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Sobre dos libros de Carlos Droguett

Por Álvaro Bisama
Universidad Diego Portales

Taller de Letras N° 45: 171-184, 2009

 

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Desde hace un tiempo se viene haciendo necesaria una revisión del lugar que ocupa la obra de Carlos Droguett (1912-1996) en el contexto de las letras chilenas. Droguett, que recorrió el siglo veinte como un testigo que nunca se resignó a ese rol, fue capaz de armar un corpus literario casi siempre escrito sin concesiones, cuya principal pulsión fue hundirse en los mitos de la identidad nacional para impugnarlos o exorcizarlos y emerger desde ahí con una literatura única, que obliga al lector a cuestionar sus propios compromisos morales o ideológicos. Eso, porque de modo terrible o trágico, Droguett fue el último escritor de la república chilena, a pesar de que Rafael Gumucio le asignó ese papel a Nicanor Parra en el prólogo de Los platos rotos. Pero Droguett estuvo antes o, por lo menos, leyó esa historia sin ironía, como una tragedia desarrollada en tiempo real. Así, comenzó con Los asesinados del Seguro Obrero (1940) y luego, novela tras novelas, cubrió un arco que se hundió intensamente en la complejidad de lo popular (El compadre), la mecánica del crimen (Todas esas muertes), la violencia política (Sesenta muertos en la escalera), la marginalidad total (Eloy, Patas de perro). En sus novelas, Droguett escribió una literatura que siempre fue consciente del compromiso del artista como brújula ordenadora de su obra, pero que nunca aceptó maniqueísmos ni adoctrinamientos ciegos. Por lo mismo, aquella escritura nunca fue ni admitió lecturas paródicas: nunca se dobló sobre sí misma ni fue capaz de escenificar caricatura alguna. Cuando incurrió en la sátira o el humor –en, por ejemplo, aquel texto donde se moría el boom completo en Escrito en el aire (1972)– nunca escurrió el drama. Por el contrario, se esforzó continuamente en detallar su propia exasperación, en el ejercicio angustioso de una conciencia que dramatizó traumas nacionales y personales como si fueran lo mismo, al modo de una suerte de pulsión devastadora, inevitable, inconfundible. Eso es posible de ver en los temas con los que la literatura de Droguett compone la suma de una comedia humana o una comedia chilena, mejor dicho; temas que se internan casi siempre en los meandros de una violencia atávica que puede ser leída como el reverso de aquel peso de la noche al que se refería Diego Portales y que Alfredo Jocelyn-Holt leía oracularmente como la coacción del poder sobre los ciudadanos que eran determinados y definidos por el marasmo, la inercia, el miedo al Estado. La obra de Droguett dio cuenta de ese peso, pero casi siempre lo transformaba en una especie de tragedia donde se representaba, de modo catártico, la violencia de aquella coerción en la forma de un drama íntimo que no dejaba títere con cabeza. Pero eso, podría ser la matriz de una escritura militante, escapaba de cualquier asidero doctrinario o de cualquier viso criollista (una de las imprecaciones preferidas del autor). Por el contrario, en Droguett convive la conciencia política en medio de un estilo que no tiene problemas en sofocar en su torrente al lector, como si la densidad discursiva de cada página adquiriera el espesor de una respiración cercana, ahogada por el asma de la puntuación y acicateada por la rabia, conmovida por la pena e interrumpida por el pavor. Aquel estilo es, por lo mismo, el ideal para acechar los rincones de la conciencia de los personajes predilectos del autor: bandidos en actitud de espera, obreros suspendidos en el aire, monstruos perdidos en la ciudad, asesinos ensimismados en el arte de matar, victimarios disparando sobre la multitud, víctimas sacrificadas en los fuegos fatuos de la política local. Todos ellos están unidos por la sangre, que es quizás el leitmotiv por excelencia droguettiano: el símbolo del lazo del sujeto con su lugar de origen establecido casi siempre desde una noción casi sacrificial. Escribir, para Droguett es testimoniar una historia de esa sangre, por medio de la que se cuenta la otra historia de Chile: el testimonio de los lugares donde el resto de la literatura oficial –criollista, canónica, obvia, legitimada por el poder– casi nunca se interna mientras corre un tupido velo que le permite mantener y legitimar el orden. Sobre la precariedad de ese orden escribe Droguett con una prosa inestable, digresiva, que se convierte a veces en el remedo de una conciencia que alcanza una lucidez avasalladora y que significa casi siempre la revisión de la tradición para reescribirla.

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La aparición reciente de dos textos, el volumen de ensayos editado por la Universidad Diego Portales Materiales de construcción (2008) y la entrevista inédita/ensayo-diatriba Sobre la ausencia (2009) de Lanzallamas Editores, pueden venir a constituirse como excusas para ejercer acá, a más de diez años del fallecimiento del autor, esa sugerida revisión. Por supuesto, se trata de un trabajo complejo que sigue el camino ya iniciado por el Fondo Carlos Droguett (http://www.edi.mshs.univ-poitiers.fr/), aquel archivo de materiales inéditos y editados, tanto ficcionales como ensayísticos, que la Universidad de Poitiers mantiene desde hace años de modo digital y que resulta inestimable como material de referencia crítico.

Aún así, los dos volúmenes editados el presente año sacan a Droguett de cualquier connotación documental o voluntad de archivo. Mal que mal, evitan lo narrativo y se centran más bien en el campo del ensayo o de la crónica y, en el fondo, modifican la percepción de la obra del autor en el presente chileno.

Respecto al primero de esos libros, Materiales de construcción, hay que decir que puede leerse en términos de la resolución de un enigma. Si cada escritor carga una biblioteca a cuestas o es susceptible de ser leído en términos de la “ansiedad de la influencia”, lo que presenta este libro es una colección de textos donde lo biográfico se cruza con lo literario para explicar cómo funcionan ciertas claves del mundo droguettiano: Lo que hay, lo que se escribe, debe ser leído en términos de ese mapa: es indiscernible separar en el comentario literario de Droguett obra y vida y, casi siempre, su misma escritura se muestra reacia a establecer tal separación. Así, a diferencia del crítico que juega a impostar una voz y que luego deja que aquel tono reemplace en piloto automático sus mecanismos argumentativos (el estilo sería el método, parafraseando a Piglia) Droguett suprime cualquier distancia entre el objeto que contempla y sí mismo.

Materiales de construcción en el número 3 de Aisthesis. Imágenes tomadas del fondo Droguett
de los Archivos virtuales del CRLA-Archivos, Universidad de Poitiers código EDDA04, http://
www.edi.mshs.univ-poitiers.fr/archivesvirtuelles/catalogue.php.

Materiales de construcción en el número 3 de Aisthesis. Imágenes tomadas del fondo Droguett
de los Archivos virtuales del CRLA-Archivos, Universidad de Poitiers código EDDA04, http://
www.edi.mshs.univ-poitiers.fr/archivesvirtuelles/catalogue.php.

Aquello tiene varios costados. Droguett juega a una honestidad brutal, a un vaciamiento y abandono de su propia prosa en cada página: opina decidida y taxativamente, evade cualquier escepticismo, quema cualquier puente respecto a la posibilidad del disenso. Comprometido, exige al lector la suscripción de ese mismo compromiso en aras de una verdad literaria pocas veces dicha. Como en sus novelas, Droguett se interna en el pantano de una lectura marginal que se opone a cualquier movimiento canónico y frente al congelamiento, a la pesadilla de los lugares comunes de la clase, de la doctrina, de la ideología, escribe en contra. O se inmola, se pierde en la digresión, habla en varios niveles, como si el suyo fuera un discurso interrumpido que contuviera su reverso, que perdiera y recuperara su centro a cada instante.

Es interesante lo anterior: si bien en Materiales de construcción la lista de temas a tocar es relativamente escueta y casi siempre circunscritos al ámbito de la literatura breve (el origen de la vocación literaria en la infancia y una serie de ensayos sobre la obra de Vicente Pérez Rosales, Baldomero Lillo, Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Francisco Coloane y José Donoso), casi siempre Droguett escribe destruyendo los límites que se ha trazado. Un texto sobre el origen de su vocación literaria se convierte en una especie de opereta de fantasmas (donde incluso Gabriela Mistral se aparece a modo de un alma en pena), una reseña sobre la obra de Pablo de Rokha en una crónica personalísima de su suicidio, un ensayo sobre Vicente Pérez Rosales, en una indagación de la identidad republicana chilena. Eso vuelve interesante a la escritura de Droguett pues su canon, como el de Luis Oyarzún en Temas de la cultura chilena (1967), esboza casi siempre la fragilidad de la constitución de nuestra memoria literaria. Leer a Droguett escribiendo de literatura chilena es, en el fondo, someterse a la voz de una contraparte que ejecuta un disenso de lo que los mecanismos historiográficos de la literatura chilena componen desde momentos y métodos tan distintos como Panorama literario de Chile de Raúl Siva Castro, Historia personal de la literatura chilena de Alone o La novela chilena de Cedomil Goic.

A primera vista ese disenso puede parecer ideológico pero también es estético: en “Materiales de construcción” Droguett escribe con cierta resolución utópica, describe los lugares que él desearía que constituyeran ese concepto abstracto llamado literatura chilena, pero que han sido excluidos de cualquier fundamento o definición. A Neruda, opone a De Rokha; a Blest Gana y a Portales, a Vicente Pérez Rosales. O sea, indaga en escrituras definidas desde el conflicto, en monumentales actos fallidos, en ejercicios híbridos que transitan en la indefinición genérica. Hay una lectura especular ahí, pues Droguett se funda en esos gestos, se lee a sí mismo en esos modales: es suyo el hálito de De Rokha, aquella exasperación ambiciosa que no admite tibiezas, pero también la digresión de Recuerdos del pasado, el merodeo por la verdad superflua de la historia chilena, la voz menor que no alcanza a ser redactada en las verdades oficiales. Desde ese margen reseña Droguett, en una periferia que está dedicada a ser el espejo reverso de lo que sucede en el resto de la literatura chilena: que se escribe como una voz menor, como el susurro trágico que luego será silencio.

Sobre la ausencia se mantiene en este mismo todo, pero politiza radicalmente sus lecturas, si es que eso es posible. Trabaja a partir de un corte sincrónico del proyecto o de la biografía de Droguett: la reacción de su literatura al problema del golpe de Estado de 1973. Editado y prologado por Roberto Contreras, está dividido en tres partes y tiene su centro en poner a disposición de nuestra escena local un texto que Droguett publicó en 1976 en Papeles de San Armadans, revista dirigida por Camilo José Cela. Así, en el prólogo, Contreras explica la necesidad de poner en circulación “Sobre la ausencia”, pues “en Chile prácticamente nadie lo leyó, ni lo ha leído hasta ahora” (25). Tiene sentido: la segunda parte es la transcripción de una entrevista realizada por Ignacio Ossa al mismo Droguett en una casa de seguridad clandestina. Ossa fue profesor de la Universidad Católica, militante del MIR y luego torturado y asesinado en 1975 y uno de los sentidos del libro es poner en circulación su memoria, recordarlo en tanto víctima. Para él está dedicado “Sobre la ausencia”, que funciona como diatriba o libelo a partir del comentario pormenorizado, hipertrofiado, coprolálico y profundamente sentido de una foto de la Junta Militar chilena en el Tedeum de 1973. Ahí, el narrador comenta pormenorizadamente la imagen de los asistentes a tal evento y describe uno por uno a los asistentes: la Junta Militar completa, los ex presidentes Alessandri, Frei Montalva y González Videla. Todos son desacralizados, execrados, difamados, parodiados y desdibujados hasta lo irreconocible en un carnaval sanguinolento del cual no hay redención ni vuelta alguna. Se trata de un ejercicio demoledor: Droguett pone en escena un territorio del horror, reelabora biografías, compone una alegoría negativa que no tiene vuelta. Por supuesto, hay mérito literario en el texto: no hay concesión alguna en la descripción de la violencia de la sátira. Basta leer lo que dice, lo que interpreta de Eduardo Frei Montalva: “la descomunal nariz jamás haría de él un ser normalmente trágico sino decidida y teatralmente monstruoso, su nariz no era conmovedora sino cómica, no podía causar terror a nadie, solo alegría, burla, risas, por lo menos sonrisas, cuando era joven y pobre, sonrisas de conmiseración, cuando era presidente y elegante, sonrisas de sospecha y suspicacia, por eso, cada vez se quedaba más solo. Su evidente soledad sin retorno lo ponía furioso, después pensativo, nervioso, transpirando helado, lo que, al recordarlo, le hacía alzar la cabeza y mirar hacia el barrio” (Droguett 80).

Pero ese es el texto final. Antes, la entrevista, efectuada en una zona límite, en un Santiago intervenido por el autoritarismo, ha dado pie para que Droguett se explaye sobre la política y la literatura chilena. No son opiniones tibias. Por el contrario, es una conversación terminal, una conversación en cuyo fuera de campo –el espacio más allá de las palabras– ronda la amenaza de la muerte y la persecución, los sonidos de una autoridad donde se ha instalado el horror y el autoritarismo. Dice Droguett: “yo me siento humillado de estar actualmente en Chile, pero al mismo tiempo me siento feliz y regocijado de haber permanecido en Chile […] En ese sentido le digo, que para mí, fuera de los crímenes, de las violaciones a las mujeres, de los fusilamientos de los niños menores de catorce años, de las torturas a las que han sido sometidos obreros, estudiantes, profesionales, médicos, abogados, periodistas, escritores, músicos, pintores y tanta gente anónima y tanta gente que ni siquiera ha tenido la posibilidad de decirlo, conforman esta época. Y estos personajes, a mi modo de ver, como escritor son, fuera del infierno que estamos viviendo, una novela o dos novelas o diez novelas o veinte obras de teatro o trescientos poemas que hay que escribir” (Sobre la ausencia 34).

Sobre la ausencia, Santiago de Chile, 1975-1976. Imagen tomada del fondo Droguett de
los Archivos virtuales del CRLA-Archivos, Universidad de Poitiers código EDDE08, http://
www.edi.mshs.univ-poitiers.fr/ArchivesVirtuelles/catalogue.php.

Sobre la ausencia en Papeles de Son Armadans, Madrid, 1976. Imagen tomada del fondo
Droguett de los Archivos virtuales del CRLA-Archivos, Universidad de Poitiers código EDDE09,
http://www.edi.mshs.univ-poitiers.fr/archivesvirtuelles/catalogue.php.

 

Sobre la ausencia en Papeles de Son Armadans, Madrid, 1976. Imagen tomada del fondo
Droguett de los Archivos virtuales del CRLA-Archivos, Universidad de Poitiers código EDDE10,
http://www.edi.mshs.univ-poitiers.fr/archivesvirtuelles/catalogue.php.

Así, de ambos textos, se puede extraer un sinnúmero de opiniones y juicios que pueden urdir un contracanon, un comentario hiriente, mordaz y terrible pero no por eso menos insoslayable de la historia de la literatura chilena o latinoamericana. Anoto algunos que me parecen destacables. Sobre D’Halmar: “se perderá y se licuará con el tiempo, solo quedará su figura teatral impresionante, y quizás un par de cuentos” (Droguett, Materiales de construcción 20). Sobre Eduardo Barrios: “nada quedará, nada va quedando” (Ibid.). Sobre Mariano Latorre: “es un hombre de la ciudad, con los gustos buenos y malos de la ciudad, corrompido como ella, contaminado como ella, él no ama nada, se ama tal vez a sí mismo” (Id. 27). Sobre Baldomero Lillo: “Después de Baldomero Lillo, el cuento murió en Chile o, más bien, se instaló en el campo, haciendo su inventario notarial, inagotable y legendario, de animales y plantas, catalogando crepúsculos, coleccionando suspiros que crujían como coleópteros en los insectarios de las antologías” (Id. 59). Sobre Pablo de Rokha: “su muerte asumió en realidad, todos los caracteres de un asesinato, pues fue la resultante natural y lógica de una larga trayectoria de aislamiento, de destierro, de anonimato, de vacío letal forjado con astucia alrededor de la figura del poeta […] Él era un gran poeta solar y un forajido, no, no lo podían perdonar, primero le tenían miedo, después le tenían odio y le vaticinaban dolencias y cuarentenas, se aislaron, lo aislaron” (Id. 76). Sobre Hernán Díaz Arrieta, Alone: “Novelista fracasado, hombre frustrado, crítico literario, naturalmente del diario El Mercurio, alimentado solo de novela francesa y de aberraciones humanas y artísticas” (Id. 81). Sobre Manuel Rojas: “su literatura, nacida sin esfuerzo de la misma entraña de su experiencia no tiene seguramente por eso mismo nada de frívolo, de falso o de pasajero, Manuel Rojas no se hizo escritor, la vida lo hizo y es esta seguramente la única labor social del sufrimiento” (Id. 100, 101). Sobre Roque Esteban Escarpa: “Yo nunca he sabido que sea escritor” (Droguett, Sobre la ausencia, 50). Sobre Guillermo Blanco: “ha sido un masturbador toda su vida […] ahí me contaba de sus deseos de tener lectores. Y yo pensaba inmediatamente, para que uno empiece a tener lectores, hay que ser escritor, pero me dio lástima decírselo” (Id. 50, 51). Sobre Pérez Rosales: “Yo he leído ese libro (Recuerdos del pasado) más de una vez e incluso lo estuve leyendo como algunos místicos leen los libros santos o las historias ejemplares de San Francisco, de San Agustín, por ejemplo” (Id. 58). Sobre Alonso de Ercilla: “qué curioso un militar español, y más curioso que haya un militar que sepa leer y escribir, y que escriba bien” (Id. 56). Sobre Vargas Llosa: “un masturbador de la novela […] un hombre buscador de éxito. Éxito económico y social […] lo he visto actuando, personalmente, en busca de clientela y mercado” (Id. 44).

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Es interesante la sincronía de ambos textos con el contexto local. Mal que mal, Materiales de construcción y Sobre la ausencia aparecen en el mismo semestre en que el fallecimiento de Miguel Serrano (1917-2009) lanza sobre el campo literario chileno una serie de preguntas complejas sobre la relación entre obra y vida, compromiso político y literatura, adoctrinamiento y arte. En el centro de ese debate, destacó el problema de la filiación nazista de Serrano que se volvió un tema tan engorroso como inevitable para sus defensores y detractores, que trataron de decidir –en una pregunta que aún no salda ninguna clase de respuesta tajante– si la carga ideológica del nacional-socialismo impregnaba el corpus de su obra al punto de definirla desde esa militancia o si era posible separarla, dejarla de lado como una excentricidad que no afectaba en modo alguno la indagación en los mitos locales que Serrano hacía en sus textos. En medio de ese debate (donde participaron Cristián Warnken, Rafael Gumucio, Diamela Eltit, Antonio Gil, Jorge Baradit y Francisco Ortega, entre muchos) los libros de Droguett comenzaron a circular. Por supuesto, nadie percibió la cercanía entre ambos problemas: los que la muerte de Serrano convocaba y los que los libros de Droguett sugerían.

Es interesante, porque hay en la escritura de Droguett, en su acercamiento al canon, una respuesta que es en el fondo inevitable al dilema esbozado por la muerte de Serrano y los esfuerzos de sus defensores para una última posibilidad de redención literaria e ingreso en el canon. Al lavado de cara del nazismo de Serrano, Droguett responde con la imposibilidad de separar obra y vida, pues en su escritura al lector se le hace inevitable trazar tramas con los hilos del texto y biografía entrelazados, pues para Droguett se trata de un corpus orgánico, de un juego de reflejos que jamás deja la escritura como un mero ejercicio estético sino que la convierte en un problema moral, siempre actuando desde la urgencia, volviéndose un comentario sobre el presente. Aquella respuesta no es, de ningún modo, tranquilizadora y en el fondo responde de modo indirecto a quienes perdonaban o eximían a Serrano respecto a cualquier responsabilidad moral respecto a los alcances de su filiación política: Droguett escribe desde la certeza desesperada de no poder dividir ambos compartimentos, exigiendo al lector a un límite que a veces puede parecer intolerable.

Pero el saldo de aquel viaje es apreciable. Tanto Materiales de construcción como Sobre la ausencia ensayan una visión contrapuesta de cierto canon chileno, devuelven las letras a la política, señalan la fragilidad de las nociones alentadoras que la historia de la literatura nacional ha construido con respecto a su propia idiosincrasia. La lectura y la defensa a ultranza de Pérez Rosales, Baldomero Lillo y Pablo de Rokha no solo refutan el criollismo, sino que también el proyecto nerudiano, las aspiraciones totalizadoras de los lugares comunes de la crítica, encarnada por Alone o Raúl Silva Castro. Experto en ponerse en la periferia de nuestra historia literaria, Droguett exacerba su propia impostura radicalizando y subvirtiendo la comodidad de sus lecturas ordenadoras, de sus modelos didácticos, al punto que Droguett le dice a Ossa en su entrevista: “la única antología que podríamos hacer ahora de Chile, creo que ya te lo dije, es la antología de soplones, de traidores, de aventureros” (Droguett, Sobre la ausencia, 47).

Pero hay otro aspecto que la lectura de estos libros sugiere: la posición de Droguett respecto al boom de las letras hispanoamericanas. Quizás haya aquí una clave desde donde el autor no ha sido leído. Empecinado en ser ubicado en el modelo de las letras chilenas, Droguett piensa al pasar en la novela hispanoamericana, con la que sostiene una relación compleja. Demasiado radical para integrar cualquier clase de grupo, es posible ver en el relato paralelo a los movimientos que hace, por ejemplo, José Donoso y que detalla en su Historia personal del boom (1972). Droguett, escéptico, no se piensa en ese lugar pero sí es publicado en aquella escena de la que es testigo. Si bien los dos libros publicados este año no hablan de aquel problema –el de Droguett y su relación con un canon latinoamericano– sí rozan aquella problemática. Es más: Sobre la ausencia debe ser leída desde la lógica discursiva del exilio pero también desde la visibilidad que Droguett ha alcanzado en su peculiar estatus de narrador internacional. Su lectura de lo chileno estará exacerbada por aquella distancia y desde ella le contestarán en 1977 Enrique Lafourcade (en Qué Pasa) y Luis Sánchez Latorre (en Las Últimas Noticias) en sendas defensas corporativas. Pues para Lafourcade, “este mal escrito merece el silencio y el olvido” (30, 31) y para Sánchez Latorre, “caricaturizando, injuriando, deformando, desposeyendo de todo rasgo de nobleza a hombres de reconocida identidad democrática, Droguett exhibe la raíz de una vocación antropofágica”.

Así, habría una sugerencia acá: releer a Droguett no es solo pensarlo en términos de los límites de la novela chilena sino también desde el comentario de la memoria que hacemos del boom. Sobre la ausencia puede ser una diatriba que no se guarda nada, pero está escrita desde una posición que sincroniza con aquella teoría de que el golpe de Estado en Chile, como bien dice Idelber Avelar en Alegorías de la derrota: la ficción postdictorial y el trabajo del duelo (2000) puede ser leído simbólicamente como una de las marcas históricas que señala el fin de los efectos del boom. Droguett, marginal de aquel movimiento (aunque en cierto modo esencial, como ya se había dado cuenta Ángel Rama cuando comentaba “Eloy” en Marcha, en 1960) pone en escena justamente ese quiebre, representa un teatro de máscaras sangrientas donde en el fondo la violencia local devuelve a los lectores a la fragilidad de un mundo roto. Por lo mismo, habría que leer Sobre la ausencia al lado de, por ejemplo, Casa de campo (1977), donde Donoso pone en movimiento un trabajo semejante. Lo interesante es que mientras Donoso alegoriza y se pierde en los pliegues de su peculiar historia de Chile, Droguett interviene directamente dicha historia: ficcionaliza en el caos, interviene la memoria, revierte la historia a su antojo para impugnarla. Así, mientras Casa de campo debe ser leída en clave, Sobre la ausencia no admite segundas lecturas y es en el fondo, un último alegato republicano de quien ha visto aquel orden esfumarse en la violencia que él mismo ha predicho y escrito tantas veces.

Lo que vendrá después será el fin de esa historia nacional: los sujetos que compongan la literatura chilena posterior serán siempre huérfanos, contemplarán el orden caído con una nostalgia casi siempre impasible, estarán desprovistos de cualquier historia, como los personajes de Hechos consumados de Juan Radrigán, perdidos a la deriva de un río, carentes de identidad, armados con despojos de la identidad, fragmentos de sentido y signos rotos.

Pero cualquier clase de lectura de Droguett termina mordiéndose la cola. Así nos damos cuenta del valor y de su comprensión de ciertas claves de nuestro campo literario. Mal que mal no hay que esforzarse demasiado en leer los dos libros aparecidos este año como modulaciones de los mismos temas aparecidos en Los asesinos del seguro obrero, la primera obra –¿novela? ¿crónica?– publicada por el autor, allá por 1940. Establecido ese lazo, el lector puede descubrir una sorprendente circularidad en sus opiniones, que se vuelven un juego de espejos entre los diversos libros del autor o, mejor dicho, hacernos pensar que, en el fondo, Droguett escribió siempre los mismos temas, trabajó siempre –como si fuera un palimpsesto que adquiere espesor y monumentalidad hasta convertirse en un bloque ineludible– en el mismo libro. En el prólogo de ese texto de los años cuarenta, Droguett ironiza sobre los temas de la literatura chilena, sobre su cobardía en la descripción del drama de la sangre, sobre la fragilidad de un canon que no da cuenta de la identidad, que no puede con ella. Dice Droguett: “Todos exangües. Mariano Latorre, Luis Durand, Marta Brunet, Federico Gana, Fernando Santiván, Rafael Maluenda, todos, han mirado la cueca, pero no la sangre que corría al tacón de la cueca, han visto el vino, pero no la sangre que corría del borracho y que parecía que era vino, han visto al patrón enamorando a la chinita, aun le han ayudado a enamorarla, pero no han mirado la sangre del aborto, han visto los rodeos de los animales chúcaros, aun les han hecho su rondel patriótico para mirarlos mejor, pero no han visto la doma y el rodeo del trabajador de nuestros campos” (Droguett, Los asesinos del seguro obrero, 13, 14).

Puede ser que Materiales de construcción y Sobre la ausencia confirman la claridad de estos juicios mientras sugieren su capacidad oracular, su habilidad para predecir cierta clase de martirologio nacional. Escribiendo a contrapelo de las buenas conciencias, Droguett nunca abandonó aquellas tesis sino que más bien contempló cómo la historia nacional se volvía cíclica, cómo multiplicaba hasta la extenuación su horror. En la memoria de la república chilena Droguett se convirtió en cierto modo en su anotador final, en el comentarista de su epílogo: predijo el desastre y escribió sobre advenimiento desde la soledad de quien ve cumplida su propia profecía. La historia se le devolvió como una tragedia anunciada, como una sucesión de hechos que bien podrían haber estado en sus novelas. Germán Marín lo entiende muy bien en el prólogo de Materiales de construcción. Entiende bien esa cita al pasado, el disparo inconsolable de la remembranza de un mundo que se fue, que no existe más, que es escritura pero también pura memoria: “Infancia y literatura son los materiales impalpables con los que se levanta, sin embargo, un mundo sentimental de fácil identificación, propia de la infelicidad de una época bajo la cual, si recordamos a través de los artificios de la memoria, esas tardes de invierno de nunca acabar, como decía una canción chilena de aquel entonces, la gente de barrio comentaba sus dubitaciones en torno a unas tazas de té y, cerca de la mesa familiar de mantelito blanco, también como se nos ocurre, escuchaba un niño de buen oído que, más tarde, se dedicaría a escribir” (Droguett, Materiales de construcción, 10).


 

 

 

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Sobre dos libros de Carlos Droguett.
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