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Felices Escrituras
Varios autores. (Edición de Cristian Cruz) Ediciones Casa de Barro. 166 páginas, 2019

Por Guillermo Mondaca Fibla
Plataforma Crítica junio 2020


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El acto de pensar y construir una poética pone en relación al poeta con su entorno político y, a la vez, con sus propios materiales, es decir, con el lenguaje. En términos formales, no son igualmente abundantes los textos que estén abocados a la presentación y circulación de poéticas, en comparación con aquellos que se escriben y circulan en versos. Los trabajos que reúnen este tipo de forma literaria son escasos. En parte porque el arte de confeccionar una poética implica una visión hacia los procesos de trabajo, un movimiento en contra, no del todo cómodo en un principio, que muchas veces repliega opone límite al desmesurado entusiasmo escritural. A su vez, pensar una poética requiere un proceso de maduración, cierto crecimiento fetal en torno a los materiales formativos de la poesía de cada uno. Y en última instancia, una poética implica un ejercicio de memoria en formas de relatos que espejean la propia biografía, la historia personal del poeta con sus escritos (la sombra del poema). Así, un poeta escribe y publica muchos más textos en verso, o estructura símiles a un poema, que produce poéticas.

Quizás algunos escritores prefieran rehuir, incluso, en cuanto que la autoconciencia profundiza nuestra soledad en el mundo. De ahí que Felices Escrituras, libro que reúne ocho textos reflexivos, más una muestra breve de poemas escritos por ocho poetas en torno al problema de la provincia, sea un libro poco común en el horizonte de publicaciones de la literatura chilena actual, y más aún de la producida en regiones o “provincias”.

Por su parte, todo acto de habla literario, toda toma de palabra tiene una responsabilidad crítica. Convive en un entorno de escrituras. Pensar la provincia, como reza la bajada del título, implica pensar la escritura poética des de ese lugar de sentido. En este caso, la muestra reúne un universo de ocho poetas, hombres, nacidos de 1985 hacia abajo, que, dado el tiempo transcurrido, la lectura, el trajín, el ir y venir por la ruta de la poesía, han de tener, o uno eso espera, una visión con cierta distancia y perspectiva del oficio. El oficio propio y el situado, es decir, el que tiene una situación política, asociada a un grupo social en un espacio en particular.

Cada territorio, entendido como entramado, desarrolla sus propias estéticas. La poesía surgida desde allí, de alguna forma, puede permanecer en diálogo con esa situación cultural, en presente dinámico; o más bien, con su propia tradición literaria precedente (la tradición nos tiene, al decir de Giorgio Agamben) generando relaciones dialécticas manifestadas a través de la escritura. En este sentido, y en el caso de Felices Escrituras, sería falso hablar de una voz absoluta y homogénea en los escritores de provincia, desde cómo piensan su situación, cómo desarrollan sus poéticas y cómo entienden el ejercicio del poema.

A pesar de esta diversidad, o más bien, junto con ella, existen algunos puntos en común, cierta conversación que es símil a varias de las poéticas presentadas, y esto dice relación con las condiciones de producción de la obra. Se da a entender que producir desde una provincia, dígase, un lugar que no es Santiago o Valparaíso (aunque la noción de centro nunca es del todo “centrada” en sus condiciones geográficas y nominales), es una situación desamparada, doblemente marginal y carente casi de significación en las esferas centrales de la “literatura chilena”. Sin embargo, esto no es del todo cierto, porque se está erigiendo una relación fantasmática con un centro que no existe como tal, bajo dichas condiciones de verdad. El poeta Marco López Aballay, en su texto “Como un animal celoso de su territorio”, presenta una imagen muy clara en este sentido, donde los poetas “del centro” (Valparaíso-Santiago), son vistos como “artistas del viejo Hollywood” (29), no sin ironía, claro está. Sin embargo, la creencia de que existe un lugar de la literatura chilena operante, fructífero en términos económicos, donde los poetas pueden vivir de sus poemas, vivir bien, y desarrollar una vida a la usanza del primer mundo, se deja entrever desde su narrativa. Así, existe “una planta alta de la literatura chilena: encuentro de escritores en Ciudad de México, antologías universitarias, becas literarias, traducción de sus poemas al inglés, Ferias del Libro –nacionales e internacionales–, y otras maravillas de experiencias que sabe [el poeta de provincia] que tal vez nunca alcance a vivir.” (30). Si la imagen de este texto fuese tomada como absoluta se podría pensar, de hecho, en la existencia de esa “planta alta”. No obstante, el problema es más complejo, en el sentido en que no nos remite a una dualidad maniquea, donde centro/maldad; provincia/sinceridad creadora desinteresada. A saber, el problema al que me refiero dice relación con el lugar que ocupa el arte literario, y en particular la poesía desde la modernidad hasta nuestros días. Desde la modernidad el arte es un objeto de consumo y la poesía se ha convertido, al decir de Paulo Leminski, en un “inutensilio”,que configura una negatividad para con el mundo y la sociedad. La obra poética no es ya un vehículo de principios mayores, ni cumple el rol medieval de “delectere et docere”, vale decir, de deleitar y enseñar. La libertad de la literatura, y en especial de la poesía desde el siglo XIX hasta nuestros días, es por una parte un triunfo satánico, un acto de soberbia como una toma de poder; y por otro, el resultado de una sociedad que decide expulsar al poeta y al poema de sí por no serle de utilidad. Y esto, ciertamente, porque el destino de la poesía es algo distinto a la mercancía (a la que el arte visual, por ejemplo, podría ser reducido por la burguesía como objeto de consumo), es distinto, puesto que la palabra nunca perderá el carácter político. Toda palabra tiene un contexto, una historia, un étimo, una relación social que en definitiva es política. En un campo cultural falsamente polarizado por extremos que se necesitan –el mercado y la academia–, la escritura de poemas viene a exponer una venida al lenguaje casi, de por sí, invisible e inoperante. El mercado de las narrativas comerciales y las academias permanece a salvo, estable en sus zonas de seguridad. Damián Tabarovsky, en su texto Literatura de izquierda, nos recuerda “Quien pertenece a la literatura de la comunidad inoperante, integran la comunidad de los que no tienen comunidad”.

Vale decir, la escritura de poesía está de por sí expuesta a la invisibilidad y la inoperancia en términos colectivos, por lo menos en la época histórica que nos tocó. Este estado de cosas podría pensarse tanto para un poeta que escribe en una oscura pieza en alguna parte de Valparaíso, por ejemplo, así como quien lo hace desde alguna celdilla de un edificio en Santiago, así como quien lo hace en alguno de los muchas provincias diseminadas por nuestro territorio. Ahora bien, esto no quiere decir que la situación sea del todo homogénea, y que el capitalismo ha logrado barnizar con igualdad todas las situaciones políticas y geográficas de nuestro país, aun cuando haya relegado a la invisibilidad y la inoperancia la escritura de poesía, y a los sujetos escribientes, los poetas. Este pensamiento implicaría reducir los problemas propios de la escritura en y desde las provincias. De esta manera, entonces, se hace necesario hacer un breve repaso crítico de los problemas, empezando, justamente por la noción de “provincia”. Cristian Cruz logra actualizar muy bien el problema desde adentro, es decir, pensándolo como un problema vital y escritural al mismo tiempo. Para Cruz, la noción de provincia como equivalente de pueblo está desactualizada, es parte de un folclore, ya que actualmente toda noción de provincia o pueblo puede ser entendida como un sector, en primera instancia, que se desenvuelve en su arquitectura simbólica como una ciudad en miniatura: “La provincia hace rato dejó de ser una aldea, sigue el modelo urbano de occidente, el mercado no pierde el tiempo.” (60). No es que a través de estas líneas Cruz esté intentando “urbanizar la provincia”, como dice Peter Sloterdijk, sino que busca darle otra mirada a un problema que puede ser fácilmente tomado desde la postal maniquea arriba mencionada, y por ello dejar de ver asuntos que pueden ser importantes en torno al fenómeno. Y es que se está siempre solo ante el poema: “No digamos que estar solo es propio de la provincia, es dado en todos los territorios.” (63). Se está solo frente a la escritura y frente a la lectura, también. En este sentido, Cristian Cruz ve en el acto de lectura una experiencia formativa del poeta, casi universal, nacida de la libre voluntad del mismo. Nadie nos puede impedir leer: “Como pueden ver, la formación del poeta no depende del territorio, del espacio, ni del tiempo.” (64). Esta suerte de inmanencia en la lectura, sin embargo, implica una inmanencia también en la producción y distribución de los materiales de lectura, aun en la era de la información y la digitalización. Es importante tener en cuenta el acto combativo de la lectura, su metodología de resistencia del individuo frente a la sociedad de consumo, frente a la frivolidad y estupidez generalizada, la bulla, la distracción, los estímulos, etc., sin embargo, este acceso no se da en igualdad de condiciones para un poeta en formación que puede, por ejemplo, acceder a un universo de lectura entregado por universidades y talleres, en una ciudad como Santiago, que otro poeta en formación lectora en alguna pequeña ciudad. Las condiciones de acceso no son las mismas y por lo tanto cada cual se habrá formado con diferentes “horizontes de expectación” de lectura. Quizás esto vale mucho más para los poetas de la muestra, todos mayores de treinta años; quizás no vale tanto para una fracción todavía más invisible que tiene otra relación con la digitalidad y con el acceso a través de plataformas virtuales a talleres y grupos (inoperantes, también) de lectura y escrituras colectivas. Esto último, especialmente en tiempos de pandemia donde el mundo y sus relaciones han tornado rápido hacia la digitalización. De esta manera, la lectura y escritura se ven como procedimientos esenciales en la vida y en la formación constante de cualquier escritor, aunque haya que tener cierto cuidado crítico a la hora de abstraer dichas actividades de su contexto político: “La mayoría podría hacerlo [escribir] donde desee, edificando un muro propio, un espacio apto y bello en donde quiera que coloque la pluma y la tinta.” (Camilo Muró, 72). De esta forma, si bien es necesario siempre colocar la lectura y la escritura como los procesos motores y superiores a toda condición contextual, jamás estos van a estar abstraídos en un espacio inmanente sin un entorno político que dialoga con dichas actividades. Volviendo a los problemas de la provincia, o a los problemas textuales surgidos a partir de la escritura desde pequeñas ciudades, especial atención merecen esta serie de conceptos aparecidos en reiteradas poéticas: memoria, paisaje y desplazamiento. Tomando la palabra, ahora, de Felipe Moncada, me interesa desarrollar de manera breve cómo desde la experiencia de la provincia deviene en una estética. Más arriba se ha comentado que la provincia puede pensarse como una dispersión de pequeñas ciudades suburbanas, “la provincia es una dispersión”, recalca Moncada. En ese sentido, me interesa cómo el paisaje deviene en escritura, cómo esa geografía de la dispersión implica un régimen sobre los cuerpos políticos, marcados por el dictum del desplazamiento. Este tránsito de los cuerpos entre caminos interiores, carreteras y estaciones sugiere, por una parte, una condición propia de los habitantes de dichas ciudades en miniatura: la necesidad de moverse en busca del sustento económico. Algo similar ocurre en Valparaíso, también. Desde los cerros se desciende al centro por la necesidad de la guerra del pan, la lucha diaria por parar la olla. Ahora bien, en este tránsito forzoso deviene la experiencia del paisaje en una experiencia de la memoria y, por lo tanto, de la escritura. Nelson Paredes lo apunta muy bien: “Mi territorio, que es un territorio transhumante, se ha nutrido en un ejercicio constante de observación de las mutaciones del paisaje” (40). De esta manera, el espacio físico, imposible de asir por completo, se traduce en la memoria y el pensamiento en forma de paisaje a través del viaje; y es, justamente, ese pensamiento memorioso el que da aliento a la escritura. Tal vez es desde esa distancia, la consabida pérdida, mediante la cual “la provincia” queda tatuada como un lenguaje originario del que no se puede rehuir nunca del todo, y el cual, una y otra vez, se vuelca sobre los poemas que están por venir. En ese sentido es que para Ismael Gavilán la provincia es el resguardo, la niñez, el espacio formativo del poeta con su soledad. El momento en que el poeta se da cuenta del exterior y empieza a nombrarlo. Cómo no pensar en Marcel Proust en todo esto, que comienza el primer libro del primer tomo de En busca del tiempo perdido, justamente, pensando cómo era su experiencia formativa en una pequeña aldea de Francia, su encuentro con la materia, el lenguaje y el cuerpo, estableciendo desde ahí casi un relato infinito (y sin propósito claro). En fin, me disgrego, también, al pensar estos problemas, en parte porque también pulsa en mí una raíz de provincia (el norte, Coquimbo, la playa La Herradura, la niñez, las primeras transgresiones) en mi escritura que me hace imposible no cruzar mi pensamiento con el de “otros provincianos”. Y en parte, también, porque Felices Escrituras tampoco ofrece una serie de textos conclusivos al respecto. Por el contrario, su función dentro del panorama presente de la literatura chilena es reactualizar un conflicto fundacional de la misma, una huella o un tatuaje de la propia venida al mundo de la identidad de las escrituras que se pueden llamar chilenas, escritas por chilenos y chilenas, o extranjeros, desde una experiencia del territorio y la arquitectura simbólica de esas culturas nacionales. Volver a actualizar, a poner de manifiesto una problemática no para cerrarla, sino, al contrario, hacerla dialogar con los propios poemas, de los cuales poco se puede decir en esos términos (sería injusto a cada poema adjudicarle un lugar de origen simple) y generar, así, una vez más, tensión entre poema y mundo, pues lo que se puede decir del poema siempre es insuficiente, precario, trivial. Esto, tal vez, porque como personas que hemos escrito y leído poesía sabemos que siempre un poema es un fracaso, la parte de algo mucho mayor que nunca alcanzaremos en su totalidad, un no llegar del todo, ya sea a la provincia o al misterio, ya sea a la subjetividad o al rastro de un paisaje, una traza que se suspende por un momento y luego vuelve a desaparecer.



 

 

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