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Serie: Grandes poetas ecuatorianos

César Dávila Andrade

 




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César Dávila Andrade (Ecuador, 1919 – Venezuela, 1967). Vivió en Guayaquil, Quito y Caracas en donde vivió hasta su suicidio. Perteneció al grupo Literario “Madrugada”, en donde se reunió una pléyade de grandes poetas de la primera mitad del siglo XX, de todo el país. Publicó en Poesía: Oda al arquitecto (1946); Espacio me has vencido (1947); Catedral salvaje (Caracas, 1951); Boletín y elegía de las mitas (1956); Arco de instantes (1959); En un lugar no identificado (Mérida, 1963); Conexiones de tierra (Caracas, 1964); La corteza embrujada (Caracas, 1966); Materia real (Caracas, 1970); Poemas de amor (Caracas, 1972). En cuento: Abandonados en la tierra (1952); Trece relatos (1955); Cabeza de gallo (Caracas, 1966). Su obra completa fue publicada en 1983 en Cuenca, y en la Biblioteca Ayacucho (No. 191, Caracas, 1993).

 


ESPACIO ME HAS VENCIDO

Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia. 
Tu cercanía pesa sobre mi corazón.
Me abres el vago cofre de los astros perdidos 
y hallo en ellos el nombre de todo lo que amé. 
Espacio, me has vencido. Tus torrentes oscuros 
brillan al ser abiertos por la profundidad,
y mientras se desfloran tus capas ilusorias 
conozco que estás hecho de futuro sin fin. 
Amo tu infinita soledad simultánea,
tu presencia invisible que huye su propio límite, 
tu memoria en esferas de gaseosa constancia,
tu vacío colmado por la ausencia de Dios.
Ahora voy hacia ti, sin mi cadáver. 
Llevo mi origen de profunda altura
bajo el que, extraño, padeció mi cuerpo. 
Dejo en el fondo de los bellos días
mis sienes con sus rosas de delirio, 
mi lengua de escorpiones sumergidos, 
mis ojos hechos para ver la nada.
Dejo la puerta en que vivió mi ausencia, 
mi voz perdida en un abril de estrellas 
y una hoja de amor, sobre mi mesa.
Espacio, me has vencido. Muero en tu eterna vida. 
En ti mato mi alma para vivir en todos.
Olvidaré la prisa en tu veloz firmeza
y el olvido, en tu abismo que unifica las cosas.
Adiós claras estatuas de blancos ojos tristes. 
Navíos en que el cielo, su alto azul infinito 
volcaba dulcemente como sobre azucenas. 
Adiós canción antigua en la aldea de junio, 
tardes en las que todos, con los ojos cerrados 
viajaban silenciosos hacia un país de incienso. 
Adiós, Luis Van Beethoven, pecho despedazado 
por las anclas del fuego de la música eterna. 
Muchachas, las mi amigas. Muchachas extranjeras. 
Dulces niñas de Francia. Tiernas mujeres de ámbar. 
Os dejo. La distancia me entreabre sus cristales. 
Desde el fondo de mi alma me llama una carreta 
que baja hasta la sombra de mi memoria en calma. 
Allí quedará ella con sus frutos extraños
para que un niño ciego pueda encontrar mis pasos...
Espacio, me has vencido. Muero en tu inmensa vida. 
En ti muere mi canto, para que en todos cante. 
Espacio, me has vencido...

De Espacio me has vencido (1947)

 

 

CARTA A UNA COLEGIALA

Para leer esta carta
baja hasta nuestro río.
Escucharás, de pronto, una cosecha de aire 
pasar sollozando en la corriente.
Escucharás la desnudez unánime 
del agua y el sonido.
Y el rumor del minuto más antiguo 
formado con el átomo de un día.
Mas, de repente, escucharás, oh bella música femenina, 
la catarata inmóvil del silencio.
Entonces, te hablaré desde las letras: 
Era enero. Salimos del colegio.
Veo tu blusa de naranja ilesa.
Tus principiantes senos de azucena, 
y siento que me duele la memoria.
Bella aprendiz de cartas y de melancolía, 
con los ojos cerrados y las bocas unidas, 
tomamos esa tarde una lección de idiomas 
sobre el musgo que hablaba de la cartografía.
¿Cómo has pasado estas vacaciones? 
¿Sientes alguna vez entre los labios
ese azúcar azul de la distancia?
Mañana son dos años, siete meses. 
Te conocí con toda mi alma ausente; 
sufría entonces, por la primavera, 
un bellísimo mal que ya no tengo.
Recuerdo: producías con los labios 
un delgado chasquido de violeta.
Pienso en la estatua de aire de tu olvido 
mirándome de todas las esquinas,
mi colegiala mía, música femenina.
Tú, en el divino campo. Yo, en la ciudad terrestre. 
La calle pasa con su algarabía.
Un fraile. Unas mujeres de la vida... 
Un niño con un cesto de hortalizas... 
Un carro lento dividido en siglos...
Mañana entramos ya en el mes de junio. 
Flotarán en su cielo de anchos aires 
objetos de uso azul como las aguas;
y una lejana inquietud de rosas 
habrá en el horizonte de la tarde. 
En este claro mes de agua plateada 
te conocí. Entonces yo sufría
una enfermedad de primavera,
un bellísimo mal que ya no tengo ...

De Espacio me has vencido (1947)

 

 


ODA AL ARQUITECTO
 
Oh antiguo Arquitecto de las gaseosas manos,
los candelabros alzan su lengua hasta tu nombre
y mi alma adelgazada te besa entre las cosas.
 
Tú, en la callada tierra de azafrán de los muertos
y en la ligera mesa en que huye el alfarero
con pie impar y leve.
Tú, en el confín que abrieron las blancas jerarquías
para ordenar el vuelo de las primeras aves
al fondo de una época hoy secreta en tus ojos.
Tú, en los arcos profundos de las aguas genésicas
que labraron un tímpano para las caracolas.
Tú, en el espacio eterno, veloz e inamovible,
ausente en la profunda delicia del secreto.
Irreal y perenne. Altísimo e Íntimo.
Arquitecto sagrado, de las gaseosas manos.
 
Por Ti las rosas mueven sus codos de frescura
y las dalias sus rótulas de ácido rocío.
Por ti el árbol reposa en su quicio de roca
y los antiguos mitos, en sus torsos de mármol,
con los ojos lejanos de mineral continuo,
fijos, despetalados, absortos de pretérito.
 
Tú respiras la brisa dorada del cabello,
la tibia arborescencia que lactan las gacelas,
la delgadez fragante de los hilos de hierba
y en la última tarde nos respiras el alma.
Por ti usa la abeja su brújula de rosas
buscando su capilla al través de los árboles.
Por Ti el sur del cielo enrolla sus montañas,
inunda de tristeza el fondo del zafiro
y guarda en una esmeralda el cuerpo de una niña.
Por Ti el corazón sigue golpeando el cielo
y la sangre se tiende sollozando en la tierra.
Oh invisible Arquitecto de las etéreas manos.
 
Tú, en la ciudad antigua rota por mil clarines,
en el carmín nostálgico de los besos heridos
y en la débil memoria de la nube en el agua.
En el cedro vendado de navíos y fábulas;
en el yodo secreto de los pies de los hongos,
sobre sus cabecitas de tierno pan mojado.
En el estío de oro y torres de amaranto
que llega con centauros y fraguas de berilo
y con rojos ramajes de escorpiones heridos.
Tú, en la física llama del tacto en nuestras manos,
en su secreto ocaso y en su clima cerúleo,
en sus ciegos riachuelos que te sienten y palpan
y en su hidrografía que va al mar del sepulcro.
Oh sagrado Arquitecto de las eternas manos.
 
Tú, en la buena madera que amasaste con flores,
con agua hija de nube, nutritiva y delgada.
En el árbol que cuenta los años con coronas,
en sus hojas que tienen un paladar de aroma.
En la antigua montaña, maestra de palacios.
En el bosque en que arden tus azules arterias
cuando el viento de junio suena el cuerno de caza.
En el musgo que extiende su lento manuscrito
y en el polvo durmiente que llora tus sandalias.
Tú, en la blanca vendimia que afana a tus arcángeles
y en su callado viaje alrededor del aire.
Tú, en el dorado toro que piensa en el otoño,
en su tierna memoria de gema oscurecida
y en su lenta conciencia que aún no tiene bordes.
Oh antiguo Arquitecto de las aéreas manos.
 
Por Ti las golondrinas llevan la primavera
con tembloroso luto al través de los mares.
Por Ti tienen los nidos modelada con briznas
la copa fiel y tibia de un seno femenino.
Por Ti cultiva el mármol su rosal geológico
y encabrita en los frisos sus caballos inmóviles.
Por Ti las codornices tienen la voz de trigo
y las hojas de invierno usan guantes de lana.
El árbol busca el humo de tu celeste altura
y las colmenas cantan su marea dorada.
Oh antiguo Arquitecto de las perfectas manos.
 
Tú, en la zona del ámbar que atraviesan los ángeles
con sus carros de cera, su cosecha de lino
y con los tiernos vasos de su temperatura.
Tú, en el hombro desnudo del arroyo en la espuma,
y en el aguijón lento del sonido en el sueño.
En el temblor concéntrico de los lagos heridos
y en el sepulcro errante de las voces que fueron.
En la música que anda por el cielo hace siglos
y alguna noche baja hasta nuestros oídos.
Tú, en nosotros: dormido, vigilante y profundo.
En la secreta nube de la melancolía,
en este oscuro viaje de adversidad y gloria,
en este vago sueño mortuorio que vivimos.
Respiras nuestro gozo, nuestro dolor, nuestro aire
y en la noche postrera nos respiras el alma...

 
De Oda al arquitecto (1946)

 

 


EN QUÉ LUGAR

Quiero que me digas; de cualquier
modo debes decirme,
indicarme. Seguiré tu dedo, o
la piedra que lances
haciendo llamear, en ángulo, tu codo.

Allá, detrás de los hornos de quemar cal,
o más allá aún,
tras las zanjas en donde
se acumulan las coronas alquímicas de Urano
y el aire chilla como jengibre,
debe de estar Aquello.

Tienes que indicarme el lugar
antes de que este día se coagule.

Aquello debe tener el eco
envuelto en sí mismo,
como una piedra dentro de un durazno.

Tienes que indicarme, Tú,
que reposas más allá de la Fe
y de la Matemática.

¿Podré seguirlo en el ruido que pasa
y se detiene
súbitamente
en la oreja de papel?

¿Está, acaso, en ese sitio de tinieblas,
bajo las camas,
en donde se reúnen
todos los zapatos de este mundo?
 

De Conexiones de tierra (Venezuela, 1964)


 

TAREA POÉTICA

Dura como la vida la tarea poética,
y la vida desesperadamente
inclinada, para poder oír
en el gran cántaro vegetativo
una partícula de mármol, por lo menos,
cantando solo como si brillara
y pinchándose en el cielo más oscuro.

Atravesábamos calles repletas de sal
hasta los aleros, y la barba
se nos caía como si sólo hubiera estado
escrita a lápiz.
Pero la Poesía, como una bellota aún cálida,
respiraba dentro de la caja de un arpa.

Sin embargo, en ciertos días de miseria,
un arco de violín era capaz de matar una cabra
sobre el reborde mismo de un planeta o una torre.
Todo era cruel,
y la Poesía, el dolor más antiguo,
el que buscaba dioses en las piedras.
Otro fue
aquel terrible sol vasomotor
por entre las costillas de San Sebastián.
Nadie podrá mirarte como entonces
sin recibir
un flechazo en los ojos.

De Poesía de El gran todo en polvo (Caracas, 1967)




 



 

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