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“La aldea de quién”
Sobre “La aldea de Kiang” de Cristian Cruz

Por Felipe Caro


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Se publica por primera vez el año 2008, Ediciones Fuga, en un libro del mismo autor llamado Reducciones como un apartado final. La decisión de entregarle  un espacio propio, sólo puede ser valorada y agradecida. “La aldea de Kiang” de Cristian Cruz posee la fuerza y belleza de un relato crudo, que nos expone la realidad desde la palabra sencilla.

Amparado en un diálogo con el poema de Tu Fu, vemos un discurso que se abre a develar el entremado político, donde todo es cíclico: “Canten a la aldea de  Kiang  / aunque estén muertos… pero mis hijos se cuelgan de mí… ancianos de la aldea / aquellos que vi morir y enviamos  barca abajo por el río”.

El poeta ocupa como hablante un personaje que ha muerto, pero posee la cualidad de ser el único que ha retornado del averno, un lugar donde todos son iguales. Regresa a su aldea y es recibido con mucha alegría. Los ancianos quieren saber sobre sus hijos, hijos muertos en el conflicto, en la “guerra”, en la tensión con este enemigo que no se configura en una identidad, que al final, son ellos mismos: “fui prisionero de la camarilla oscura, / de los calabozos del olvido”.

Lo revelador es que la aldea no es precisamente el lugar de los vivos: “Estamos todos muertos, tú regresaste del averno/ y la aldea al igual que yo te esperábamos”. Se nos dice, que en realidad, estaría todo perdido. Se puede llegar a leer que el verdadero personaje con vida sería aquel que regresó del averno, quien murió por la aldea y la aldea murió en él: “Mi choza calcinada / aun estando muertos te habitamos susurrando”. Los únicos que lo reconocen son los niños, quienes aún no se contaminan del todo con el aparataje cultural: “Cayó una estrella  / los niños la vieron desde el estanque y presintieron mi llegada… / …. Los niños no reconocieron  mi túnica, / solo mi silbido que  traspasaba el agua del estanque”.

No todo está perdido en este lugar, que puede ser cualquier lugar. El poeta nos dice que los verdaderos muertos son los olvidados, aquellos que no se recuerdan y se pierden en la vorágine de los días. Son ciertos ámbitos frágiles, comunes, no por ello menos profundos, los que entregan esperanza y resistencia: El canto como lugar de comunión, de encuentro con la historia del pueblo, las penas y alegrías, esperanzas y anhelos: “la muerte no derribará nuestro canto / de choza en choza levantando su copa de vino”; también es la familia un lugar de resistencia, donde se enfrenta lo que no se pudo detener y lo que esperamos que suceda: “pero mis hijos se cuelgan de mí / temiendo siempre una partida. /¡Oh! Mujer que lloras en la cocina / canta siempre por la llegada”.

“Intenté huir pero mi reflejo en el agua / se hallaba resignado a vagabundear, / y fuimos atados a nuestro pasado / a las aldeas hambrientas después de la guerra” ¿qué más decir? Este fragmento ejemplifica la espina vertebral del libro de Cruz. La aldea de Kiang viene a exponer el viaje social y político con actitud intimista. Vaya donde vaya el hablante se ve enfrentado a su pasado, es su imagen, ya sea en su experiencia personal como un idealista, un combatiente que levanta su bandera, declara su posición con respecto al mundo, lo que es una razón de muerte segura, pero que trasciende en acción, da esperanza de que un día se regrese a una aldea anterior: “El averno que se hospeda en nosotros / no debe nublar la canción de Kiang. / Tú que yaces vivo y deleintándote / que aún no formas tu pequeña aldea / y que has visto en las palabras una forma de escalera”.  Hay esperanza.

¿Qué nos queda? ¿qué tenemos? Y en este ámbito, el libro se vuelve fundamental. La palabra es la clave, en ella viviremos, ya que los muertos no hablan, no logran comunicarse ni construyen aldeas. Así el hablante nos dice: “Mi túnica y mis palabras / son simples como la fabricación del vino… / … Cantaré … / … para pedir por ustedes entre la oscuridad y los cielos sin estrellas”.  Es él quien se inmola por el resto: “voy a cantar entre las llamas la canción de kiang / no abandonen las cosechas  ni el vino  de los odres.”

Cuando uno se encuentra con libros así basta el silencio contemplativo de lo que la palabra puede hacer con nosotros. Es vaho del respiro en medio del frío que comprueba que aún estamos para algo más grande que nosotros, fundar un lugar que sostenga nuestros sueños.


 

 

 

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