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Entrevista al poeta Cristian Cruz

Por Ricardo Herrera
Publicado en Revista Elipsis, 22 de agosto del 2020



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Hace algunas décadas era un lugar común decir que en el sur el paisaje bucólico, la lluvia, el bosque o el tren, condicionaban una forma de ser y escribir. Eso ha cambiado radicalmente: modernización de ciudades, invasión de forestales y bosques de pino/eucaliptus, destrucción de ferrocarriles, cambio climático. En tu caso, quisiéramos saber de qué forma el contexto geográfico (Valle de Aconcagua, montañas, el sol implacable) ha moldeado, o no, tú escritura.
—Sí, tienes razón, lo circundante es siempre una posibilidad. El problema del poeta o la poeta, es que siempre  tiende a negarse.  Como que la onda es negarse a vivir en donde se vive, poéticamente hablando.  Seamus Heaney decía que él se hizo poeta cuando sus lecturas se unieron a sus raíces.  Todo cae en esa máxima si lo vemos de una manera razonable. No sé qué tiene de malo que el sur suene a trenes y bosques.  Ese escenario no lo fundaron los poetas, lo fundó la mirada del primer  ser humano que deambuló por él. Y debe haber sido de tal magnitud que nació la poesía, la de antes y la de hoy. Todo es una seguidilla de poetas (mapuche y no mapuche) que se volcaron a lo circundante y ahí tenemos a un Neruda, un Juvencio Valle. Y posterior, la camada  de otros renovados, como Teillier,  Cárdenas (con su frío y su nieve austral), y el recientemente fallecido Efraín Barquero (quizás el campesino más profundo de Chile). Y si me apuras un poco, la Mistral, la mujer más serrana y atmosférica del planeta. Entonces lo circundante abunda.  Como ves, terminamos hablando de la tradición. Pero los elementos nos persiguen,  y en cierta medida nos fundan. Personalmente me vi enfrentado a ese dilema, porque es un dilema tener que escribir obviando las cosas más cercanas. Por ejemplo,  cuando te levantas está la cordillera en frente tuyo. Creo que es por lo mismo que algunos poetas  que has leído con cierta convicción te golpean y te dicen: “despierta”.  La poesía  está en otra parte, no son cartas para señoritas, ni declamaciones patrióticas. Entonces te lanzas a rebelde y rechazas el taller “Gotitas de lluvia” y al poeta semi fascista del pueblo que  anda apollerado de la corte. Vas a la ropa americana, te compras una chaqueta de lanilla y con un par de amigos (poetas también) toman vino en caja  (Fray León Blanco) en las alamedas o las orillas del estero. Sabes que estás haciendo todo para quedarte fuera y de tanto darle te convences, terminas fundándote.  Y ahí están tus poemas pasados a montañas, manadas de caballos. Te vuelves nostálgico como pintor de caballete (que ya no queda).  Siempre ha latido lo circundante, el tema es si lo tratas de manera realista, impresionista, o creacionista.  La vanguardia siempre deja un 10% para el futuro. Personalmente intento  realizarme en el paisaje y hace rato he tratado de darle ritmo, un poco de rock.

Desde tu primer libro Pequeño país (2000) se instala la idea de construir un territorio, un espacio propio donde se reclama un cierto orden del universo. Ese mundo cifrado del hogar en tu primer libro, es luego el territorio y la lógica de los bandoleros y sus  leyes propias, en La fábula y el tedio o la aldea y los ritmos de la naturaleza en La aldea de Kiang, por ejemplo. ¿Sientes que has tenido que ir destruyendo ese mundo para seguir existiendo poéticamente? ¿Es posible una poesía del arraigo hoy en día?
—Lo que pasa con la poesía es que no es cualquier historia la que se cuenta. Es, digámoslo así,  un arte de la verdad. La autenticidad de lo que escribes va cimentando tu propia poesía. Ser falso en ese plano es peligroso, y por lo general se derrumba irremediablemente. Por  eso no doy por descontado esa primera etapa. Es la fundación de algo serio, y eso te forja.  Lo que sucede es que hay distintos tipos de poetas, aquellos que se mantienen en su tono, su naturaleza. Tienen enormes capacidades para obtener combustible de sus propias norias. Eso es un acierto. Y existen otros que vamos visitando cavernas, nuevos mundos que nos permiten alucinar y no detenernos.  Lo importante es que guardan un sentido de rebelión  de sí mismos. Mis mundos están en los libros que citaste y de volver a ellos está hecha la poesía. Yo creo que un poeta (de aquí en adelante generalizaremos con la palabra poeta para respetar el género)  se compone del territorio que abarca su escritura.  Pero si te das cuenta, si quieres llegar a un área definida,  un poeta también, a veces, se compone de poemas, así de simple.  Agradezco  tu mirada globalizada  de los libros que has mencionado, que por cierto, me tuvieron  mucho tiempo  flotando en un temple formativo y espiritual. De esas cosas que llegan para quedarse y no para olvidarlas.

En tu último libro Dónde iremos esta noche se hace evidente la influencia de, al menos, dos escritores: Raymond Carver y Robert Creeley. ¿Nos podrías hablar de qué manera te han influido estos escritores y cuáles otros sobrevuelan ese libro?
—Esa pregunta después de un tiempo se resuelve rápido. Han sido poetas a los cuales has llegado a querer, como lo han sido Teillier, Lihn o el emblemático y misterioso Chico Molina. En verdad, tengo filiaciones con toda una pléyade que va desde los chinos del 760 AC , hasta los rusos o los norteamericanos.  Son innegables y los considero una especie de amigos con los cuales suelo beber. Imagina que tienes que escalar el Annapurna (de 8.091 metros de altura), en condiciones físicas deplorables por tus excesos. Amerita sin lugar a dudas un tanque de oxígeno, una luz perdida en el camino, una muleta si se quiere. En un país lleno de influencias, la poesía  puede ser una posibilidad de renovación, reconociéndose el poeta  en todas sus facetas y tonalidades. Barquero va a China y ahí tienes El viento de los reinos. Huidobro va a Europa y se chorea un teléfono.  Lihn viaja a Francia y aparece París, situación irregular. Guardando las proporciones yo viajo a mi biblioteca, encuentro a Pablo de Rokha y me motivo, aparece la Mistral y me lleno de montaña. Pero como apuntabas en la pregunta, Carver y Creeley ya anunciaban en los 60s cierta decadencia del sistema, lo que hoy vivimos y sufrimos como sociedad. En eso encontraron el poema. Yo los veo como adelantados que anuncian la caída de las instituciones: familia y amor, mercado,  religión. Estas poéticas son puntos de partida que se contraponen sutilmente a nuestra tradición. He tratado de ser el nexo conmigo mismo, el latido cotidiano y esa tradición. No me quedaba otra, tanto lirismo aburre y agota. Pero nada de anarquismo poético, el poema siempre debe imperar, eso es lo que importa. Nuestra gran frustración es aquella que dicta que debes escribir un proyecto, asumiendo que ya se ha escrito todo o casi todo. Si te das cuenta no tienes por dónde. Existe mucha abdicación sobre sí mismo. Como que el ambiente te hace dudar. Yo creo que existe el poeta que se compone de otros y de otras voces y no se puede arrogar  el big bang. Hay que seguir el ejemplo de los salmones, regresar por el río, desovar y ser comido por los osos. Ahí está el ciclo poético. En una trayectoria de vida  pueden pasar muchas cosas. Me he influenciado en las influencias y he sacado la tarea, espero. Ahí tienes los versos robados de Hahn, los quiebres de mano de Neruda, la nostalgia Eseniana de Teillier. Es una poética tras otra. La actitud política de Lihn a fines de los 80s apuntaba claramente a mantenerse en un grupo, una manada y en esa figura se tiende a influenciar el poeta. Creo que uno es parte de un juego de tazas guardadas en una vitrina. Chile está lleno de juegos de tazas que se quebraron con un terremoto y nadie las ocupó. Te das cuenta que existe una taza cuando se quiebra, no cuando bebes de ella. Políticamente se debe aspirar a ser una de esas tazas, es grandilocuente tratar de ser la vitrina.

Eres el fundador de Casa de Barro, uno de los sellos independientes de más antigüedad en nuestro país y, al mismo tiempo, uno de los más subterráneos ¿Cómo surge Casa de Barro y cómo ha sido ese trabajo editorial de más de 20 años?
—Antes de eso se iba a llamar “Editorial queso de cabra”,  ¿te das cuenta? Lo circundante vuelve a resonar. Fue un apunte de mi primera compañera y del título “Casa de barro” de Álvaro Ruiz, muy buen poeta. También se seguía el ejemplo  editorial de los movimientos literarios del Sur,  Barba de palo o el Kultrún (que aún vive afortunadamente). Las influencias no sólo van de la mano con la estética y la forma, si no que con la acción política de la literatura. A fines de los 90s se hacía difícil publicar, era más un desafío que una certeza. Yo creo que existía un centralismo odioso desde el punto de vista del poder, literariamente hablando. Pero las casualidades hicieron posible la edición del primer libro. Un cuñado de esa época tenía una imprenta en Santiago, esa es la historia. En una fiesta familiar yo andaba con una antología que se editó precariamente (imagen, estética libresca) en San Felipe. Debilucha si se quiere. La fiesta era en San Miguel, entonces mi cuñado me pregunta que a qué me dedico ( en ese tiempo estudiaba  pedagogía en la Upla). Le contesto bien suelto de cuerpo que era escritor, poeta. ¿Y has publicado algo?, me pregunta. Sí, le digo y le muestro la antología (allí estaban Azucena Caballero, Camilo Muró, Carlos Hernández, Rodrigo Martel y quien habla) la mira y me dice: “ Puta el libro penca” . Evidentemente no se refería al contenido, si no a la factura y el acabado físico del librito. Ahí comprendí que el objeto guarda relación con el arte. Yo no sé si se produjo un sentimiento de pena,  o de salvataje de mi nuevo pariente (político por supuesto) hacia mi persona. La cosa es que se despertó su espíritu filántropo, quizás estimulado por el vino o por la simpatía que le provocó mi persona. Lo cierto es que me dijo “yo le voy a regalar la edición de su nuevo libro, ¿tiene usted algo para publicar? Pero claro le contesto y, contra todo pronóstico, al mes me llama  y me pide que viaje a Santiago con el disquet (sigo siendo un pintor de caballete) porque la diseñadora me estaba esperando.  Dentro de mi asombro, sabía que no era solamente  una oportunidad para mis poemas. Significaba que debía tomar decisiones de estilo, diseño, imagen, concepto editorial. De lo contrario, ese acto sería el último, el más hibrido, poéticamente hablando. Yo ya había leído a los poetas de Valdivia,  Puerto Montt, Chiloé o del alejado Punta Arenas,  gracias a que existían gestos editoriales que se preocupaban primeramente de no morir. Y segundo, de dar espacio a los poetas que fundaban una idea de lugar. Pero sobre todo podían circular y se podían asociar en comunidad. Eso me gustaba. Ahora puedo decir que mi ex cuñado nació para fomentar la poesía, aunque él no lo sabe. Después de ese primer libro (Pequeño país) mis amigos poetas se sumaron a la pichanga. Nada de negocio, nada de llevarse la pelota para la casa, y menos Servicio de Impuestos Internos, hasta hoy.

Llevas dos décadas escribiendo y publicando libros de poesía, crónica e investigación.  ¿Qué cosas le diría el Cruz del 2020 al joven Cruz que comienza a escribir a fines de los noventa?
— Yo diría que no le debo nada. Me comprometí a ser poeta  a los veinte, quizás porque no sabía lo que implicaba. Pensaba que escribir poemas era para matar la pena, para resolver mi enamoramiento, o para resaltar mi sensibilidad. Tampoco esa decisión tenía plazos establecidos (tengo un amigo que se fue a España para ser poeta, después de la Fundación Neruda, Chile le quedó chico) ni acciones premeditadas como publicar tantos libros a cierta edad, o ganar premios para autoafirmarme como poeta. Ese entusiasmo de los veinte se mantiene. Aunque ahora no haría las clásicas tonteras de buscar refugio o elogio de los poetas más viejos, o vivir del comidillo desbordante del ambiente. Siempre vi  en esos actos superficialidad, falta de ética personal. Soy muy amigo de mis amigos poetas que por suerte son muy éticos y serios en lo que escriben. Con ellos no pierdes el tiempo. A los veinte ¿qué hubiese respondido a tus preguntas?. Las cosas deben llegar a su tiempo. Este acto de constricción es posible porque se ha superado a ese joven que lo hubiese dado todo por ser poeta.

En algún momento has sostenido que antes uno era inédito y se sentía poeta en cualquier bar o plaza. ¿Cómo crees que se relaciona eso con una ética poética del silencio?
—Como apuntas en tu pregunta, era cierto que uno se mantenía inédito un buen rato (años y años). Lo que se pensó como publicable a cierta edad, deja de serlo un par de años más tarde. Pero las posibilidades cambian, se multiplican, se desbordan. Casa de barro fue como editar en la Aurora de Chile para los poetas. Así de lejano se ve ese fenómeno. Incluso la técnica del offset está casi extinta. Un poeta muy querido aún tiene guardadas las planchas de su primer libro, el cual tuvimos que encuadernarlo en su casa. Una especie de minga literaria. A las tres de la mañana el vino ya había hecho su efecto y comenzaron a encuadernarse al revés varios ejemplares. Todo eso suena a romanticismo poético. Hoy editar es más expedito y está bien, para los jóvenes, todo el mundo y la poesía. Sería traidor de mi parte dictar cátedra. Yo que me rebelé para ser quien quería ser, debo reconocer todo gesto poético, por muy distante que estemos uno del otro.

El 2019 trabajaste en la edición de Felices Escrituras, un libro atípico que mezcla ensayo y poesía y en la que convocas a 8 escritores de provincia. ¿Cómo surgió la idea de este libro y cómo ha sido su recepción crítica?
—Esas Felices Escrituras iban a ser una plaquet, de no más de 20 páginas. Teníamos que preparar un trabajo para presentarlo en Punta Arenas. Anteriormente citaste en una pregunta que yo escribía ensayos y crónicas de libros. Y claro, apareció el cronista que publicaba todas las semanas en el diario local. Esa página se llamaba “El Viento en la llama”. Tomé el nombre de la colección de poesía de los años 60s dirigida por Armando Menedín.  Básicamente esas crónicas trataban sobre libros escritos por poetas de provincia, jóvenes en su mayoría,  que generalmente quedaban en el silencio.  Dichas notas no guardaban un acento crítico, más bien funcionaban como el gesto de decir “oye, acá está este poeta y su libro, se ve muy interesante, léanlo”.  Esa experiencia terminó siendo un libro en el 2003, Papeles en el Claroscuro.  Se editaban pocos libros del género en esa época, y al parecer la cosa no ha cambiado mucho. Las Felices Escrituras siguieron ese destino, y  la plaquet terminó siendo un bellísimo libro que profundiza en la voz de los poetas y sus territorios. Es muy generacional.  Son ocho poetas de regiones disímiles que abordan su trabajo en el lugar, ensayan su mirada desplazándose de forma continua. Estamos editando su segunda  aparición aumentada,  en donde  se suman 12 voces que grafican la salud de la poesía chilena. Los comentarios lo declaran un libro necesario. Parafraseando al poeta Teófilo Cid, que también era un gran cronista, “un poeta escribe para que lo lea un joven de provincia”. Yo agregaría en un estante polvoriento de la biblioteca pública.


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Cristián Cruz: Nació en San Felipe, en 1973. Editor de Ediciones Casa de Barro de San Felipe. Ha publicado los libros de poesía: Pequeño País (2000), Fervor del Regreso (2002), La Fábula y el Tedio (2003, Premio Alerce de la SECH), Reducciones (2008), Dónde Iremos esta Noche (2015), Entre el Cielo y la Tierra. Antología Poética (2015), La Aldea de Kiang Después de la Muerte (2017). En ensayo ha publicado Papeles en el Claroscuro (2003). Es también editor de la antología de ensayo y poesía Felices Escrituras. Poetas Chilenos Pensando una Provincia (2019).



 

 

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Entrevista al poeta Cristian Cruz
Por Ricardo Herrera
Publicado en Revista Elipsis, 22 de agosto del 2020