La cara de la desgracia La señorita Lara. Carlos Droguett.
Santiago, LOM,
2001.
78 Pp.
Por Roberto Contreras Publicado en Taller de Crítica Literaria Mariano Aguirre
Es probable que haya sido Camilo José Cela, quien haciendo una síntesis temática de la novela, hubiera concluido que sólo había un tema, una sola variante que se repetía a lo largo de toda la tradición literaria: "Un hombre encuentra o pierde a una mujer". Una afirmación discutible, demasiado romántica para algunos. Pero que cobra todo su sentido en esta novela breve, hasta hoy inédita de Carlos Droguett (1912-1996) que editorial LOM publica, a más de 25 años de su exilio en Suiza.
La señorita Lara, narra la historia de dos estudiantes de humanidades en una escuela vespertina, Carlos y María Inés, la señorita Lara. Una historia contada por un narrador- protagonista que, con la distancia de los años y como gran parte de los personajes de Droguett, se detiene a recordar. A contar para componer el presente, a escribir para olvidar. Y es esa conciencia, mezcla de recuerdos y olvidos, la que vendrá a componer con su flujo incesante, con su actual delirio con forma de declaración, de explicación, la tardía remembranza de un episodio definitivo y, paradójicamente, todavía demasiado inolvidable.
El testimonio de un hecho ocurrido en la mitad de su vida, cuando conoció a esa "muchachita de diecisiete que se había jurado ser insolente, brusca, olvidadiza, brutal en esos pocos años en que estuvimos juntos sin, en realidad, estarlo. Era evasiva, escurridiza, vanidosa y a veces abiertamente fría y melancólica, todo eso no me lo demostraba solamente a mí, no era que yo fuera el elegido para hacerlo sufrir, y yo estaba en esa edad en que todas las mujeres me hacían sufrir, todas me daban miedo o desconfianza, hasta entonces no había tenido un profundo ataque de amor, de celos, de apasionado duelo, no sabía lo que era sufrir por una mujer, sólo había conocido el sufrimiento generalizado, con el que naces o creces".
Un amor desbocado.
Una relación de amantes abrupta, violenta, pero a la vez hermosa, desarrollándose por las calles céntricas - San Diego, Prat, Bandera, Avenida Matta - de mediados del treinta, en un Santiago templado por un espíritu de entreguerras. En una época a ratos, para dos intelectuales en ciernes, tan propicia para la duda, para evidenciar la fragilidad de todas las relaciones humanas. El noctámbulo escenario del engaño, pero también del furtivo encuentro a espaldas de la "ceguera", literal, de un tercero, Albónico. Una historia trágica de dos jóvenes que prematuramente envejecen, arrastrando una desesperanza casi ontológica que no les quitará pisada, tornándolos apesadumbrados, con una compartida vocación al suicidio, a la muerte: en uno más que en otro. Un relato que hará recordar además de sus propios textos, que podríamos llamar más íntimos (Isabel, El enano Cocorí, algunos pasajes de Sesenta muertos en la escalera y El hombre que había olvidado), también al melancólico Dostoievski de Noches blancas o al delirante Sábato de El túnel y Sobre héroes y tumbas.
Un libro excepcional, donde Droguett funde lo mejor de su rupturista, obsesivo y denso estilo: la escritura de ochenta páginas sin ningún respiro, sin otro punto aparte que el final. Una narración intensa, capaz de abarcar las casi tres horas que nos lleva leerlo. (Es muy posible que su fecha a pie de página al terminar, acusara esa misma extensión: Domingo, 16 de diciembre de 1979, Wabern, faltan cinco minutos para las 11 de la mañana, día primaveral, con sol y nubes agradables de ver, pero cuando me levanté, a las 8 y cuarto, estaba nevando.)
Carlos Droguett ha regresado.
Un bullado trabajo editorial vuelve sobre sus escritos: Matar a los viejos (LOM) y sus "Obras completas" (Universitaria) prontas a aparecer, vendrán a zanjar la ausencia en librerías de este Premio Nacional de Literatura, 1970. Acaso para pagar una deuda, no con Droguett, sino con las nuevas generaciones que han desconocido unas de las obras más prolíficas de nuestra narrativa. Un tema largo de abordar, sin revisar el contexto político-cultural del país, o más atrás, las rencillas literarias con sus pares que lo estigmatizaron como conflictivo ("En un país de pusilánimes y genuflexos no es raro que yo tenga una fama de escritor agresivo"). Un sello de francotirador que defendiera y que, a diferencia de aquellos —poetas, folkloristas, dramaturgos— que no lo soportaron apagando sus días con un balazo en la sien, sí le harían arriesgar lo más preciado: que sus libros no fueran leídos. (A mediados del noventa, la sorpresa en Chile no estuvo precisamente en enterarse de su muerte, sino en descubrir que todavía estaba vivo.)
Droguett viene para quedarse, para abandonar su calidad de desaparecido, en un país donde algunos insensibles y encubridores no dudan en insistir que aquellos que se fueron, lo hicieron por su propia voluntad. Porque se aburrían de sus parejas, de sus casas, de su calle. Buscando, como en este caso: la oportunidad de salir al mundo, de pasar al olvido, quemando sus libros, negándose a sus lectores, autocensurándose. Borrando con el codo la tinta recién plasmada, escondiendo el porfiado golpe de las teclas una mañana de nieve.
Con La señorita Lara, Droguett ha vuelto a aparecer y hay que celebrarlo, quizá para actualizar su propia frase, de que "no estamos solos mientras recordamos".
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"La señorita Lara". Carlos Droguett. Santiago, LOM, 2001. 78 Pgs.
Por Roberto Contreras.
Publicado en Taller de Crítica Literaria Mariano Aguirre, 2002.