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JAITA
Carlos Droguett
Publicado en Literatura Chilena. Creación y crítica XXIX. Julio / Septiembre de 1984
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Sintieron huir afuera a Mercurio, pero sus sollozos no se escuchaban, iba mirando como dopado la calle desierta, sólo iluminado por los focos de la camioneta, a esa luz Mercurio podía cerciorarse de que no había ningún perro en los alrededores y esto lo comprendía pero no lo alegraba. La camioneta estaba abierta y subió a ella dócilmente sin que lo invitaran a hacerlo, buenas tardes, dijo, y sus palabras no fueron contestadas.
En el camino seguiría preguntándose obsesionado por qué no había perros en la calle esperándolo, estaba seguro de que tenía que haberlos, esa anomalía lo intrigaba más que lo espantaba, también se preguntaba por qué había subido espontáneamente a la camioneta, en un morboso impulso de fatal alivio, ese movimiento no podía contestarlo ni explicarlo, pero lo había hecho, siempre, de desde que tenía recuerdos en la vida, había estado haciendo cosas en la vida que no podía contestar. Respiró tranquilo, estaba sintiéndose tranquilo, depurado y soñoliento ligeramente etéreo, cuando la camioneta se detuvo y con un gesto fue invitado a descender.
Nadie sabía qué edad tenía Mercurio, el colorado, pero era muy viejo, rematadamente viejo, grandes trechos de su asendereada vida permanecían y permanecerían en la sombra. En principio, sólo se sabía de él que, hacia el año 27 del pasado siglo había sido echado al mundo por una zorra internacional en un sucucho de la calle Esmeralda de Valparaíso. Ya adolescente, se le vió a menudo, en la mañana, en el crepúsculo, en la noche, en la madrugada, buscar su pitanza entre los marineros gringos y los cargadores criollos de los barcos de todas las naciones, se le veía pasar cada mañana de embarque de salitre, carbón y cobre, cada tarde de desembarque de sedas, te y plátanos, cimbreando por el muelle su cintura cesante y soñadora, esperanzados y urgidos sus labios sensuales y hambrientos, buscando su infortunada suerte, sacándose la suerte afortunada entre esos trabajadores recios, sudados, jóvenes, rotundos, con cuya musculatura se acaramelaba romántico y suspiroso. Por aquellos años era delgado y pálido, muy pálido, por sus venas no corría sangre todavía, sino oro blanco, plata líquida, hiel, hiel alcohólica de todas las edades y todos los oficios, desde recadero en los prostíbulos de la calle Clave hasta hacedor de camas y cambiador de sábanas. Fue la primera vez en su historia y su trayectoria que vió sangre, su primera sangre mercantil y enferma. Faltaban lustros para que en su prosapia y en las venas de sus retoños corriera irrestañable sangre, sangre ajena, nacional o extranjera, nacional y extranjera.
Rufián y espejo de rufianes, había reclamado y enarbolado, el 91, la revolución imperial e imperialista contra Balmaceda, había reclamado la cabeza de Balmaceda y, una vez el presidente muerto, había seguido difamando a su viuda, a sus hijos, proclamado y gerenciado el saqueo de la casa presidencial, el asesinato de todos sus familiares, que tuvieron, una noche tempestuosa, que huir en carreta hacia la Argentina.
El año 7 había celebrado alborozado la matanza de 3500 obreros, exactamente -él se había cuidado procelosamente de contarlos-, por las ametralladoras -era su personal y reiterado adjetivo- del pundonoroso general Roberto Silva Renard, que había acarreado esa carnicería homérica, primera construcción moderna e irrestañable del Estado en forma que é1 patrocinaba.
El año 38 había aplaudido, conmovido hasta las lágrimas la módica matanza de 63 estudiantes y obreros, llevada a cabo magistralmente por el Chueco, borracho todo el tiempo de huachucho, pero esa tarde, por demás calurosa, borracho, además de sangre, a pesar de que los muertos, muchos de ellos, la gran parte de ellos, eran ingenua y ciegamente, seguidores y lectores de la hoja fascista que él, Mercurio, garrapateaba por aquellos revueltos años en la calle San Diego, primera cuadra. El año 73 había recibido en trance, ciego de ira, de rencor y de triunfo esclerótico, enrojecida la cresta por la cuota de sangre que le pertenecía, la encerrona reaccionaria contra Allende, el asesinato de Allende y luego, valientemente, había vilipendiado su cadáver, su memoria, calumniado a su viuda, a sus hijas, relatado con sensual y sexual fruición, el advenimiento, una vez más, del infierno fascista sobre el pueblo. Hacía años que había logrado prolongar su guarida porteña a la ciudad, ahora vivía también en la calle Compañía, en la esquina frontera con el Congreso Nacional y desde su boudoir miraba con estupor, con fracaso, con amargura, las oficinas iluminadas del Senado, del cual Salvador Allende, en aquellos malhadados e interminables días para él, Mercurio, era Presidente. Un día Allende lo retrató en una frase calificadora y definidora, en esas mismas oficinas, y sus palabras resonarían en la historia: ¡Usted es tan cobarde, tan canalla, tan miserable, tan corrompido, que merece ser director del diario, cuando yo sea elegido Presidente de la República, lo haré designar! Era su destino y su cielo, tenía que serlo. Ese estercolero, ese antro, ese cubil era su herencia y su médula espinal, su predestinación, su inspiración, refugio de ladrones, de contrabandistas, de asesinos, de coimeros, de abogados y capellanes de asesinos y ladrones y de vendepatrias por mayor o al menudeo. Todos los silvas y silbidos bífidos y trífidos, todos los reptiles clasificados y por clasificar, venenosos, envenenados y en envenenadores, encontraban amparo y ubicación metálica en esas telarañas de mármol y terciopelo.
Como Silvavil, por ejemplo, que era, por lo demás, él mismo Silvavil, el legendario pequeño monstruo encapsulado en casimir inglés y en agua brava, el homosexual exigente y exquisito, de perfil dantesco y de estómago dantesco, el tipo editorial de ojos claros y de alma turbia, aquel que había hecho de Prenafeta, su secretario particular, su amante particular, jamás nunca nadie ni nada, en circunstancia alguna, en posición alguna, viaje del parnaso, sueño, ensueño, negocio, mármol de carrara, libro de carrara, lo había hecho gritar de goce, sollozar de agradecimiento, como ese muchacho de cuerpo de toro y cara de bulldog buenmozo. Sentado en su escritorio, volvía sigiloso la cara mirándolo ahí afuera, en el esplendoroso día de verano, añorando enfermo la próxima noche, la ansiada noche en que lo tendría en sus labios, es decir en su boca, es decir en su lengua, a ese fantástico adorado m'hijito. Todos, en las oficinas, en los talleres, en los pasillos, en los portales, murmuraban socarrones que Prenafeta, además de acostarse con él, se acostaba con su mujer, pero a él no le importaba, sólo le encendía otro poco la delgada mirada, la delgada sangre, estremecido y azuloso de pensamientos nocturnos, mirando con odio el sol rotundo, que reventaba en los vidrios del mediodía. Que Prenafeta se culiara, además, a su mujer a su propia mujer, no le importaba y hasta le gustaba anticipado, esta misma noche, en el diván primero, después en la alfombra, cuando Prenafeta lo tirara al suelo a bofetadas, pensaría que su mujer no era su mujer, la de él, Silvavil, sino que él, él mismo, era su mujer, ¿si se lo confidenciara avergonzado y halagado esta noche? Pero en esos momentos, el pobre y cruel muchacho, estaba ahí en la ventana, mirando para la calle, con las manos en los bolsillos, acariciándose el pene para hacerlo sufrir y esperar. A veces se quedaba ensimismado, mirando en el pasado antiguo o en el pasado reciente su tortuosa y milagrosa trayectoria. ¿Qué habría sido de él, de su existencia, de sus nervios, de su aspecto enclenque y exangüe sin toda esa sangre que le había deparado e inyectado el destino? Cuando Mussolini invadió y aplastó Etiopía, cuando los aviones de Hitler destruyeron, pulverizándola, Guernica, no pudo dormir de alegría, de felicidad histórica e histriónica, de ensueño histórico, se retorcía sollozando de saturación en la cama, como si Prenafeta estuviera con él en esos momentos, pero él estaba solo, solo y estallando de contentamiento y agradecimiento. Siempre había sido muy agradecido con el destino -y así constaba en su diario de vida-, que le había abierto un pavimentado camino de negocios ensangrentados a través de esas entrañas vivas y despedazadas que algunos desenfocados llamaban la patria. Para él no existía la patria, solo el retrato de la patria. El los llamaba billetes. Cuando Hitler subió al poder y empezó su sistemática cacería de comunistas, su afanosa industrialización de cadáveres de judíos, se levantó nervioso esa madrugada en que le llegó el primer cable, se paseó por el cuarto, por la biblioteca, bajó las escaleras, subió las escaleras, riendo alborozado y sobrepasado, mirándose en el espejo en la oscuridad, comenzando a desnudarse y a contornearse, alzando el brazo, volviendo a alzar el brazo, entre pastoril y zuavo, echándose los lacios mechones amarillos al lado derecho de la frente, vistiéndose flojamente, virginalmente emputecido, se imaginaba en la penumbra los gritos verdaderos de los gasificados, los gasificados que iban entrando ensangrentándose, los motores echaban a andar, los hornos, allá lejos, allá adentro, allá lejos, se iluminaban e iluminaban incluso su cuadra oscura, sin nadie, hasta sin Prenafeta, lloraba, balbuceaba de tristeza y de júbilo, él sabía y adivinaba que podía existir ese gozo doloroso y compartido, partido, hecho pedazos, él lo tenía, él lo era, él era esos gritos y esos gemidos, esos espasmos de la muerte, tan parecidos con los espasmos de la vida, que iba enjugando con su ropa sola, abandonada.
En realidad, según recordaba, nunca había padecido tanto como el 17, cuando estalló esa infame revolución rusa que él actualizaba en sus recuerdos y en sus hormonas, sí, cuando revent6 la revolución se quedó paralizado y por aquellos días le vino el primer ataque de hemiplejia, no podía concebir que los rotos, los campesinos, los mujiks, los siervos de la gleba, los decembristas, los metalúrgicos de las usinas Putilov, los soldados de Moscú, los cosacos, los marineros del crucero Aurora, todos esos Vladimires hubieran mancillado con sus asquerosas botas, con sus repulsivas manos el palacio de invierno en San Petersburgo y que tuvieran presa, presa por ellos, los mal nacidos, a la familia imperial, cuando el zar de sangre enferma fue fusilado no se levantó aquel día, se sentía todo adolorido, como cuando Prenafeta había sido con él despiadada e infernalmente cruel el pobrecito amoroso, pasó solo en la oscuridad toda la jornada, echado en la cama, desfallecido en los cojines, como cuando esperaba celoso y lacrimoso a Prenafeta que todavía no llegaba, que todavía no se le acercaba el malagradecido, toqueteándose con temor, con compasión, con aversión la cara, la grupa, los huesos ahí abajo, tan al alcance de los marineros del puerto helado y de las usinas apagadas, esos huesos que el bestial y querido Prenafeta le moría a veces y él, es decir ella, es decir Mercurio, se reía y lloraba de soledad y placer, de placer y soledad como en las novelas de Carolina Invernizio y Gabriel D'Annunzio, y se iba poniendo de rodillas, sagrificadamente de rodillas, como Prenafeta, de pie a su lado, inmenso y poderoso a su lado, las piernas abiertas, le exigía.
Cuando en Santiago, como un retardado eco de la revolución rusa, hacia el año 20, los estudiantes universitarios comenzaron sus revueltas anárquicas, maximalistas y portentosas, él, que no había alcanzado a recibirse de nada, él que sólo había logrado ser un oscuro profesor de castellano de ropa brillosa en algún liceo de barrio, sólo respiró normalmente cuando a José Domingo Gómez Rojas, el poeta, el estudiante, lo tomaron preso, lo golpearon, lo encadenaron, lo torturaron, leía con delectación folletinesca los interrogatorios de que lo hacia objeto al infeliz muchacho el juez Astorquiza, mientras fumaba sus cigarrillos, se ponía de pie, daba la vuelta al escritorio, se acercaba al estudiante, es decir al poeta, es decir al ser humano y apagaba el cigarrillo en su cara. Esto lo tornó clásico, tranquilo, relajado, seguro de sí. Andando el tiempo, recordaría con odio y saudade el limpio pasado político de aquellos compañeros del poeta mártir, que murió loco en la cárcel -¿te das cuenta, Mercurio, loco y en la cárcel, loco y encadenado, es decir dos veces encadenado?, y que hablaron subrepticiamente, en medio de una multitud conmovida, en sus funerales, comentando burlesco y alunado aquel pasado frondista y romántico -y especialmente tan viril- que tanto le dolía y retrataba. El juez, el interrogatorio, el cigarrillo, el juez envuelto en el humo, las preguntas saliendo del humo, la brasa del cigarrillo entrando en la cara del poeta, saliendo de la cara del poeta, el poeta envuelto en el humo del cigarrillo y en el humo de su locura, la cara del poeta convertida en cenicero, la cara precursora del poeta convertida en cenicero, sólo la cara, por ahora, en estos años, pobre infeliz loco. Podrían haberlo desnudado, ¿no? Eso, esa idea, se la contaría andando los años, los negociados y los crímenes, a Pinochet, cuando, una vez asesinado Allende, fue invitado a la academia de guerra a darle una charla sobre ideas fascistas a la nueva generación de asesinos uniformados, recién recibidos, y que en esos días serían destinados a Londres 38, Tres Alamos, Villa Grimaldi, Cuatro Alamos, Estadio Chile, Estadio Nacional y otros sitios de prácticas confidenciales profesionales. Lo miró insinuante a Pinochet, ¿se da cuenta, general lo fácil y económico que resulta? ¿No cree usted que su gente ha estado despilfarrando los cadáveres? Es seguro que ni usted, ni mi general Bonilla, ni mi general Arellano Stark, habían pensado en una tortura tan fácil de armar y tan barata. Hasta se ahorran millones de ceniceros a lo largo del país. ¿Cuánto gastan, por ejemplo, en este solo rubro, en las guarniciones, regimientos, comandancias, capitanías, tenencias, escuelas, academias, casinos, hospitales, campos de maniobras, campos de ejercicios? Pinochet atendía duro y servicial, bajaba y subía la cabeza, sin sonreír la cabeza, se estaba sacando un guante, se lo estaba poniendo, recordando, tratando de no olvidar, mirando ese rostro blanco, sólo espolvoreado de blanco, como un cenicero de alabastro con incrustaciones de cobre o de carne, no sabrá, pero a él, personalmente, como individuo cristiano apostólico y católico romano, al olor del humo del cigarrillo prefería el olor mucho más humano y directo de la sangre Mercurio vio cuando a Pinochet se le ensancharon, palpitando de ansias y de ganas las narices, que olían gritos, quejidos, llantos, funerales.
Como estaba rememorativo e ido, le repitieron la orden, que bajara de la camioneta, pues ya estaban. Al hacerlo divisó a los perros, eran dos y estaban plantados en la misma puerta, como adornándola a cada lado, ahora se volvieron para mirarlo pero no se acercaron a olisquearlo y cuando él caminó se apartaron para que entrara.
Así, pues, cuando sin hablar con sus captores, sin inquirir el destino que se le daba, fue lanzado Mercurio hacia la oscuridad, él, poco acostumbrado a ella, pues a Prenafeta, y también a él, ésa era la verdad, le gustaba la sacrosanta e intachable penumbra, donde pudiera mirar y ser mirado, tropezó en el suelo con un bulto y se quedó quieto y sintió que el calor lo empujaba. El bulto no era un bulto cualquiera, una maleta, una valija, un necéssaire, un container, un cajón, una caja, no, el adivinó de inmediato y se quedó inmóvil por temor de pisar una mano, pero ya la había pisado. Cuando el fósforo se iluminó pudo verlo al hombre y le extrañó de inmediato una cosa, no se trataba de un viejo, no, por el contrario, se diría que era demasiado joven su circunstancial vecino de encierro.
-Disculpe, dijo con humildad, una humildad que a él no le gustaba.
-No se preocupe, contestó el hombre, moviendo la mano para no quemarse, todos tropiezan.
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NOTA DEL EDITOR: De la novela inédita Matar a los viejos. Este capitulo fue leído por el autor en el XXII Congreso de Literatura lberoamericana -Identidad Cultural de lberoamerica en su Literatura-, efectuado en la Unesco, Paris, el 13 y 17 de junio de 1983