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CARLOS DROGUETT: LA PASIÓN DE LA ESCRITURA

Por Alain Sicard
Publicado en coloquio Internacional sobre la obra de CARLOS DROGUETT
Centre de Recherches Latino-Américaines de L'Université de Poitiers, mayo de 1983

Coloquio realizado en mayo de 1981
bajo la dirección del Prof. Alain Sicard



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En una página de Escrito en el aire, Carlos Droguett declara:

"Si hay un tema, un tema único, un leit-motiv en todo lo que he escrito, es la figura de Cristo, pero no el Cristo hechura y factura de los sastres y de los doctores de la Ley, sino el Cristo auténtico que emerge de las auténticas escrituras y que forma un todo único." [1]

No me propongo en las reflexiones que siguen ilustrar esta afirmación de Droguett, ni pretendo hablar de su fe, no sintiéndome capacitado para ello. Quisiera, tal vez llevado por la misteriosa relación que une fonéticamente "Cristo" y "Escrito", plantear algunas interrogaciones acerca de las incidencias que puede tener el cristianismo tan particular de Droguett sobre su concepto de la escritura. En el origen de estas interrogaciones está una novela que tal vez no sea la más leída del autor, tal vez no sea la más lograda artísticamente, pero que sí es una de sus más desconcertantes y sugestivas, quiero hablar de El hombre que había olvidado, de la que analizaré algunos aspectos al final de esta breve exposición.


* * *

Tratándose de la poética de Droguett, lo primero que se interpone es esta aparente paradoja: este enamorado loco de las sinuosidades del idioma, este borracho de palabras que es el autor de Patas de perro no pierde una oportunidad de expresar —siempre con gran lujo de palabras— su odio a las palabras. Sirva de ejemplo este pasaje tomado de las páginas iniciales de El hombre que había olvidado:

"Odio también las palabras, Mauricio, porque he nacido metido en ellas, son una cárcel, una careta, una excusa, una sustancia peligrosa y solapada, lo enciman a uno y lo excluyen, le ponen camisa de fuerza y mordaza, no lo dejan actuar y desparramarse, le encajan el cerebro y el corazón, el derecho a amar y a odiar, la libertad de audacia y de pensamiento y de ser honestamente obsceno, y esto es lo más que podemos hacer, ser un poco obscenos en literatura para liberar a nuestra alma contaminada..."

y saltando a la conclusión:

"El sustantivo nos mata, el adjetivo nos tiñe y subraya para toda la vida y el verbo nos tiene cogidos, yo soy, yo tengo, yo habría sido, el pretérito imperfecto lo inventó el pobre ser humano para consolarse de sus transgresiones, vergüenzas y frustraciones"[2]

Sobre este fondo de odio a las palabras se dibujará luego esa parábola de la escritura que es, por una parte esencial, El hombre que había olvidado. El mismo odio anima, en Todas esas muertes, al protagonista central, el asesino Emilio Dubois —libro también, Todas esas muertes, que esconde una parábola explicitada en las últimas páginas, cuando el encuentro de Dubois con el escritor Carlos Pezoa Véliz en las minas de Valparaíso arrasada por un saludable terremoto, una metáfora del asesino como escritor. Mi propósito no es analizar esta novela muy densa y representativa del arte de Droguett, sino solamente llamar la atención sobre un episodio a partir del cual me parece que esta "historia de crímenes" modestamente anunciada en la portada revela su verdadera dimensión. Se trata del pasaje en que Dubois, que antes de ser un criminal había sido actor de teatro, recuerda cómo despertó en él la vocación de asesino. Toma conciencia al final de una representación del verdadero crimen contra la humanidad que constituye la mentira teatral. El odio a las palabras es lo que lo conduce, en el mismo escenario del teatro desierto, a hacer de su colega Leonel su primera víctima, en un gesto que busca, en la frecuentación directa de la muerte, la transgresión de "estos fantoches rellenos de nada, estas caricaturas de sufrimientos, de pasiones, de odios, estas locuras de papel cuche".[3] La paradójica equiparación del asesinato —acto de destrucción— con la escritura —acto de creación— estriba en la guerra que sostienen el asesino y el escritor contra una vida que no es sino un lamentable disfraz de la muerte. "Todas esas muertes son las vidas que yo he dado a este pequeño y querido puerto", dice Emilio Dubois. Matar muertos, matar palabras muertas para despertar, a través del miedo y de la peligrosidad, la vida, esta tarea la comparten el asesino y el artista con el terremoto. "Él y Yo", podrá concluir Dubois, "hemos despertado a Valparaíso, él llegó cuando yo ya estaba cansado y terminado, lo supo y empezó a correr para llegar a tiempo, somos colegas, camaradas, compañeros de luchas y de hazañas, él y yo lo hemos despertado, matándolo lo hemos hecho vivir".[4] En El hombre que había olvidado, Droguett remata la metáfora haciendo del terremoto el mejor novelista chileno:

"Los terremotos en nuestro país van jalonando los siglos matando gente con la limpieza de una industria, matando gente, pero dejando a Chile vivo, cada vez más vivo y despierto. Histérico como es, atormentado y callado, esencialmente nocturno, este artista es nuestro mejor cronista, el gran novelista chileno."[5]

No quiero alargar la cita, pero es imprescindible recordar el final del pasaje donde se cuenta que, en la época colonial, el terremoto alborotó la iglesia de un pueblecito chileno, "pegó una risotada cruel y un manotón de excomulgado y rajó la frente del Cristo y botó la corona ensangrentada hasta su cuello y el Cristo creció inmenso que no cabía por la puerta",[6] El Cristo, último (o primero) eslabón de esa cadena que une el asesino, el escritor y el terremoto, y los reúne en el mito. Pero no anticipemos. Baste por ahora insistir en esta básica desconfianza de Droguett hacia la capacidad referencial del lenguaje ("palabras que tapan los actos", se queja el protagonista de Todas esas muertes), y subrayar de paso el enorme malentendido que pudo crear el hecho de que Droguett haya iniciado su carrera literaria —por lo menos, cerca del gran público— con libros tales como Los asesinados del Seguro Obrero o Sesenta muertos en la escalera, que pudieron hacer creer[7] en un novelista adepto a un realismo escuetamente testimonial cuando la "voluptuosidad dolorosa" de la muerte, la obsesión de la sangre, ya proyectaban aquellos textos fuera de la órbita del realismo, bien fuera tradicionalmente social o no menos convencionalmente "socialista". Lo que en ellos domina no es una concepción de la escritura como reflejo, sino ya su función catártica. "Escribo para olvidar": será la frase inicial de Patas de perro publicado en 1965. Pero ya desde sus primeros libros, Droguett escribe para olvidar. Dar testimonio, sustraer los hechos o los actos al olvido ya es inseparable del ansia de exorcisar la obsesión de toda esa sangre derramada por la historia, como son inseparables rechazarla con horror y "rescatarla", "trabajada", "elaborarla"[8] sustituir los sufrimientos inabarcables por un sistema de signos que al taparlos los revele, al querer olvidarlos indeleblemente los recuerde. En un estudio titulado "Sobre el principio de la novela en Droguett",[9] Georges A. Parent fue uno de los primeros en llamar la atención sobre la función catártica de la escritura en la obra del novelista chileno. Es preciso, pisando sus huellas, subrayar también hasta qué punto esta función contribuyó a orientar la narrativa de Droguett hacia una literatura fundada no en lo referencial sino en lo mítico. El mito de la Pasión existe de modo latente en la visión de la masacre del Seguro Obrero. Cuando Droguett, en "Explicación de esta sangre", afirma:[10] "El dolor aparecerá solo, sin que yo lo provoque, como cuando allá, en los pisos altos, salió la sangre sólo porque metieron la bala", cuando escribe que ... la herida dio entonces lo suyo naturalmente, flor de carne y sangre nacida en su propio clima",[11] no se sitúa, a pesar de las apariencias, dentro la ilusión realista de una total transparencia del lenguaje, sino dentro de una perspectiva según la cual el dolor se manifestará, el libro se escribirá, desde un lugar del cual la voluntad de expresión está ausente, desde el mito, y más precisamente desde el mito que va a devenir el mito central del universo narrativo de Droguett: el mito de la Pasión.


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La Pasión de Cristo, más que tema de la obra de Droguett, es el mito que la constituye. Los personajes de Droguett no "imitan" la figura del Cristo. Pero casi todos están habitados —"hantés" diríamos los franceses— por ella, o más exactamente por su ausencia, una ausencia que, como en El compadre, dibuja los contornos del protagonista a partir de una especie de denegación. Casi se podría ver un símbolo en el que el Cristo no haya dejado ningún mensaje escrito, y que su historia, ¿es tal como la relatan los Evangelios? Esta pregunta es la misma que irradia: ¿Existió él en todas las páginas de El hombre que había olvidado, y que sirve de exergo a Patas de perro?: ¿Existió Bobi?[12] Esta pregunta señala el único espacio desde el cual la escritura puede dar testimonio: la ficción, la fábula, el mito: lo que permite a la figura del Cristo servir de substrato —independientemente de los problemas de la fe, que aquí no me preocupan— a un funcionamiento mítico de la escritura es la visión muy personal que tiene de ella Droguett. Ramón Neira, el protagonista de El compadre, expresa con una sabiduría popular sabrosa, esta visión. Según él, Dios, "un roto muy malo y vengativo", al llamar a Él al Cristo, sumió a los hombres en la soledad y el abandono. El Cristo es para él "el hombre que ha olvidado" y que le inspira este magnífico arrebato de rabia y de fe:

" ...quisiera hablar con él, sobre todo, mostrarle mi martillo, mostrarle mis clavos, yo lo haría acordarse, estoy seguro que lo haría recordarse y él lloraría entonces y se pondría de pie, se descolgaría de la cruz donde ha estado mucho tiempo para nada y tendría que bajar conmigo, bajaríamos juntos por el andamio, a lo mejor sería bueno que comenzara otra vez a padecer, debiera hacerse crucificar cada cien años para que el mundo sepa que todo eso era verdadero y no piense en él como en un artista de teatro que murió martirizado en el tercer acto, pero que después bajó a la calle por la puerta del foro y desde entonces está sentado a la diestra de su empresario."[13]

El estatus del Cristo es ambiguo y vamos a ver que esta ambigüedad es esencial para su eficacia literaria como mito. Al olvidarse de los hombres, el Cristo los crucifica. Son los sufrimientos concretos de los hombres los que, a partir de ese momento, dan un sentido a la Pasión de Cristo, y no al revés. La Pasión queda de este modo sustraída a la trascendencia (y por lo tanto a la fatalidad y a la resignación). Sin embargo, no se debe perder de vista que es la ausencia del Cristo, su permanencia bajo la forma negativa del olvido, la que hace de los hombres los depositarios de esta "tragedia creadora"[14] que es la Pasión. Ahora bien: del mismo modo es en el nivel de la escritura su negación dentro de las palabras y su permanencia como mito, lo que permite a la realidad inexpresable, inabarcable, de los sufrimientos humanos, existir como ficción o fábula. Un breve análisis de El hombre que había olvidado acabará de convencernos de ello.


* * *

Como Eloy y como Todas esas muertes, El hombre que había olvidado es una novela que se presenta como una especie de "thriller", "historia de crímenes" o "novela policíaca". Resumiré esquemáticamente el tema, aunque el interés, como siempre en los libros de Droguett, no esté ahí, sino en las infinitas variaciones que teje la escritura alrededor del tema.

El narrador, Mauricio, trabaja en un periódico. Las primeras páginas de la novela nos informan acerca sus preocupaciones íntimas: una mujer, a quien llama la Rubia y que está embarazada, una tía que vive allá lejos en el Sur y de la que está sin noticias, un abominable profesor que acaba de reprobarlo en un examen de Derecho, etc. Estos problemas, las interrogaciones que despiertan en el narrador, son menos anecdóticos de lo que a primera vista parece. Constituyen el telón de fondo sobre el cual se va a destacar la interrogación mayúscula, una interrogación que va a nutrir y que va a nutrirse de esa materia biográfica. En el periódico, al lado de Mauricio, que es más bien un crítico literario, trabajan dos periodistas, dotados ambos de biografías atormentadas y dolorosas, y de nombres simbólicos: Lucas y Mateo. Llega al periódico la noticia de que un loco anda asesinando y degollando niños recién nacidos en los barrios pobres de la ciudad. Son crímenes extraños. Mateo, que ha visto la cabecita tronchada de uno de esos niños (cabeza misteriosamente desaparecida, tal vez robada por el propio criminal), afirma que no había sangre, que no estaba muerta y hasta se sonreía (el otro periodista también será testigo de otros asuntos prodigiosos en relación con el loco misterioso). Mauricio, llevado por un impulso irresistible, pide y consigue del Director del periódico, un italiano, ser encargado de la encuesta. "Tengo miedo", dice, "y es un miedo que me corresponde". La novela es el relato de esta encuesta que conduce al narrador a interrogar a una mujer llamada María Asunción y que es la única que haya tenido relaciones con el desconocido. Mientras Mauricio multiplica las preguntas, los soldados y los "pacos" han invadido la ciudad en busca del fugitivo. El fugitivo: un modo de hablar, ya que curiosamente no huye, sino todo lo contrario. Camina hacia los que lo han de matar o encarcelar. Se oyen sus pasos por la calle donde una mujer está a punto de parir...

No es correcto contar el desenlace de las historias policíacas. En el caso presente, además de incorrecto, sería imposible. Baste con decir que el misterio más bien se ahonda o se perpetúa al final de la novela. Tampoco creo que sea útil desflorar el misterio de las cabecitas tronchadas. Me atendré aquí a su carácter de signos. "Estas cabecitas son un mensaje. Son la formulación, en un universo hastiado de papel y de palabras" (remédense las diatribas contra las palabras del narrador y también del Director del periódico), de "un misterio que nos llega de otra parte", "de una palabra extranjera y nuestra" que al narrador le corresponde descifrar.

Al narrador, a Mauricio, al crítico literario, y no —esto es importante— a los que fueron testigos, Lucas y Mateo. Esta sustitución de Mateo el testigo por Mauricio el "escritor" es esencial: lo que designa a Mauricio, lo que lo "elige" para escribir sobre el misterio de las cabecitas es precisamente el hecho de no haberlo presenciado, de ser aquel para quien el teléfono queda silencioso ("El teléfono colgaba ahorcado en su horquilla, muerto para mí", p. 14; valga esta frase como ejemplo del carácter constantemente alusivo de la escritura en El hombre que había olvidado).

La narración no será testimonio, sino testimonio de testimonios. Para aproximarse a la verdad, la escritura tendrá que convertirse en lectura. El desciframiento nunca dejará al desnudo su objeto, sino que suscitará otros textos por descifrar. Hablar del misterioso asunto, evocar el enigmático fugitivo es hacer suya una palabra irreductiblemente ajena. El propio testigo, Mateo, cuando describe (p. 34) en el teléfono el espectáculo de las cabecitas tronchadas "tiene la voz de otro". Idénticamente, el narrador, al empujar la puerta de la habitación donde vive María Asunción, de la que espera la revelación de la verdad, al empujar esa puerta que es realmente la de la narración, dice que sus "pasos parecían los pasos de otra persona". En otros términos: a través de los testimonios (que ya son interpretaciones de una realidad ausente), algo está buscando su expresión y del mismo modo algo busca su expresión cuando, sentado el narrador frente a su máquina, surgen, entremezclándose con los datos de la encuesta, datos íntimos, autobiográficos. Algo, a través de los recuerdos de la madre muerta y de la infancia, puja por manifestarse. Como en los testimonios, en la confesión personal, una verdad impersonal está en pos de su propia elucidación.

Un detalle del texto nos permitirá ilustrar este esquema demasiado abstracto. Durante su encuesta por la ciudad, el narrador oye pasos que lo acompañan. Son los pasos del hombre sobre quien está investigando, pasos que a veces lo siguen y a veces lo preceden. El personaje que es objeto de la investigación es al mismo tiempo su agente. El investigado investiga, hasta registrando los papeles del narrador, acerca de su propio misterio:

"¿Qué andará buscando? ¿Qué puedo tener yo para él? ¿Qué habré anotado en esos papeles que no sean lentos informes sueños, informes contaminados deseos o miedo, la muerte temprana de mi madre, por ejemplo, y tener que levantarme ahora, ahora que está lloviendo, para ir al establo por la leche y tengo apenas ocho años..." (p. 115).

En la intimidad intransferible de la escritura alguien ha estado buscando la explicación olvidada de sus propios sufrimientos. Pero los pasos que seguían al narrador, a partir de la página 225 lo preceden:

"Empecé a sentir una nueva alegría también, a esa hora, a esa alta hora de una noche nublada y revuelta, caminé con sosiego, pero siempre lo sentía, iba delante de mí ahora, ahora no me seguía, parecía indicarme que de eso se trataba..."

Esta inversión coincide de modo significativo con el momento en que Mauricio pierde su lápiz por la calle, señalando con este descuido su propia supresión como autor, supresión o desaparición de la que tenemos la confirmación cuando, en la misma frase que acabo de citar, los pasos del Desconocido ya no solamente preceden sino que sustituyen los pasos del narrador:

... atravesé la calle y sus pasos sonaron más distintamente, caminé por la calle desierta, no sentía mis pasos, sólo los de él..."

Aquí no termina, sin embargo, la frase y tampoco el proceso, que, en la interpretación que propongo, es el proceso instaurador de la ficción. Al sustituir a Mauricio en cuanto autor, el hombre con el impermeable no cobra por lo tanto el estatus de personaje. Si proseguimos la lectura de nuestra frase, asistimos inmediatamente a toda una serie de sustituciones: a los pasos del hombre los sustituye primero el rodar de los tanques y de los camiones policiales que asedian al fugitivo; luego, después de sentarse el narrador a su mesa de trabajo, el ruido de la máquina de escribir, y, a- medida que nos vamos internando en el mundo- de la escritura, ruidos que suben desde lo más íntimo de la experiencia personal, desde lo más profundo del recuerdo —o del olvido—: los pasos del cartero que la tía espera allá en el Sur o el ruido de las bolitas negras que le significan a Mauricio que ha sido reprobado en su examen. No he hecho sino analizar muy superficialmente una página del libro. Otros muchos análisis serían necesarios (pienso, en particular, en el testimonio de Lucas y la historia del ahorcado). Todos pondrían en evidencia ese funcionamiento del mito en una dialéctica de presencia y ausencia, recuerdo y olvido.


* * *

Mito de un Cristo que busca en los sufrimientos humanos el sentido de su propio sufrimiento olvidado, el protagonista fantástico de El hombre que había olvidado es también un mito de funcionamiento mítico de la escritura. Relatando su encuentro con el maravilloso asesino, María Asunción dice:

... y de repente tuve deseos de preguntarle su nombre y no me atrevía, tenía miedo de hacerlo, verdadero miedo, sa

bía que no debía intentarlo, que no podía saberlo ahora, tenía miedo de que fuera un nombre terrible, un nombre que lo apartara para siempre de mi lado..."

Me perdonará Carlos Droguett desviar esta frase de su significación para utilizarla como una parábola de la relación que tiene toda literatura con la realidad: nombrar a ésta sería, de parte del escritor, apartarla definitivamente de su lado. Solamente la puede nombrar desde su ausencia en forma de mito, solamente la puede recordar desde el olvido, el olvido que, desde otros tiempos, desde otras regiones, desde otros libros escritos o por escribir, manda embajadores anónimos para que reinventen en la escritura la incesante Pasión de los hombres.


 

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Notas

[1] Escrito en el aire: "Antigüedades romanas".
[2] El hombre qua había olvidado, Ed. Sudamericana. Buenos Aires, 1968, p. 23.
[3] Todas esas muertes. Ed. Alfaguara. Madrid-Barcelona, 1971.
[4] Idem
[5] El hombre que había olvidado, cit.
[6] Ibid.
[7] El malentendido se echa de ver en el prefacio, penetrante en muchos aspectos, que le puso el crítico comunista Juan de Luigi a Sesenta muertos en la escalera.
[8] "Explicación de esta sangre" (prólogo a Los asesinados del Seguro Obrero).
[9] Taller de Letras, num. 3 (1973).
[10] El subrayado a nuestro.
[11] Id.
[12] "...y ahora dicen algunos que yo me estoy volviendo loco y que el niño jamás existió. Los padres de Bobi se ríen de mí cuando les converso y un día hasta me mostraron la libreta de matrimonio donde constan todos sus hijos, muertos y vivos, pero ningún monstruo, bramó el borracho con miedo u 'odio...'". Es significativo que sólo el padre Escudero reconozca la existencia del muchacho.
[13] El compadre, Ed. Joaquín Mortiz, S.A., México, 1967.
[14] Después del diluvio: Prólogo.



 

 

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Centre de Recherches Latino-Américaines de L'Université de Poitiers, mayo de 1983
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