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SANTIAGO / SAN PETERSBURGO:
La lectura rabiosa de la ciudad en Carlos Droguett


Por Antonia Viu
Publicado en Puentes de crítica literaria y cultural, Nº3, septiembre 2014


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El chileno Carlos Droguett (1912-1996) representa a un tipo de escritores para quienes haber accedido tempranamente a la lectura marcó una diferencia no solo en los logros que conquistaron individualmente como intelectuales, sino en los sueños de progreso de toda una generación que llevó los intereses de la clase media por primera vez a un programa de gobierno como el que alcanza el poder en 1938 con el Frente Popular y Pedro Aguirre Cerda. De hecho, es una tragedia ocurrida ese mismo año y que va a ser muy importante en los sucesivos intentos de transformación social en Chile la que le dio figuración pública a Droguett. Me refiero  a la matanza de sesenta jóvenes, estudiantes y trabajadores, ocurrida en las Oficinas del Seguro Obrero de Santiago, mientras intentaban un golpe de estado contra el Presidente Alessandri, y que Droguett relató en la prensa un año después de acontecidos los hechos. Se trata de un texto que aparece casi simultáneamente en los diarios  La Hora y El  Trabajo, en un par de páginas en las que junto con mostrar la ferocidad de la violencia ejercida contra los jóvenes, se hace una sátira de las autoridades que la ejecutaron.

Un año más tarde, en 1940, el mismo escrito con algunos cambios menores aparece publicado como libro con el título Los asesinados del seguro obrero, pero esta no es la única transformación que tendrá el relato a través de los años. En 1953 aparece como subtexto de la primera novela de Droguett publicada por Editorial Nascimento, Sesenta muertos en la escalera; allí la crónica funciona como un tronco del que brotan toda suerte de ramas, pero que retiene su primera textualidad. Si Los asesinados del seguro obrero tenía cinco partes, Sesenta muertos en la escalera las conserva y añade una nueva –“Pan y sueño”–, además de una dedicatoria, una presentación y un prólogo. De las secciones incluidas en esta versión me interesa detenerme en dos, “Antecedentes” y “Cómo ocurrió”, que ya estaban en la crónica, pero ahora aparecen muy ampliadas, generando capítulos radicalmente diferentes a los originales. Lo que me interesa mostrar aquí es que las modificaciones del texto dan cuenta de la tragedia ocurrida el año 38 desde un lugar distinto al de la primera versión, porque la distancia se va imponiendo a los hechos y hace posible un registro más estético, pero también porque al hablar de Santiago como marco de lo sucedido se la describe desde una lectura de la ciudad que tiene un modelo literario específico: el San Petersburgo de las novelas de Dostoievski, en particular el de El hombre del subsuelo. Si bien la lectura que Droguett hace de esta novela está marcada por un horizonte de expectativas concreto, el marco desde el que se analiza aquí no es la teoría de la recepción, sino una concepción de la lectura que incorpora el cuerpo, como la que desarrolla Karin Littau en su Theories of Reading: Books, Bodies  and Bibliomania.  Me interesa evidenciar que el narrador de Droguett en la novela actúa como lector-crítico de Dostoievski no solo desde un marco de afinidades ideológicas e intelectuales, sino también desde una empatía visceral con los conflictos que muestra Dostoievski.


SANTIAGO BAJO LA NIEVE DE LOS HUMILLADOS Y OFENDIDOS

Al comenzar el siglo XX, las preferencias novelescas entre los círculos literarios de Santiago dejan ver que los escritores españoles se consideran anticuados cuando se los compara con los franceses –“más cerca del alma moderna”– o con los novedosos rusos. El diario  La  Época , fundado por Agustín Edwards Ross, que agrupó a los escritores que formaban la “bohemia dorada” del momento, desde 1885, contribuía a informar y a renovar el gusto literario de sus lectores con artículos bibliográficos y columnas sobre literatura. Es a través de las páginas de  La  Época  que se dieron a conocer en Chile Turgueniev, Dostoievski, Pushkin y Tolstoy. El público alfabetizado aumenta y esta literatura tendrá un impacto particular en las primeras décadas del siglo XX entre los nuevos lectores de las clases medias, como muestra el testimonio del escritor Domingo Melfi: “Al terminar los capítulos de Zola, de Gorki o de Dostoyewski, los lectores que levantaban la cabeza del libro descubrían la mentira del mundo que los rodeaba. En todos los rincones encontraban la confirmación de aquellos humillados y ofendidos que pululaban como desechos en el mundo novelesco de Europa y que antes ni siquiera se sospechaba que existieran entre nosotros…”.

En 1935, la revista Zig-Zag publica un aviso promoviendo la lectura de Crimen y castigo, novela que aparece por primera vez como parte del catálogo de la editorial nacional homónima. Llama la atención que el aviso inste a leer Crimen y Castigo  para enterarse de lo que pensaba el asesino un minuto antes y un minuto después de cometer el crimen, apelando a un suspenso más propio de una novela por entregas que el que debería generar una novela publicada como libro y disponible en ediciones españolas en Chile desde hacía varios años. Esto permite suponer que el público al que está destinada la edición está compuesto por lectores que recién acceden a este tipo de obras, ya sea porque sus recursos han aumentado, porque títulos como ese comienzan a estar disponibles en grandes tirajes o porque se trata de sujetos en cuyo imaginario el libro ha adquirido un valor importante. Dicho público recibe el libro como una novedad, participa de un suceso editorial en el mercado nacional preparado por la publicidad desplegada en un medio masivo como Zig-Zag, y que será imitado por editoriales como Ercilla un año después. Aunque Memorias del subsuelo  no aparece entre los títulos publicados por estas editoriales, la encontramos como Memorias de un ser  paradójico: (el subsuelo) en 1934 por un sello nacional menor llamado Cultura.

En una entrevista de 1971, Droguett reconoce como padres literarios a algunos escritores españoles del Siglo de Oro, pero también se muestra tributario de los rusos del XIX; en otra entrevista de 1977, de paso por Chile, cuando se le pregunta su opinión sobre la crítica literaria, se queja de no haber tenido como Dostoievski un Bielinski que lo confrontara tempranamente con el valor de lo que escribía. Para entender la atracción del escritor chileno por el novelista ruso, me parece importante la relación que hace Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, en el que explora algunas de las formas en que los autores del siglo XIX se inspiraron en el proceso de desarrollo de la modernización para encausar las energías caóticas de un fenómeno económico en fuente de arte y belleza, transformándose ellos mismos y a sus semejantes en sujetos y no solo objeto de estos cambios. Luego de ver cómo experimentaron este desafío autores como Baudelaire o Marx en sus respectivos entornos, Berman se hace la siguiente pregunta: “¿Qué ocurría en aquellas áreas fuera de Occidente donde, a pesar de las permanentes presiones del mercado mundial en expansión, y a pesar de una cultura moderna mundial (…) no se produjo la modernización?”. Su respuesta es que evidentemente en esos lugares los significados de la modernidad fueron más complejos, escurridizos y paradójicos. Un ejemplo central de esto lo constituye la Rusia del siglo XIX, donde la modernización fue vivida fundamentalmente como algo que no estaba ocurriendo, o que ocurría muy lejos, en zonas que los rusos experimentaban más como “antimundos fantásticos” que como realidades sociales. Incluso cuando la modernización sucedía en el interior del país, se percibía de forma entrecortada, vacilante, frustrada o abiertamente distorsionada. La angustia del atraso y el subdesarrollo, según Berman, desempeñó un papel central en la política y cultura rusas desde 1820 y por aproximadamente un siglo, período en el que Rusia luchó contra todos los problemas con los que se enfrentaron después muchos pueblos y naciones de Asia, África y América Latina, transformándose en el arquetipo del Tercer Mundo del Siglo XX.

En el Chile de mediados de siglo XX, como en muchos otros lugares de Latinoamérica, los procesos modernizadores son vividos de la manera discontinua y contradictoria que describe Berman, y la desigualdad social tiene el dramatismo de los conflictos sociales que se viven en el San Petersburgo retratado por Dostoievski en la década del sesenta del siglo XIX, al volver de Siberia. En su novela de 1864, Dostoievski da a luz al hombre del subsuelo, un sujeto que muy conflictivamente concibe el plan de dejar la madriguera en que  vive, salir a la calle y ser visto por un funcionario de más alto rango social. Todo esto se concreta en el momento en que logra imponerse físicamente al hombre, a quien diariamente cede el paso en la Avenida Nevski, aun cuando ese gesto fuera la expresión más servil de su inexistencia en una sociedad en que la servidumbre, a pesar de haber sido abolida, seguía en la base de todas las relaciones y las dinámicas públicas y privadas. Con su hombre del subsuelo, Dostoievski coronaba una tradición literaria inaugurada por Pushkin de intentos fallidos de dar forma artística al hombre nuevo, aquel capaz de romper con las estructuras imperantes, y que necesariamente debía provenir del subsuelo, de ese mundo de humillados y ofendidos que Dostoievski ya había dibujado de forma más ingenua en la década del 40.

Este hombre nuevo que ya existe en la sociedad rusa ha tenido la percepción de la modernización que viene de Europa y también ha sentido en carne propia las desigualdades que esto engendra en un contexto subdesarrollado. Se trata de una percepción que la novela de Droguett hace comparable a la que sintieron los sectores que gracias a la educación o al trabajo industrial llegaron a ser clase media en las primeras décadas del siglo XX y que salen a la calle en un intento dramático por hacerse visibles, lográndolo paradójicamente en matanzas como la del Seguro Obrero que obsesivamente describió Droguett a lo largo de los años.


LEER DESDE EL CUERPO

Al pensar en Droguett como lector de Dostoievski podríamos sistematizar parte de la información que hemos dado hasta aquí acerca de las condiciones que rodean al acto de lectura desde la teoría de la recepción para tratar de precisar el lugar desde el cual el escritor chileno se acerca al ruso. Siguiendo a Jauss podríamos hablar de horizonte de expectativas y caracterizar el sistema de referencias que maneja Droguett, cuáles son sus lecturas previas, desde qué preconcepción de lo que debe ser una novela se acerca al autor ruso, cuál es para él la frontera que divide la realidad y la ficción, y cómo todas estas expectativas funcionan a la hora de interpretar a Dostoievski. Por otra parte, siguiendo a Culler y Fish podríamos analizar el modo en que estas expectativas se convierten en una competencia lectora ya internalizada, adquirida mediante un cierto entrenamiento institucional de lo que es la literatura, sus saberes, sus códigos y convenciones, ya no para determinar qué interpretación concreta surge del encuentro del texto ruso y su lector chileno, sino para ver cómo llega a surgir operativamente la posibilidad de esa lectura. Sin embargo, me gustaría desplazar un poco la atención de esa dinámica a otra que la acompaña de manera más bien conflictiva. Si miramos de cerca la cita de Domingo Melfi en la que se muestra el impacto que causa en los jóvenes escritores chilenos la lectura de los rusos, podemos ver mucho más que un problema de interpretación. Más bien parece lo contrario, la comprensión de los rusos para lectores como los que alude Melfi es inmediata, pero la escena describe la conmoción de haber leído desde una institucionalidad literaria que los había entrenado en una serie de convenciones inútiles no solo por lo anticuadas que se les revelan en ese momento, sino porque les son totalmente ajenas, están pensadas para lectores de otro segmento social, cuyas expectativas de la literatura no van más allá de una comprensión culta de sus temas y del placer estético.

Al testimoniar la escena de lectura que nos muestra Melfi, no asistimos a una operación de decodificación intelectual, sino a una comprensión visceral de lo que expresa la novela rusa como una experiencia compartida desde una condición subalterna: los escritores chilenos de origen proletario conocen como los rusos la crudeza del frío en el invierno desde la precariedad, el cansancio ante el trabajo abusivo, los atropellos y la humillación sistemática por no provenir de una élite, la enfermedad que surge de la desesperación y el agobio, etc. En la escena de lectura vemos también el desplome de una serie de ideas sobre lo que debe ser la literatura, asimiladas hasta ese minuto como propias por los escritores jóvenes, y el instante de vacilación que anuncia el surgimiento de una nueva comunidad lectora, articulada en torno a lo que será una renovada definición de lo literario.

Karin Littau abre la posibilidad de centrarnos en este aspecto no solo emotivo sino también fisiológico de la lectura, ya que a pesar de la importancia que la teoría de la recepción tuvo en el lugar protagónico que el lector asume durante el siglo XX, según la autora se habría construido sobre un sesgo formalista en que cualquier relación afectiva con un texto es considerada en términos de falacia, comulgando con una estética kantiana de la distancia y la autonomía de la obra de arte. Lejos de esa perspectiva y rescatando una tradición que surge desde los clásicos, Littau va a ir en busca del cuerpo del lector en la lectura, problematizando la idea de que leer sea solo un acto de interpretación y pensándolo más bien como una actividad que involucra mucho más que el intelecto.

En la dos secciones de  Sesenta muertos en la escalera que analizamos aquí hay una serie de descripciones que evocan el San Petersburgo de Dostoievski y su hombre del subsuelo desde lo corporal y lo fisiológico. En ellas el texto de la crónica se entreteje con una introspección realizada por el mismo narrador, que deja de ser espectador ficcional de la masacre para convertirse en un sujeto que la recuerda desde un momento posterior, mientras la ciudad celebra la Navidad. El mes de septiembre –el de los últimos fríos en Santiago–, es el mes en que ocurrió la matanza, pero se evoca desde diciembre, un mes que recibe el verano y suele ser muy caluroso, pero que aquí retiene un manto de frío fantástico, un efecto más de una situación emotiva que se materializa a través de la lectura de las novelas del escritor ruso y no en una situación atmosférica concreta. El significado del frío en Chile y su relación con la literatura de Dostoievski se muestra de manera explícita en la novela de Droguett, la que cito inextenso:

Es cobarde el invierno, jamás desmenuza a sus víctimas, no hace las diferencias que hace siempre el corazón humano; no se cuela en los dormitorios finos para buscar a la gente que no sufre. No; como malo y simple, vaga por las calles a altas horas de la noche y busca a la pobre gente indefensa y la mata. El frío tiene una particular importancia en el destino del hombre, en el suceder de los pueblos. En el frío –por ejemplo– está incrustada, está viviendo en el frío toda la novela rusa. Él es el gran protagonista de Dostoiewski. Un protagonista fatal, grandioso. Es un dios inmenso, por eso Dostoiewski no creía mucho en el Dios de los cristianos y ¿cómo podía haber creído? El tenía su dios, lo tuvo intensamente y no lo supo mucho. Lo poseyó en Siberia, en la casa de los muertos. Era el frío, el inmenso dios del frío. Poco, sin embargo, se preocupan del frío las gentes… Así como la novela rusa es un primer tanteo del frío y así como alguna música negra es el primer esbozo del calor, ¿por qué no se puede esperar que algún día el arte, la filosofía, nos cuenten, nos expliquen el frío? Sin él no habría drama. Para Chile que tiene la cabeza metida en el calor y los pies introducidos en el frío, esto debería tener una importancia evidente.

Este pasaje es muy importante para el análisis que propongo porque aunque no muestra una escena de lectura concreta dentro de la ficción, caracteriza al narrador de  Sesenta muertos…  como un lector de Dostoievski que está realizando una interpretación sofisticada de la novela rusa en general y del autor que nos interesa en concreto, pero que la funda en una experiencia sensorial: la vivencia del frío. Desde este comentario metadiegético el narrador de la novela se revela como un tipo particular de lector, en tanto lo que hace desde la ficción es crítica literaria en la que queda inscrita una emoción particular; estamos entonces frente a un narrador-crítico que exhibe su lectura de Dostoievski al tiempo que la registra en la misma novela.

Droguett ejerció la crítica literaria en distintos medios y expresó su opinión sobre ella varias veces. Creía en una crítica moderna e informada, no impresionista, pero que no estaba reñida con la pasión. La primera entrevista incluida en el volumen Escrito en el aire, que le hiciera Tomás P. Mac Hale y que se publicó en El Mercurio  el 24 de enero de 1971, no solo lo muestra desde su condición de escritor pasional,  sino también como un crítico literario pasional. Al publicar la entrevista en este volumen más que un reconocimiento de la perspicacia de las preguntas que le realizara Mac Hale, Droguett lo está dejando en ridículo por el concepto de crítica literaria que maneja: una crítica literaria timorata, basada en clisés, que pretende entender su obra desde convencionalismos y desde una lectura muy superficial y fría de lo que son sus “temas”. Además de distanciarse de los principios que guían el tipo de crítica del que está siendo objeto en ese momento mediante el tono de sus respuestas, Droguett se da el tiempo de decírselo a Mac Hale a la cara: “Como usted está a menudo ausente del país, mis opiniones sobre la crítica le llegan por interpósita persona. Claramente y con majadería he hecho siempre diferencia entre la crítica aficionada, periodística, impresionista, que muestra en los rasgos de la cara los rasgos de pesimismo y desazón, y la otra crítica, la joven, la actual, culta, profunda y sobre todo sabia, escrita por brillantes escritores, por auténticos creadores de crítica literaria”.

Además, Droguett no entra en el juego propuesto de autorretratarse como un escritor no solo pasional, como dice el título de la entrevista, sino temperamental e inconsecuente, como el periodista sugiere cuando le pregunta cómo es posible que critique el Premio Nacional de Literatura y al mismo tiempo lo reciba sin problemas cuando se lo otorgan. Aunque el contenido y la dinámica de esta entrevista bien valdrían un comentario más extenso, me interesa registrar un último pasaje que es central para mi argumento.

–En su autobiografía (1966) Ud. afirma: “la matanza del Seguro Obrero me remeció profundamente y me hizo conocer mi capacidad de odiar”. ¿Esta capacidad ha disminuido con el tiempo o se ha incrementado?
–Lo veo muy preocupado por el incremento o disminución de mis pasiones. Para tranquilizarlo le contesto: cualquier persona normal debe sentir odio ante las periódicas matanzas de obreros y estudiantes en nuestro país. ¿Usted no?

A pesar de que la última afirmación de Droguett no deja ninguna duda para el lector de que el odio se halla plenamente presente y justificado en el contexto aludido, lo cierto es que por la entrevista circulan emociones contradictorias que nos llevan a buscar la caracterización del tono general en una amalgama emotiva que parece definirse mejor desde un sentimiento más ambivalente que el odio o la ira. Si vemos la conversación en su conjunto, el odio frente a una manera de hacer crítica literaria convive con el hecho de que a pesar de eso Droguett da la entrevista; el odio frente a las matanzas convive con la frustración de saberlas periódicas; el odio frente al premio nacional –como sugiere el entrevistador– convive con su disposición a recibirlo. No estoy tratando de sugerir que Droguett no tenga convicciones en estas materias, es evidente que las tiene, pero también posee otro tipo de certezas: que en Chile su literatura no se reconoce a pesar del Premio Nacional, que ese crítico amateur que tiene enfrente posee mucho más poder que él y que lo seguirá teniendo a pesar de que un escritor con un Premio Nacional lo ridiculice públicamente, o que el violento atropello de los derechos de las personas del que fue testigo el 38 ha seguido y seguirá ocurriendo. Es por esta razón que el odio se vuelve ironía, un ataque que aunque frontal se hace distante y que no espera resultados concretos. Se trata de una emoción fría y perdurable, no de un sentimiento repentino y que mueve a la acción, algo parecido a la “poderosa indefensión” (powerful powerlessness) que según Sianne Ngai caracteriza al arte moderno, particularmente a partir del momento en que alcanza su autonomía, y la literatura se vuelve un territorio acordonado en una sociedad crecientemente diferenciada y especializada.


LA PODEROSA INDEFENSIÓN: LITERATURA / PERIODISMO

Si dejamos la entrevista y volvemos a la novela de Droguett, resulta muy evidente que el paso de la crónica de 1939 a la novela de 1953 no solo implica alejarse de la contingencia y del horror que la matanza causa en la sociedad. Si bien catorce años es tiempo suficiente para que el interés de los lectores se diluya, lo que vemos no es solo un problema de tiempo, sino también de soportes y de disciplinas. Salir de la visibilidad y el poder que dan los diarios tiene dos efectos muy concretos: legitimar a Droguett como un novelista reconocido en el extranjero (lo prologa un crítico francés), alguien que podrá llegar a recibir el Premio Nacional aun cuando la crítica de periodistas como Mac Hale entienda poco de lo que escribe y deba limitarse a preguntarle por sus pasiones; en segundo lugar, que su texto pierda gran parte de su poder político al ingresar en un campo autónomo, la literatura, cuya capacidad de producir una transformación social concreta es cada vez más restringida.

Como ya señalé, los distintos capítulos que dan forma a  Sesenta muertos  repiten fragmentos textuales de la crónica de 1939, pero van intercalando pasajes que recuperan otros recuerdos, los que adquieren sentido solo desde la voz narrativa que los articula. Se trata de la voz de un hombre que está en una casa compartida, la pensión en la que vive como estudiante, y que asiste a los preparativos de una cena de Navidad sin ser visto, aparentemente desde una habitación, separado del comedor por una escalera a la que se refiere muchas veces y que impone una distancia casi insalvable entre el lugar donde está y la puerta de calle. Esta situación del presente lleva incrustado el recuerdo de las muertes de la masacre del 38: los cuerpos de los jóvenes violentamente repartidos a lo largo de los peldaños de la escalera que cruza los pisos intermedios del edificio del Seguro Obrero. En virtud de ese recuerdo, la escalera se transforma en el subsuelo que aleja al narrador de la celebración burguesa que está a punto de vivir la casa, y de la felicidad que son capaces de sentir solo quienes tienen apetito. La escena entera se vuelve una descripción de lo que el cuerpo se niega a desear, el recuerdo de los muertos no produce solo una indignación intelectual sino también un rechazo orgánico:


Qué alivio más grande estoy sintiendo ahora que sé que no comeré. Esta idea ha bajado del cerebro a la garganta y va ahora caminando por mi cuerpo. Qué suave, qué tibio, que acogedor es este mundo subterráneo de  la escalera, que separa del mundo de conversaciones, de cucharas que suenan en el comedor, de ropas blancas que se sacuden en la casa. Pero tengo que bajar, tengo que hundirme en esta dentadura de monstruo de casa abandonada, en seguida, ya, para que no vengan, para que no comamos. Qué lúgubre, qué trágico es este descenso. Gotean los escalones, gotean mis pies innumerables…


Este párrafo muestra un narrador quebrantado espiritualmente por la muerte de estudiantes como él, un narrador similar al del Dostoievski de la segunda etapa, después de Siberia, una voz que habla desde la enfermedad, que se exhibe como consecuencia y síntoma de una sociedad enferma, cuyo malestar es descrito como bilis. Este narrador no evoca tanto a los personajes de obras como  Noches blancas o  Pobres gentes, aún enclave realista, sino que habla desde el delirio, siente fiebre, es un hombre desgarrado por dentro, que se dirige a un interlocutor con el que establece una relación polémica desde la primera página y desde la primera versión del texto. Este es el párrafo que inaugura todas las versiones:


Amigos míos, no les parecerá bien a ustedes que yo hable sobre eso terrible y rápido que ocurrió en la ciudad hace un año exacto. Tal vez a ustedes no les parezca bien, pero yo solo deseo que no les parezca mal, demasiado mal. A mí, que nunca hablé demasiado, bien pueden dejarme que hable un poco ahora: a nadie en la vida molesté bastante. Ustedes, eternos bondadosos, dicen que el olvido es bueno, pero yo les repito –ya se los dije el otro día cuando hablamos– que recordemos mucho, demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco.


La familiaridad con el hombre del subsuelo se muestra claramente en esta necesidad de una memoria rabiosa que no se deje engañar por la noche de fiesta que la ciudad celebra. En medio de los preparativos y adornos navideños, él solo puede pensar en los que sufren: los matrimonios viejos y enfermos, la madre que quiere comprarle un juguete a su hijo; pensando en todos ellos se sube a un tranvía o escucha los sonidos que vienen de otros barrios y de otros tiempos, vuelve a recordar la masacre y surge la pregunta obsesiva “¿Por qué trabaja la gente?”:


¿Quién nos maldijo las manos, quién nos escupió los pulmones? Qué tontería repetida, qué cansancio muchas oscuras veces multiplicado. Todo el mundo trabaja. ¿Quién no trabaja? […] ¿Dios mío, para qué trabajará la gente? El oscuro rebaño se levanta cuando todavía afuera de la pieza existe la fría noche dura y se dirige despacio, durmiendo aún en la difícil cama vertical de la calle, se dirige y llega con seguridad grande al trabajo. Como una respiración gigante en su soledad se mueve la gente, toda la gente, enarbolando el nocturno pan, sacando la legumbre del húmedo hondor de la tierra. […] Toda la gente vive fabricando vestidos para gastarlos por el codo cuando, en el trabajo, se cansan las manos y uno las sienta arriba del codo. ¿Quién no está cansado?


La noche de Navidad es el falso descanso de esta rutina, pero es también la oportunidad de despertar para quienes viven inmersos en ella porque es el momento del recuerdo. En Nochebuena la madre recuerda, recuerda su niñez, recuerda otras Navidades y desde esa memoria puede quizás realizar el gesto que el narrador de Droguett reclama: mirar al cielo, ya que según él esta muchedumbre que se desplaza por la ciudad mecánicamente hacia sus trabajos no es capaz de ver los pájaros que vuelan por sobre sus cabezas. Si en Dostoievski el desafío del hombre del subsuelo es salir a la calle y hacerse visible más allá de las jerarquías que lo anulan, el trabajador de Droguett debe encontrarse con el recuerdo de las grandes desgracias que las muchedumbres han vivido y preguntarse sobre el sentido de su trabajo solitario, ese de las personas que trabajan de día y se hieren a mitad de la noche en los conventillos en que viven hacinados: “Las fábricas elaboran la vejez, por eso todos los viejos se parecen, sus arrugas están hechas a máquina”.

Así, la salida del subsuelo de Droguett se encuentra en la conciencia de la esterilidad del trabajo multitudinario pero solitario en las fábricas, que condena al odio que se oye tras los muros de cada conventillo, y en la memoria de las luchas colectivas que la ciudad ha dado; en el llamado a no deslumbrarse por las luces y los juguetes que brillan “como zapatos de charol” en Nochebuena o en el bullicio de las calles del centro –calle del Puente, calle de San Antonio, calle del Estado–, calles que maquillan la pobreza, las heridas y el cansancio. Es un llamado a desbordar los espacios que confinan y contienen, el conventillo, la fábrica, las escaleras, que impiden ver la fuerza de lo colectivo, y que intentan domesticar a una multitud que hace tiempo se hizo visible y que ahora como conjunto debe reclamar los espacios públicos que merece. Si eso viene de su lectura de Dostoiesvki, no es desde una ideología compartida, sino desde una rabia y una frustración que los iguala: el frío, el cansancio de las fábricas, la humillación en las calles y la memoria visceral de la violencia. La diferencia más importante, sin embargo, es que el personaje de Droguett no llega a enfrentarse con su adversario cara a cara: al igual que Droguett cronista, ha sido testigo de los enfrentamientos de otros, los ha considerado justos y necesarios, pero también ha sido testigo de la represión brutal que los sobreviene.

Escritor y crítico apasionado en la vida, lector apasionado dentro de la ficción, Droguett marca un punto importante en el debate acerca de los afectos como parte central de la lectura y también de la agencialidad política de la literatura en un lugar que ya no es el  San Petersburgo de Dostoievski, sino Santiago a mediados del siglo XX: una ciudad que ha sido producto de procesos modernizadores vacilantes, entrecortados y desiguales, y en la que la literatura ha alcanzado autonomía pero ha perdido poder.

 

 

 

Fotografía superior tomada de Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile

 

 



 

 

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