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Ser la verdad
“No era yo esa persona”, Cristián Cruz, Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2021


Por Eleonor Concha


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Imprevistamente, este libro del poeta Cristián Cruz (San Felipe, 1973) llegó a manos de mi padre, este leyó en voz alta algunos de los poemas que contiene y, con la misma sorpresa, se emocionó al leerlos. Esto es "la pura verdad" dijo con su voz llena de certezas, lo que es —quizás— lo mejor que le puede suceder a un poeta y su obra, ser la verdad para alguien.

El hablante lírico inmerso en los poemas, se sorprende de sí mismo, de su cambio, de la soledad a que lo ha arrojado la decepción. Así, el hablante espera, viene la duda, y surgen los espacios de difícil habitabilidad, los lugares en donde no hay descanso. El hablante lírico dice: “había cambiado su mano, / y todo era una extenuante duda a esas alturas; la llamada, la poesía, el cuento.” (p. 11) Escribo estas palabras mientras escucho el canto a lo divino del mismo Cruz, como si su apellido llevara consigo una obligación frente a lo divino, el autor canta y en su canto no hay dudas ni espacios para ella, todo es habitable en su voz y guitarra, es la casa para la poesía y el amor a ella. https://soundcloud.com/mucam/08-cristia-n-cruz-porformacio

Del mismo modo en su poema Mudanza, surge la mención a la música, a las canciones alimentadas también del adiós, el poema en donde la ira se tuerce hacia el comprender que quien se va, “con su fritanga mental” (p. 12) también ha alimentado sus cantos. Es el reconocimiento del valor del otro, aun cuando este no se entienda, lo que aparece en los versos y también su propia falta y menoscabo, el hablante ve en sí mismo la perdida de la memoria y de algo más allá que se lee entre los versos, así, el hablante reconoce la mutación de la memoria, achaca al alcohol el cambio de las cosas y pone en todo escenario a la amada, aquella que se ha llevado consigo la vida familiar, la misma a la que le canta en su canto a lo divino, la promesa de la mujer que debía acompañarle hasta la vejez, rota por “furiosos vientos” (p. 14)

La memoria de las cosas, trae consigo, no lo dulce del tiempo, sino que el dolor de las peores cosas, como si fuese más fácil recordar lo roto y fragmentado que los tiempos hermosos de la vida, así, en el poema Fósforos, aparece el dolor, el caos y las ilusiones rotas, y dice:


“Pero el caos casero dios mío
Parecía una batalla para rescatar el honor” (p. 15)


Sin embargo, el hablante también se reconoce a sí mismo como habitante literario del mundo, menciona a Donald Davie, poeta, y le vincula con el padre muerto y con el mismo hablante lírico, que se reviste de la rebeldía de quien roba un auto, no para poseerlo, sino que para quemarlo, quemarlo todo, como si los tres hubieran caminado por las mismas calles, muerto padre y poeta casi al mismo tiempo. Aquí el juego de la memoria hace una nemotecnia para no olvidar las fechas y sucesos, su padre y el poeta, muertos en 1995, al tiempo que se reconoce como parte de un mundo popular marginal lo que surge claramente en los versos “mi padre murió como colero / en las ferias de Pudahuel” así el hablante dice, en forma bellamente triste que:


“Yo fijé en un punto la mirada,
Los dos muertos del poema la fijaron sobre mí.
No existe problema alguno; hemos sobrevivido al tiempo, al espacio y las apariencias.” (p. 17)


Esos tres versos justifican la existencia total del poemario, llenos de verdad, hacen del tiempo una quimera que sólo la muerte justifica.

Pero el hablante no se detiene, hay en los poemas siguientes la cotidianidad de un fracaso que se reciente, la visión triste de la madre sin memoria, que pregunta insistentemente ¿Quién es usted? Como si fuera una advertencia para el hablante lírico, que se olvida de sí, o la mujer que se va y a quien se recuerda rallando los libros de poesía con listas de almacén, que le amaba, y quien vierte lágrimas teñidas de herrumbre, lágrimas descompuestas, carcomidas, con aquel tiempo que afecta las cosas, puesto que “Con el tiempo suceden trastornos” (p. 20) Así, la perdida recorre los sitios de los poemas, a un lado los juegos de los niños que desarman a sus padres, al otro lado, la pareja desteñida, lejos del momento del encuentro. Por cierto, el hablante avanza y retrocede en ese juego de los últimos días de una relación, te vas, pero te quedas, y todo se juega en saber preguntar lo que se espera del otro, esperando una respuesta que ilumine el rostro amado, cual luz colándose en los mantos de hierba, que en algún momento, serán regados por las lágrimas vertidas, símbolo de disolución y la conciencia de la falta, de haber sido más amado.

Luego, intempestivamente, se nos presenta una segunda parte del libro, que se titula Asunto de fe donde el hablante hace una suerte de arte poética, se queja, señala al poema como una droga, como algo que posa para ser mirado, como la imagen indescriptible de lo bello, como el otoño del olmo, la primavera del jacarandá, pero también, habla del oficio del poeta, de las envidias escriturales, de los maestros, las reyertas, la búsqueda de una estética, de un poema perfecto, donde “el estilo es la resistencia” (p. 39) y, finalmente, mira a su propio oficio, riéndose también de sí mismo, abandonando la seriedad del poema, a los policías de la estética, y, de alguna manera, interrogando también al lector que debe soportar aquel fluir, arriba y abajo del péndulo violento del poema.

El libro cuestiona todo, la labor de la poesía y del poeta, el amor, la función del hijo, los padres, el ritmo de las cosas y la precariedad de la vida, cuestiona la actividad lectora, y parece hablarnos directamente, donde su verso es la verdad, no sólo de mi padre, que se ve reflejado en las despedidas, sino que de aquellos que, como el hablante, han probado el sabor del fracaso.


 

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