próxima entrega, Reducciones. Pero Cristian aún frente al dolor es un poeta optimista que no se deja seducir por «el maquillaje violento del suicidio»:
Batiendo alas
Estas palabras que te digo
llevan la fe moribunda de los hospicios
la sagrada luz que ha quebrado la tarde.
No me creas nada
yo he desordenado un poco las cosas
para que tú entres confundido en estas páginas.
Que no nos duela el maquillaje violento del suicidio
nada se entrega a la primera
ni siquiera estas palabras chuscas batiendo alas.
La muerte es el tema central de Reducciones (Fuga, 2008) y, en este libro, como en los anteriores, el poeta vuelve a traficar con la Nostalgia, palabra a la que no teme, como hemos señalado en otros momentos. Si en su obra anterior el universo lárico era cada vez más un trasfondo que una presencia, me parece que en Reducciones aquello se hace más evidente. Dice Cristian Gómez: «El larismo de Cruz se resuelve en una tensión de muerte, en un memento mori que diluye cualquier nostalgia gratuita y toda intención patrimonial, entendiendo por ello la restitución tozuda y simbólica de cierto arraigo inevitablemente perdido ante la avalancha modernizadora». Me parece natural, ahora, viendo en retrospectiva, que la poesía de Cristian transitara desde el mundo luminoso de Pequeño País al universo un poco más oscuro de sus Reducciones. Y digo «un poco más oscuro», porque la oscuridad no es tanta y una no tan delgada filigrana, un puente no tan secreto, sino más bien una clara corriente que brilla, une las orillas de este mapa cruciano.
La presente antología, Entre el Cielo y la Tierra, finaliza con poemas del libro Dónde iremos esta noche (Inubicalistas, 2015) cuyos textos ahondan en el realismo y los momentos que nos desbordan a diario. Poemas cobijados a la buena sombra de Carver, donde la esencia del paisaje cotidiano, una mañana o una carretera, una manzana o una noche, son una excusa para preguntarnos dónde iremos, dónde llegarán nuestras ganas que desafían al vacío.
Si una de las funciones de la poesía es ser un consuelo, una apuesta por la belleza y la verdad frente a un mundo que se derrumba, los poemas de Cruz están aquí para que los lean y disfruten, no solo los poetas (que no es Cruz un poeta que escriba para poetas o solo para ellos): que se lean más y mejor ahora que tenemos frente a nosotros una antología que resume diecisiete años de su escritura.