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Carlos Droguett
Una palabra en llamas
Por Mario Valdovinos
Publicado en La Noche, N°83. Septiembre de 2015
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Dentro del panorama de la literatura chilena, una de las generaciones más significativas fue la de 1938, por su carácter político, sus preocupaciones militantes y su manera de abordar la llamada cuestión social. Chile soportó en pésimo pie la crisis económica de 1929 y precisamente en 1938 se produjo la matanza de estudiantes nazistas en el edificio del Seguro Obrero, bajo el mandato y el conocimiento del presidente Arturo Alessandri, aunque lo negó hasta el final de su vida. Este hecho determinó, en buena medida, el triunfo de Pedro Aguirre Cerda, abanderado del Frente Popular, y la derrota del candidato derechista, Gustavo Ross, apoyado por el presidente. Por aquel tiempo, un joven periodista fue testigo de los bárbaros acontecimientos que significaron la muerte, a balazos, de los jóvenes que se habían atrincherado en la Casa Central de la Universidad de Chile, a propósito de demandas estudiantiles.
Su respuesta fue la publicación, en 1940, de una crónica entre periodística, por su apego a los hechos, y literaria, por su nivel poético, donde relató el proceso del asesinato colectivo, desde su génesis hasta la descripción de la sangre derramada por las escaleras de uno de los pisos donde hoy funciona -las paradojas de Chile-, el Ministerio de Justicia.
La literatura de Carlos Droguett comenzó de esa manera, como una potente crónica de hechos históricos funestos, muy frecuentes en nuestro país y demasiado ignorados, tergiversados o negados por la historia oficial. El escritor empleó para expresarlos los procedimientos formales propios de las Vanguardias del siglo XX: el monólogo interior difundido brillantemente por James Joyce y William Faulkner, y la corriente de la conciencia utilizada en sus obras por Marcel Proust y Virginia Woolf. Examinadas ahora, y las reediciones de sus obras permiten hacerlo, las novelas de Carlos Droguett son un inacabable relato de personajes que emiten soliloquios, no pocas veces delirantes, relativos a su desacomodo en el mundo, a sus inquietudes existenciales, a su rechazo de la realidad, a su condición de marginales. Esta voz desafía, impreca, analiza, juzga y condena un mundo inhumano e intolerante y, al mismo tiempo, da paso a otra voz, en tercera persona, que oculta al escritor capaz de erigirse en un testigo apasionado que adquiere, frente a sus lectores y a través de su escritura, un compromiso de denuncia.
Eloy. Novela publicada en 1960, retrata a un bandido que, tras sus innumerables crímenes. es cercado por la Justicia y desde su postura, tendido en el suelo con la carabina en sus manos, enfrenta a los policías que lo conminan a rendirse. Al mismo tiempo que la situación límite, de acoso, desde la cual el criminal emite su discurso, la voz da paso a otra, entreverada con la primera, en la que Eloy rememora los hechos fundamentales de su biografía. El texto, de una velocidad endemoniada, no da tregua al lector que lo devora sin pausa.
Patas de perro. 1965. Una narración insólita en la novelística chilena, apegada al realismo, donde Droguett introduce un elemento fantástico, un niño que nace con extremidades de perro en un entorno verificable de pobreza y carencias sociales. Bobi, el apodo del niño, es discriminado por su diferencia y lo circundan otros personajes tan segregados como él, con quienes dialoga en sectores del barrio San Miguel, como un cité de la calle Salesianos, por cuyas veredas polvorientas deja las huellas de sus patitas.
El compadre. 1967. Ramón Neira es un obrero de la construcción, albañil y carpintero, alcohólico. En su relato medita y blasfema desde el andamio de un edificio en construcción. La ansiedad de ingerir vino, su compadre, lo empuja a descender para colmar su sed infinita. Le teme a pisar en falso y a morir desbarrancado. Tanto su discurso como sus movimientos siguen un correlato, la pasión de Cristo.
Todas esas muertes. 1971. Traza la historia de otro asesino, Emile Dubois, objeto de dos novelas con el mismo protagonista, pertenecientes a Abraham Hirmas y Patricio Manns, en el Valparaíso de principios del siglo XX. Dubois es un inmigrante francés, símbolo del arte del asesinato, que los británicos llevaron al virtuosismo: eliminar con elegancia y glamour, como lo haría un artista, al prójimo. Es un estilista del crimen que mata no por los móviles habituales, la pasión, el robo, sino para transformar su actividad en una forma de la belleza, dentro del marco de un escenario teatral: Valparaíso, un puerto nostálgico. Su silueta mortecina, precedida por el ladrido de los perros, aparece aún en los cerros porteños, rastrillados por el viento negro, en busca de nuevas víctimas.
Carlos Droguett murió en Suiza, lugar de su exilio, en 1996. Fue una conciencia vigilante provista de una palabra en llamas.